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A propósito de una antología de los cuentos de Ednodio Quintero, me propuse entrevistarlo para el diario Tal Cual, hace ya unos cuantos años. Fue una conversación grata sobre su obra, su imaginación, y su invocación, más que a los Andes venezolanos, a su infancia y adolescencia. Años después, cortesía de Alberto Barrera Tyzka, almorzamos con Juan Villoro y un periodista del suplemento cultural de La Jornada, en un restaurante del D.F. Bebimos como cosacos, menos Ednodio, que no tuvo necesidad de simular una pulsión etílica, pero el tequila a mí me parece que es una bebida de los dioses. En ese almuerzo, Ednodio habló de un asalto del que fue víctima, le aplicaron una llave china que lo dejó inmovilizado, incapaz de decir palabra, mientras sus pertenencias pasaban a otras manos.
Cuando lo vi en la foto, con su novela Diario de Donceles en la mano en alto, como un músico que levanta el clarinete que le ha dado todo, incluso de comer, quise entrevistarlo por segunda vez. Le pedí la novela a Katyna Henriquez, pero no había una para mí, se la pedí prestada a Victoria De Stefano y luego Diómedes Cordero me la hizo llegar, a través de una empresa de envíos. Todo un recorrido laberíntico. Por cierto, la novela, publicada por la editorial Pre-Textos, está a la venta en El Buscón, la librería de Katyna. ¿Dónde más?
Tu novela me pareció un ejercicio literario en muchos sentidos, en el desarrollo de la trama, en la interlocución con los lectores, convertidos en jurado, en la evocación de las tierras andinas superpuestas en una ciudad misteriosa, la más grande del planeta, contaminada por el hollín, muy pocas veces reluciente, más sórdida, en cambio. ¿Qué tiene de experimento tu novela?
En el sentido estricto una novela “moderna” tal como la concibo siempre es experimental, y, como bien lo sabes, un experimento por lo general está abocado al fracaso. Son los lectores, los académicos y los críticos aquellos que legitiman el “experimento”. En el caso de mi novela, Diario de Donceles, por la reacción y recepción de ciertos lectores muy exigentes, comenzando por Manuel Borrás, director de Pre-Textos (que tomó la decisión de publicarla al nomás leer el manuscrito), mi propuesta ha sido muy bien acogida. Me valí del recurso del diario pues en realidad cuando llegué a Ciudad de México para mi año sabático comencé a escribir una serie de relatos que mezclaban algunos hechos de la realidad, como el asalto que sufrí en un portal de la calle de Donceles, con sueños, recuerdos de infancia y adolescencia y también escenas fantásticas producto de mi desbocada imaginación. Aquella mezcla, parecida al caldero de las brujas de Macbeth, fue creciendo, y años después, ya en Mérida, caí en la cuenta de que ahí estaba la sustancia de una novela. Ajusté ciertas cosas y me mantuve siempre en el presente del diario.
Un diario es casi una biografía, un libro de memorias, y para colmo escrito en primera persona. Te has expuesto sin pudor alguno. ¿Lo disfrutaste?
Casi todo lo que he escrito lo he hecho en primera persona. Me habitué a esta forma de narrar desde mi primera novela, La danza del jaguar (“Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña…”) y El rey de las ratas (“Yo era el rey de las ratas y en mis dilatados dominios se me temía por mi carácter cruel y atrabiliario…”), sólo para dar un par de ejemplos. La primera persona imprime fuerza a la narración, crea la sensación de verosimilitud y permite el diálogo del narrador con los hipotéticos lectores. Y posibilita lo que he llamado alguna vez “la obscena exhibición del yo”. Por supuesto, te expones ante lectores desprevenidos que confunden autor con personaje, pero esos equívocos forman parte del aspecto lúdico de la literatura. Sí, ciertamente gocé una y parte de la otra mientras le daba forma y ciertos visos de coherencia a la novela.
Confiesas que la simulación es una de tus artes, y en cuántos episodios lo advertimos, lo sospechamos. ¿Tiene algo de fantasmagórico el personaje de tu novela?
La simulación es parte intrínseca de la narración. De otra manera, estaríamos empleando el realismo documental que pertenece a otros ámbitos como el discurso político, el lenguaje judicial, el periodismo, la parafernalia de la ciencia, la publicidad. ¿Fantasmagórico? Esa palabra nunca me ha gustado. A pesar de que he escrito algunos cuentos que se pueden calificar de fantásticos, en ninguno de ellos aparecen fantasmas. Lo que intento hacer, a menudo escribo sin ningún plan, es dejar que la imaginación despliegue sus alas y haga lo suyo con entera libertad. La imaginación, como decía Cortázar, al servicio de nadie. Por lo demás, el personaje de mi novela es algo así como un existencialista, a la manera de Camus o Samuel Beckett.
Convertido en una mezcla de país latinoamericano con enclaves de país desarrollado, México aparece como un barrio de una película de ciencia ficción. Digamos que faltó en la escenografía de Blade Runner. Y mira que las referencias cinematográficas no faltan, así como las de la cultura popular, pero también las lecturas de grandes obras, siempre reservadas a los pasajes más bellamente escritos. Equus Quintus Flacus (el personaje de los diarios), no podía ser sino un caballo que vagabundea por la imaginación. ¿Te ayudó el tequila, la artesanía, la gastronomía mexicana? ¿Qué influencia tuvieron tus amigos, Juan Villoro, Barrera Tyzka, Villa y otros habitantes del D.F?
Justamente, Blade Runner es mi película favorita, basada en ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?, la novela de Philip K. Dick. México City es muy cinematográfica, ha sido utilizada como escenario de algunos films de ciencia ficción. Tal es el caso de Total Recall, curiosamente basada en un relato del mismo Philip K. Dick. Esa ciudad es en realidad monstruosa, caótica, opaca y gris. No obstante, posee un atractivo especial difícil de definir, una especie de imán. Viví un año entero en el DF y estuve por períodos cortos, a veces no tan cortos, en más de veinte ocasiones. En algún momento pensé en hacerme chilango. Después entré en razón. Logré captar la forma de hablar del mexicano, esto lo observó Juan Villoro cuando leyó mi cuento “El corazón ajeno” donde hay una escena bastante chingona en el Metro de México. ¿El tequila? Para nada. Por suerte para mi hígado no tengo cultura etílica. En cambio, mis pulmones están hechos un desastre después de cuarenta años fumando como una puta presa. Hasta que dejé ese horrible y delicioso vicio (hace ya casi veinte años) no podía vivir ni escribir sin fumar. Yo fumaba en cadena, al menos dos paquetes diarios. En México me superaba con creces mi amigo y ex alumno de la UNAM, Daniel Weisberg, que aparece precisamente en el último capítulo de Diario de Donceles. Tuve muy buenos amigos durante ese año que pasé en Chilangolandia: Juan Villoro, por supuesto. Recuerdo que nos encontrábamos los jueves después de que Villoro cerraba la edición semanal del suplemento cultural de La Jornada. En una o dos ocasiones coincidimos contigo, de paso por México. Comíamos y bebíamos (yo siempre, como aficionado al hardcore, pedía una chela) y hablábamos de lo humano y lo divino y a veces desollábamos vivo a algún personajillo de la república de las letras. Villoro con su facundia y profunda erudición nos regalaba peroratas inolvidables.
No dejes por fuera la mención que hago sobre la artesanía y la gastronomía mexicana. Creo que es importante.
Creo que no existe otro país tan rico en estos dos aspectos de la cultura. Me aficioné al huitlacoche y al cabrito de Monterrey. Y en cuanto a las artesanías, me encantan las figuras de alebrijes. Todavía conservo uno que representa a un xoloitzcuintle, el perro mudo, triste y con poco pelo que hacía las delicias culinarias de los antiguos aztecas. En el mercado de La Ciudadela quise comprar un xoloitzcuintle para traerlo conmigo a Mérida donde en aquella época vivía solo como la una, pero los trámites aduaneros eran tan complejos y costosos que opté por el alebrije. Amistades, muchas, aunque son pocas las que aparecen en mi novela. La lista sería larga con el riesgo de dejar fuera a no sé cuántas. No puedo pasar por alto a Sergio Pitol, Alejandro Rossi, Adolfo Castañón, Josu Landa, Gerardo Villa del Ángel, Carla Zurian y Mario Carrasco, Ana María Jaramillo y el Chema Espinasa, los colombianos Eduardo García Aguilar y Mario Rey, Margó Glantz, Diamela Eltit, Mario Bellatín, Alejandra Velásquez, Ulises Granados, Tanius Karam, el compadre Ricardo Hernández y Daniel Weisberg (los tres últimos con papeles relevantes en la novela). Coincidí con mi paisano y súper amigo Gregory Zambrano y conocí a Ryukichi Terao que se convertiría en mi pana nipón. A muchos de ellos los perdí de vista. Otros ya no están en este mundo.
Ese largo capítulo que se detiene, unas veces en Katyna (obviamente, la dueña de El Buscón) y del fantasma de Pedro Infante, compiten una y otro. ¿Te impulsó más ella o él?
Con la bella Katyna mantengo una amistad de muchos años, y en México coincidimos con frecuencia durante los años que ella vivió allá como representante de Monte Ávila. Katyna siempre ha tenido ideas ciertamente esotéricas y una noche me invitó a un antro donde, supuestamente, cantaba el propio Pedro Infante. Dentro de mi escepticismo le seguí la corriente, y aunque olvidé lo que sucedió aquella noche, la experiencia me dio pie para construir una historia enraizada en la mitología popular: Pedro Infante continúa vivo en el imaginario mexicano.
En el pasaje que te lleva a Japón, al tren que va entre dos ciudades, creo que lleva el nombre de esperanza, pues Equus deja ver que el pesimismo es su sello emocional. ¿Dirías que la melancolía es una emoción importante en tu obra literaria?
Cuando escribí Diario de Donceles yo no había conocido Japón. La información acerca de los trenes de alta velocidad (el Shinkansen) que aparece en la novela me la suministró en México Ryukichi Terao, y la utilizo sólo como una metáfora. Hikari (velocidad de la luz), Kodama (espíritu japonés que vive en los árboles) y Nozomi (esperanza): la esperanza viaja más rápido que la luz. ¿Melancolía? Pues no lo sé. Siempre he dicho y escrito que sólo se puede vivir en lo ilusorio. Tal vez escribo para inventar un nuevo mundo, distinto a este de perros realengos, moscas y dictadorzuelos. También repito como un mantra lo que escribió William Blake: “El que desea y no actúa engendra la peste”.
El viaje en tren a Guadalajara, en compañía de Salvador Garmendia, es sencillamente memorable. ¿Te pasó por la cabeza que pudo ser un homenaje?
El viaje en tren a Guadalajara en el Tequila Express sucedió de verdad, y en la narración está por supuesto reinventado, enriquecido. Lo asocio con el año que pasé en Jajó, un pueblo de los Andes donde estudié sexto grado de primaria. Por las noches íbamos a una bodega donde escuchábamos la radio novela Los tres Villalobos. Imagínate la alegría que sentí cuando mil años después me enteré que Salvador Garmendia había sido el guionista de aquella radio novela. Si lo quieres ver de esa manera, pues sí, es un homenaje. Al final de su vida me hice muy amigo de Salvador. Admiro su capacidad para escribir y su empeño en mantenerse fiel a sí mismo por encima de las múltiples dificultades que tuvo que enfrentar. Además, nos legó una obra memorable.
¿Por qué te instalaste en la calle de Donceles? A muchos les parecería un lugar peligroso. Pero la verdad es que el recorrido, el itinerario, las juergas, suceden en los antros, en los bares de mala muerte, en los locales venidos a menos. Y, sin embargo, no le rindes pleitesía al botiquín como fuente de inspiración. ¿Es algo consciente o te faltó estómago o más bien hígado para alcanzar ese estadio de la creación, tan esparcido en la literatura latinoamericana?
Me instalé en la calle de Donceles porque un gran amigo, el Chema Espinasa, me cedió su apartamento con una biblioteca de tres mil libros. El vivía con su familia en La Condesa. Ahí permanecí cuatro meses, y después de que me asaltaron unos guaruras que me aplicaron la llave china me mudé para Chopan 44, un edificio descascarado que mis amigos bautizaron como Beirut. Ahí la pasé súper bien. La Condesa estaba a la vuelta de la esquina, y en diez minutos caminando podía llegar a un centro comercial con quince salas de cine. Cierto, no le rindo pleitesía al botiquín. Tampoco al burdel. No pertenezco a la cultura etílica, tampoco a la burdelera. Muy joven viví la intensa década de los setenta: Lucy in the sky with diamonds. Por lo demás, soy un bebedor social. Me encanta, sí, un buen vino. Nunca me acostumbré al tequila, ese trago “regañón” como lo llamaba Alejandro Rossi. En alguna ocasión, en Oaxaca, tuve una experiencia inolvidable con el mezcal.
La mujer es un misterio, un objeto de deseo, una aparición maravillosa, afortunadamente, digo, no hay una sola línea de racionalidad alrededor de ella o de ellas. Y por esto, como lector, y espero que muchos más, te lo agradezcan. ¿Equus tiene alguna idea de lo que es una mujer?
¡Qué quieres que te diga! Las mujeres siempre han sido un indescifrable misterio para mí. Comenzando con mi madre, me han acompañado a lo largo de mi ya larga vida, y espero que sea una mujer amada la que me cierre los ojos en el momento de la sensación verdadera. Dentro de mi ateísmo de pacotilla, cuando he vislumbrado una mujer joven, bella y desnuda he reconocido la existencia de Dios, pues sólo un ser superior puede crear semejante criatura.
La violencia atraviesa las páginas de la novela, a veces en forma leve y otras muy marcadas. ¿Qué puedes decir de la cultura de la violencia en México?
Dicen que la violencia en México surge del encuentro entre dos culturas caracterizadas por sus maneras sanguinarias y crueles. Curiosamente, en su cotidianidad los mexicanos son amables y educados.
De lo que estamos viviendo, hablas unas pocas líneas con Salvador, ¿para qué más, verdad? Ya no queremos vernos en este horror.
Lo que sucede en la novela es que esta se ubica en 1997-1998, cuando no sabíamos el desastre que se avecinaba. Como decía mi padre, don Felipe, siempre sucede lo inesperado. Quise ser fiel a la cronología. Posteriormente me he ocupado del tema en una serie de ocho cuentos distópicos que he titulado como El jinete muerto (en busca de editor) y en Crónicas de los años de la peste, que espero publicar a finales de este año.
Por último, una pregunta pendeja. ¿Esta es tu mejor novela?
Tu pregunta es pertinente. Siempre he tenido una particular debilidad por La danza del jaguar (ojalá logre reeditarla pronto), mi primera novela, eso que llaman un Bildungsroman. Quizá por las circunstancias en las que la escribí. Algunos afirman que logré superarme con El hijo de Gengis Khan, mi propuesta más arriesgada de la que logré salir indemne. Creo que Diario de Donceles es una gran novela. ¿La mejor? El tiempo y los dioses de la peste lo dirán. Mantengo inéditas (también en busca de editor) cuatro o cinco novelas, considero que una de ellas en particular dará mucho de qué hablar. Vamos a ver, dijo un ciego. El mundo editorial se hace cada vez más complicado. La masa no está para bollos. Como decía Bertolt Brecht: “Malos tiempos para la lírica”.
Hugo Prieto
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