Perspectivas

Dos equipos, una enseñanza

Izq: Fotografía de Elsa | Getty Images North America | Getty Images via AFP. Der: Fotografía de @Tiburones_net

06/02/2024

Soy fanática de los Medias Rojas de Boston y de los Tiburones de La Guaira, dos equipos de béisbol que son particularmente valiosos para quienes quieren cultivar la paciencia y la esperanza. Estas dos virtudes se sostienen mutuamente, ya que no es posible tener paciencia sin una esperanza en el horizonte. Y en el béisbol uno espera siempre que nuestro equipo sea el ganador.

Ochenta y seis años tuvimos que esperar para que los Medias Rojas rompieran la maldición del Bambino. Y es que solo una maldición podía explicar que los Medias Rojas no ganaran en todo ese tiempo una serie en las Grandes Ligas. Duro, desmedido y cruel fue ese castigo impuesto por haber vendido a Babe Ruth a los Yankees de Nueva York en 1919.

Llegué a Boston en 1990 para estudiar inglés y, por pura casualidad, terminé viviendo en el Breamore, un emblemático edificio residencial que se encuentra en la calle Beacon, cerca de la intersección con la calle Raleigh, apenas a 600 metros del estadio Fenway Park. En ocho minutos a pie podía estar enfrente del estadio más antiguo de las Grandes Ligas y admirar su famoso Monstruo Verde. Esa gigante pared de 11.33 metros de altura y 72 metros de ancho que se encuentra en el jardín izquierdo es quizás el mayor desafío al que se deben enfrentar los bateadores y jardineros que juegan en las mayores. Muchos jonrones y dobles se han logrado gracias al Monstruo Verde, pero también muchos outs y errores.

El origen del Monstruo Verde se remonta a la construcción del Fenway Park en 1912, cuando John I. Taylor, dueño de los Medias Rojas, quiso evitar que los aficionados vieran los partidos gratis desde las ventanas o techos de los edificios vecinos. Por eso, mandó a levantar una cerca de madera de casi ocho metros de altura, que en 1934 fue reemplazada por una pared de concreto. En 1947, se pintó de verde el muro y se le puso el apodo que conserva hasta la actualidad.

Uno de mis sueños de entonces era ver jugar a Roger Clemens el entonces lanzador de los Medias Rojas. Justo en esos dos primeros años de la década del noventa, ganó el premio Cy Young de la Liga Americana, el premio de Líder de Ponches de la Liga Americana y el premio de Líder de Efectividad de la Liga Americana y ya se hablaba de él como uno de los mejores lanzadores de la historia del béisbol. Cómo no iba a querer estar allí dentro del estadio en un juego.

Pero también estaba en el equipo el venezolano Carlos Quintana, quien había debutado 1988 y en apenas dos años ya había ganado el puesto de primera base titular. Tan bueno fue su desempeño esa temporada de 1990, bateando siete jonrones e impulsando setenta y una carreras, que sus compatriotas, ondeando orgullosos nuestra bandera, hicimos también un gran papel en las tribunas. Tanto me gustaba Quintana, que escribí entonces un cuento en inglés, donde yo era una joven periodista deportiva por la que el pelotero venezolano se sentía atraído.

Conseguir entradas para un partido de las Grandes Ligas, una vez iniciada la temporada no es una cosa fácil. Menos aún para los partidos de los Medias Rojas. Se trata justamente de uno de los equipos más populares y su estadio es el más pequeño de la liga con una capacidad de solo 37.755 espectadores. Por eso los boletos suelen agotarse rápidamente, sobre todo para los partidos contra los Yankees de Nueva York, su eterno rival. Pero son esos enfrentamientos los más emocionantes y sabrosos, como los del Caracas contra Magallanes. Los boletos más baratos, en las tribunas y el outfield, costaban unos cuarenta dólares, pero mis amigos y yo llegamos a pagar hasta ciento cincuenta a los revendedores que merodeaban el estadio.

De los trece juegos entre los Medias Rojas y los Yankees en 1990, seis fueron en el Fenway Park. Los Medias Rojas ganaron cuatro de los seis juegos en su casa y yo fui solo a los dos que perdieron. El juego más memorable de esa serie que fue el del 29 de septiembre, cuando los Medias Rojas remontaron un déficit de 9 carreras para ganar 12-11 con un jonrón decisivo de Tom Brunansky en el noveno inning, lo vi por televisión. Ni entonces ni después, tuve la suerte de celebrar un triunfo de mi equipo en un estadio.

Cuando en 2004, finalmente lograron romper la sequía y se titularon campeones, lloré ante el televisor al ver a miles de personas celebrando eufóricas en las calles. Los dominicanos Manny Ramírez, Pedro Martínez y David Ortiz estuvieron entre los jugadores más destacados. También el japonés Hideki Matsui, el estadounidense Curt Schilling y el panameño Mariano Rivera. Aquel fue el triunfo de todo un equipo que pudo demostrar su gran espíritu de lucha, esfuerzo y superación para alcanzar la ansiada meta de ser campeones de una Serie Mundial.

Al día siguiente de esta victoria y después de haber celebrado toda la noche, fui a trabajar a mi oficina con mi sudadera y mi gorra oficial de los Medias Rojas que tenían conmigo catorce años esperando el momento de ser lucidas con presunción y vanidad. Con esa misma satisfacción, he lucido, en estos últimos días, mi gorra de los Tiburones de La Guaira después de que terminaran una sequía que duró treinta y siete años.

Al igual que han confesado muchos de sus fanáticos, fue el grupo de samba que anima desde las gradas lo que me llevó a decidir, la primera vez que mi papá me llevó de niña a un juego en el estadio Universitario, que yo era de los Tiburones porque era el equipo más alegre y gozador. Juntos vimos, en ese mismo estadio, el último partido de la final de 1987 entre Tiburones y Leones, donde ganaron los Leones por 6 carreras a 0. Fueron tantas las humillaciones que recibimos por parte de los caraquistas, en un juego que además fue histórico porque el lanzador Urbano Lugo Jr. logró un no hit-no run, el único en una final de la Liga Venezolana de Béisbol Venezolana, que mi papá no quiso volver más nunca al estadio. Desde entonces vemos todos los juegos que podemos, no importa que equipo juegue, solo por televisión. Pero quizás ahora, que ya no somos más la sopita, sino que volvimos a ser rivales, se anime a volver conmigo a ver en vivo un juego de Los Tiburones en la próxima temporada. Fue él quien me enseñó todo lo que sé sobre béisbol, especialmente que el juego no termina hasta que se acaba y que es necesario tener esperanza para creer que, a pesar de las adversidades, siempre es posible ganar.


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