Diario Literario

Diario literario 2022, enero (parte IV): el genio de Maya Deren; la nevera de Houellebecq, d. Giovanni 1960, Sonia y Alfredo en Stuttgart, Sbarbaro

29/01/2022

Maya Deren

Milán, sábado, 22 de enero de 2022

Maya Deren

A pesar de ser uno de los personajes más fascinantes del arte norteamericano del siglo XX, no creo que Maya Deren en este momento sea tan conocida como lo merece. Es autora de una de las mejores películas independientes realizadas en ese país a lo largo de su activa historia. Una exploración, en blanco y negro y sin banda sonora, de los estratos más recónditos de la psique. Su vinculación con el psicoanálisis y el surrealismo era inevitable, y algunas de sus secuencias permanecen tan fijas en la memoria del espectador como las de Nosferatu o El perro andaluz. La elaboración de la figura del doble, uno de los grandes topoi de la imaginería moderna, nunca ha estado mejor expresada en imágenes que en su Meshes of the Afternoon. El famoso e inquietante Doppegänger se aparece aquí él mismo desdoblado. En una de las alucinaciones más inquietantes que se exponen en la cinta de apenas más de 43 minutos, la protagonista, la misma Deren, como en casi todas sus cintas, abre la puerta de la habitación para encontrarse con una mesa donde su doble comparte con su doble. Que recuerde, es la primera vez que una imagen triple de alguien es presentada en el arte o la literatura. Al final, reducida a la relación binaria “normal”, el doble escapa invitando a la protagonista a la persecución. Algo improbable en un film cuya narrativa es fragmentada, acrónica y fantástica. La suya es la praxis más acabada de lo que ella misma, en un ensayo notable, llamó la expresión “vertical”, que es la del poema, en oposición al “ataque horizontal” de la narración convencional. El desdoblamiento no fue una experiencia ajena a Deren. Su padre, un trotskista ucraniano, tuvo que abandonar Rusia para escapar a las persecuciones. Fue a los Estados Unidos, a Syracuse, donde abriría su consulta. Maya regresaría a Europa, a Ginebra, a estudiar en un internado. En 1933, regresaría a Estados Unidos y estudiaría en la Universidad de de Syracuse, y en Smith College, de donde egresaría con una maestría en literatura. Fue asistente de la coreógrafa Katherine Dunham, frecuentaría a Breton, Duchamp y Nin en los cafés del Village y terminaría comprando su primera cámara de 16 mm con la reducida herencia que le dejó el padre. Con esta cámara, y con la asistencia de su esposo, rodaría su primera y más conocida obra, la mencionada Meshes of Afternoon. Fiel a su vocación de ruptura, se convertirá en una de las exponentes más consecuentes de la vanguardia norteamericana en aquellos años liberales de la era Roosevelt y, en la opinión de los mejores críticos, “The most innovative and important avant-garde filmmaker in the history of American filmmaking”. Son por lo menos tan reveladores sus fragmentos sobre Haití y la cultura del Vudú, una experiencia que le sirvió para publicar lo que se entiende como uno de los mejores libros escritos sobre el tema. Si acaso es verdad que Maya Deren no es tan conocida actualmente, sería una verdadera tragedia. Su film de 1943 es para el cine de vanguardia lo que Citizen Kane para el cine comercial, no menos.

Milán, domingo, 23 de enero de 2022

Anéantir

En paralelo con The Books of Jacob, de Olga Tokarczuk (no conozco traducción al castellano), y siempre por la amistad de Ricardo Bello, he comenzado a leer Anéantir (Aniquilar), la publicitada novela de Michel Houellebecq. Que sea tema de polémica en la sofisticada Francia que lo lee (Sciences Po, Hautes Etudes, ENS, Sorbona) se debe, entre otras cosas, a que el mismo presidente Macron aparece con nombre y apellido en sus páginas. La historia se sitúa en 2027 en tiempo de elecciones. El autor es maestro en muchas cosas. En promover escándalos, en vender libros, en escribirlos bien y siempre sobre asuntos de interés colectivo, como la elección de un presidente francés islamista, que es lo que cuenta, y no cuenta mal, en Sumisión. Houellebecq no es uno de los maestros de la prosa francesa. No es efectivamente el continuador de Proust o Valéry o Camus y Malraux. No obstante, su estilo es eficaz y uno queda seguro de que dijo efectivamente lo que quiso decir, lo cual no siempre es fácil. Apenas comenzado el libro, no podría decir qué tan bueno pueda ser. Pero siempre hay un Houellebecq que tal vez sea el que más interesa y es el que domina  el arte de hacer importantes las cosas más banales. Como cuando describe la situación conyugal de uno de sus protagonistas. Paul Raison, asesor del ministro de Economía, que vive los años oscuros de la cadavérica relación afectiva con Prudence, su esposa hebrea, con la cual sigue compartiendo domicilio, para decirlo de alguna manera. La imagen simbólica de la situación de la pareja es algo tan corriente como la nevera. En efecto, en la fracturada sintaxis de esta relación, la nevera es su más elocuente expresión. Prudence, incorporada a las filas del veganismo, ocupa, con sus frascos, potajes y verduras, digamos, un setenta y cinco por ciento del espacio. El resto es para Paul. Uno podría denunciar la asimetría de la distribución, aunque esto es irrelevante. La cuestión es que el sector de Paul, siempre o casi siempre, está vacío mientras que en el de ella nunca falta nada. Paul no ha sabido adaptarse al alejamiento de su compañera. No tiene nada de comer ni tiene en la casa nada que importe, salvo su lecho. El suyo es el desamparo de las parejas fracasadas, en las cuales “normalmente” uno está peor que el otro. Todavía no sé cómo va a terminar esto. Mas la nevera de Houellebecq es una imagen inolvidable y, para muchos, acaso una fatalidad.

Don Giovanni 1960

En la televisión el histórico montaje de 1960 producido por la RAI con los mejores intérpretes mozartianos de la Italia de esos años, bajo la dirección impecable, clásica, de Francesco Molinari-Pradelli. Su obertura es un ejemplo de lucidez y decoro, uno está seguro de que eso fue lo que escribió Mozart,  sin la ególatra intervención del director. Nunca un Don Giovanni, ni siquiera el de Fritz Schultz, de 1938 en Glyndebourne, o el más reciente y memorable de Carlo Maria Giulini, suenan tanto a Mozart como esta lectura del maestro Molinari-Pradelli. La versión para TV es de  Giacomo Vaccari, aunque merece ser de Visconti por el cuidado de los escenarios y la elegancia de la fotografía. Después de un Leoporello (Sesto Bruscantini) inmejorable en su “Voglio fare un gentiluomo”, Teresa Stich-Randal, como Doña Ana y un jovencísimo Luigi Alva, en Don Octavio, se acercan a la perfección vocal y dramática en el famoso dúo del primer acto. Alva volverá a impresionarnos con su convincente “Della sua pace”. No menos se debe decir del dúo que interpretan el gran Mario Petri (famoso también como actor), como Don Giovanni (un rol que  sería suyo después de ser escogido por Karajan para su montaje en La Scala en 1950) y una imponente Leyla Gencer como Doña Elvira. Graziella Sciutti igualmente inolvidable como Zerlina. Aun en blanco y negro, o por lo mismo, este Don Giovanni 1960 es una poco obvia demostración de gran ópera, gran drama y gran cine. Uno de esos milagros todavía posibles en una época no tan distante en la que ópera, drama y cine eran cosas serias, y no solo empresas comerciales.

Thomas Mann en Sanary-sur-Mer. 1933 Fotógrafo desconocido | Wikimedia

Milán, martes, 25 de enero de 2022 

La leyenda de José

Creo que fue ayer que me extendí contándole a Alessandro la historia de José, tal como la recuerdo de la lectura de la magnífica José y sus hermanos, la versión en cuatro tomos de Thomas Mann. Le impresionó a mi nieto el sueño de las vacas y su interpretación, algo que me sigue impresionando a mí. El libro de Mann lo tengo como una de las mejores lecturas de mi vida y a José como uno de los personajes más interesantes. Todavía con la historia fresca en la cabeza, doy, por el más puro azar, con una pieza desconocida de Richard Strauss, uno de mis compositores más venerados; lo prefiero a Mahler, por ejemplo, y me gusta casi todo Mahler. Se trata, precisamente, de La leyenda de José, un ballet del cual no termino de entender por qué no me había enterado de su existencia. Una vergüenza aún más embarazosa ya que el montaje original estuvo a cargo de los Ballets Russes, de Diaghilev, y la coreografía fue compartida por Nijinsky y Fukine. No es improbable que, de no ser por la curiosidad de Alessandro, seguiría ignorando esta hermosa partitura de mi querido Strauss.

Sonia y Alfredo en Stuttgart

Me produce especial alegría la invitación de Desiree Domec Sanoja, presidenta de la Fundación Sonia Sanoja-Alfredo Silva Estrada, para la reposición de una de las coreografías de Sonia Sanoja. Se trata de “Cuerdas, simple medida”, realizada a partir de las experiencias de la coreógrafa con Gego, la artista venezolana de quien fuera gran amiga. El espacio facilitado para el espectáculo es el Kunstmuseum de Stuttgart, a propósito de la inauguración de una muestra antológica de Gego, “The Architecture of An Artist”. En la invitación, la dirección de la sede de la Fundación Sanoja-Silva Estrada: Calle Monterrey, Las Mercedes, Caracas. Unas señas inolvidables para todos los que fuimos privilegiados con la deliciosa hospitalidad de Sonia y Alfredo. Como un pequeño recuerdo me honra reproducir este hermoso texto de Alfredo:

 

Va libre de mí mismo y de sí mismo

 

Y me ilumina y canta

 

juntos sobrevivimos

 

Sobre el tropel de la ciudad hundida en su inmundicia

 

Entre andrajos el tiempo es aire libre

 

Descubriendo la inocencia de un rostro

 

Y el instante

 

Cuarteado de estampidas

 

Es la huella continua

 

La pisada desnuda que se afirma junto a los sumideros

 

Los tajos del olvido

 

Las fracturas de la ausencia

 

En mi insomnio respira su escritura

 

Desde ruinas de sueños hacia

 

futuros horizontes olvidados

 

En la erguida constancia de la sangre

 

Sostenido feliz a flor de horario

 

Horas hechas de humus

 

De estrellas que se hunden en la rueda

 

Y vuelven con el eje el diamante y el ajo

 

Horno a plena intemperie su latencia de fuego

 

Vertiente y lactescencia de un ritmo constelado

 

Cuerpo

 

Transpiración de la página

 

El ser en su comienzo sin nombre son imagen

 

Y la meditación

 

Un halo apenas sobre las mieses

 

Las sienes en las cumbres

 

Las voces subterráneas

 

Camillo Sbarbaro. Fotógrafo desconocido | Flickr

Milán, miércoles, 26 de enero de 2022

Camillo Sbarbaro

De acuerdo con la autorizada opinión del poeta y crítico Roberto Galaverni, la lírica italiana tuvo dos grandes momentos a lo largo del siglo XX. El primero, se habría extendido de 1903 a 1916. El segundo, de 1956 a 1971.  El período que llegó a su fin en medio de las trincheras de la Gran Guerra produjo obras de D’Annunzio y Pascoli, entre los mayores, así como la producción de los futuristas, Palazzeschi (uno de los futuristas), Saba (Con i miei occhi), Campana (Canti Orfici), Ungaretti (Porto sepolto) y Sbarbaro, entre otros. Nombres todos familiares para mí. Menos uno, lo que habla de mi desconocimiento de la poesía escrita en Italia durante el siglo pasado. Me refiero a Camillo Sbarbaro, autor de una notable obra tanto en poesía como en prosa. Sin querer soslayar para nada su actividad como traductor de lenguas clásicas (Eurípides) y modernas (Flaubert, Balzac). Nacido en la bella Santa Margherita Ligure, pasó la mejor parte de su vida en su Liguria natal. El mismo paisaje de su contemporáneo y amigo Eugenio Montale. Recientemente, en su prestigiosa colección I Meridiani, Mondadori publicó una generosa selección (1582 pp) de su obra a cargo de Giampiero Costa. Lo poco que he leído de su poesía me parece  una ajustada expresión del malestar existencial que condicionó la producción de notables autores del novecientos, una suerte de crepúsculo de lo moderno. Lo que sigue es el intento de traducción de uno de sus poemas:

 

Calla alma mía. Estos son los tristes días

en los cuales sin voluntad se vive.

Días de desesperada espera.

Como, en mitad del invierno, el árbol

desnudo que se entristece en el patio

abandonado. No creo que  eche más hojas

y dudo de haberlo hecho alguna vez.

 

Caminando solo por la calle,

entre gente que me lastima y no

me ve, tengo la impresión de estar

de mí mismo ausente. Y me acurruco

a escuchar la multitud confundido,

y me volteo ante el crujido de las

faldas. Por la voz de un ciego cantautor,

por el repentino relámpago

en el cuello, gotean mis ojos tontas

lágrimas que encienden de mis ojos

la codicia. Porque toda mi vida está

en mis ojos. Todo lo que pasa

la conmueve, como débil viento

un agua muerta.

 

Soy como un espejo resignado

que refleja las cosas en la vía.

A mí mismo no me observo porque

no voy a encontrar nada.

 

Ha llegado la noche, me extiendo

en mi cama como en un ataúd.

 

Balada

A las 6:40 p.m. de esta noche de invierno, una vez más la Ballade No. 1 Op. 23, de Chopin, con su rara belleza desesperada. En medio del frío real y del exilio, ninguna pieza más apropiada para esta hora. Fue el maestro polaco una torturada víctima del exilio, donde la muerte lo iba a encontrar un buen día de 1832, en ese París del cual ya tendría algún recuerdo.

Michel Houellebecq. Fotografía del Ministerio de Cultura de la Nación | Flickr

Milán, jueves, 27 de enero de 2022

La burocracia de Houellebecq

En un artículo reciente para Il corriere della sera, Nuccio Ordine da respuesta a una interrogante que me planteaba en estos cuadernos, ¿cómo es posible que un organismo altamente especializado como el Instituto Pasteur, líder en las investigaciones sobre el SIDA, no produjo su propia vacuna contra el coronavirus? Ordine precisa la causa principal de este decepcionante desempeño. No otra, de acuerdo con el pensador calabrese, que una extendida y sofisticada burocracia que agota los presupuestos dedicados a labores de investigación. No se trata esta vez del típico funcionario detrás de un escritorio empeñado en hacer imposible la vida del que solicita su asistencia. Esta vez son intelectuales egresados de las “grandes écoles”, que reciben altos salarios y una serie de costosas prebendas. En su última novela, al menos en las casi doscientas páginas que llevo leídas, Michel Houellebecq escoge a dos de estos exquisitos burócratas como protagonistas de su ficción. Bruno, que es ministro de economía, y Paul, su asistente. Houellebecq conoce bien esta fauna, compartió con gente como ellos en las aulas de la Ecole Nationale Superieure. No es que una vida sexual plena, si es que existe, sea necesaria para dirigir la economía de un país, pero seguramente ayuda. La frustración sexual empaña los anteojos del que mira a través de ellos. Bruno confiesa que tiene más de seis meses sin que su esposa haga el amor con él porque, al parecer, prefiere hacerlo con otros. Extrañado del lecho conyugal, prefiere vivir en el amplio y lujoso apartamento destinado al uso exclusivo del ministro en el mismo edificio donde está su oficina. Pero lo de Paul, ya lo comenté, es todavía más dramático. Son diez los años en los que no comparte el lecho con Prudence, quien haciendo honor a su nombre, prefiere mantener alejado su cuerpo del de su esposo, tal vez no de otros. La vida conyugal se limita, hasta donde he leído, a compartir el lugar más frío de la casa: la nevera. La del novelista debe ser tomada como cruel descripción de una parte de la gigantesca e inútil burocracia de la Comunidad Europea. La misma que demostró ser de gran utilidad cuando no era necesaria. Llegado el momento, no tardaron en demostrar su ineficacia al tratar asuntos urgentes, como los refugiados, la pandemia o la dependencia energética de Rusia. No sé cómo serán las 500 páginas que siguen de Anéantir (no ha sido publicado en castellano aún), pero estas doscientas, sin ser dignas de una antología, sirven para conocer mejor la crisis existencial que atraviesa la una vez prometedora Comunidad Europea. En otro contexto, George Steiner, amigo y modelo de Nuccio Ordine, escribió un inquietante trabajo publicado en el New Yorker sobre la complicidad intelectual y la irresponsabilidad moral de las más prestigiosas universidades parisinas, de donde sale la burocracia que gobernará y ha gobernado el Hexágono durante siglos.


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