Diario literario

Diario literario 2020, noviembre (parte 1): Frost; Edna Saint Vincent; Fassbinder; Mussolini; pasando el tiempo (i & ii); Martin Amis y Larkin

06/11/2020

Robert Frost retratado por Walter Albertin

Milán, sábado 31 de octubre de 2020

Robert Frost

Termina el mes con lo que en inglés llaman “blue moon”, para decir la segunda luna llena en un mismo mes. Que desde anoche se insinuaba en toda su inquietante virginidad, enmarcada en el halo de oro que atribuimos a las lunas románticas. La de octubre es una de las más hermosas del año y algún compositor mexicano, creo, le dedicó una canción de mi infancia preferida de mi madre. Tiene la ventaja Milán, entre otras, de que sus edificios no son muy altos, y desde la terraza de este apartamento la panorámica vista del cielo propicia una visión memorable.

Primera salida después de la obligada cuarentena impuesta a los viajeros. Una magnífica sensación la de caminar al aire libre sin las amenazas del terrorismo delincuencial y oficial al cual nadie se acostumbra. En uno de los cafés de Lorenteggio, un libro usado de Robert Frost, en impecable condición, dispuesto, con muchos otros, para que se lo lleven los clientes sin pagar nada. Generalmente no son gran cosa estas ofertas, pero he sido favorecido por una media docena de títulos que agradezco, casi todas novelas de Banana Yoshimoto, aparte del inolvidable Bel Ami. Lo mejor del volumen de Frost, en las siempre confiables ediciones Dover, es que incluye, en el idioma original, sus dos primeras colecciones: A Boy’s Will (1913) y North of Boston (1914). Muchos de sus poemas más difundidos pertenecen a estos poemarios. Frost fue uno de los poetas de su país, con Vachel Lindsay, Edgar Lee Masters o Edward Arlington Robinson, que más me impresionó cuando el traductor Agustí Bartra me inició, a los diecinueve, en la lírica estadounidense con su lograda Antología de la poesía norteamericana. Una experiencia que, sin tener la menor sospecha, iba a condicionar mi escritura y mi profesión. Me interesaba, y sigue interesando, el tono narrativo de estos creadores. Un modo poético no precisamente el más frecuentado entre los poetas de habla hispana, y siempre asociado, por ignorancia crítica, a la novela o el cuento. Olvidando en sus distracciones “modernosas” que la narración es el fundamento de los ejercicios homéricos. Fue lo que olvidó el siglo veinte, que la poesía no era solo canto, sino también, y sobre todo, cuento. Uno de los poemas más frecuentados de la poesía norteamericana, una de las grandes poesías del novecientos, es “The Hired Man” (La muerte del jornalero), donde Frost, en impecables pentámetros yámbicos, canta y cuenta la dolorosa historia de un infeliz anciano que era contratado a destajo para trabajar en la siega de los campos. La en apariencia sencilla narración está llena de alusiones y alegorías. El protagonista es uno de estos pequeños propietarios de New England, que discute con la esposa sobre la conveniencia de contratarlo de nuevo o no. La caridad cristiana enfrentada al duro realismo de las precarias condiciones materiales. La ética protestante de Weber en una exposición donde el arte de la poesía termina triunfando sobre los antagonismos. Es la primera lectura memorable desde que llegué a esta ciudad, y celebro que haya sido en la ocasión de mi primera salida a la vida libre después de la cuarentena.

Edna St Vincent Millay retratada por Carl Van Vechten

Milán, lunes 2 de noviembre de 2020

Edna St. Vincent Millay en el JFK

Hay acontecimientos en la vida de los hombres que, por increíbles, no deben ser creídas. Fue lo que me ocurrió, a comienzos de los noventa, con un funcionario de inmigración del aeropuerto JFK de Nueva York. En ese entonces, durante los “dorados noventa”, viajaba a la ciudad neoyorkina varias veces al año para acompañar a mi hermano, Daniel Oliveros, en sus giras por las zonas vinícolas de Italia y Francia. En aquella oportunidad, me tocó en suerte un oficial de inmigración que parecía salido de una película de Arthur Penn, rubicundo, miope, mal encarado y seguramente admirador de Nixon. Después de revisar mi tarjeta de inmigración y hacerme un scanner con sus ojos de un azul que la mala intención había desteñido, me preguntó lo que ya sabía por la planilla: “¿Con que profesor universitario? ¿Y qué enseña? ¿Qué tipo de literatura? ¿Ah, literatura norteamericana? Entonces tiene que saber de quién es este poema”. Y, de la gaveta a mano derecha, sacó una hoja con un texto mecanografiado que comenzó a leer con una voz que había abandonado el chocante tono inquisitorial y entonaba las líneas con la gravedad de un buen actor, la más apropiada para la ocasión. Se sabía el poema de memoria, pero no abandonaba la lectura de aquellos versos, que seguramente había leído cientos de veces. La pronunciación impecable de los pentámetros rimados produjo una insólita atmósfera que nos aislaba del ambiente siempre tenso de los aeropuertos norteamericanos. Al terminar, alzó los ojos esperando mi respuesta. Sentí que nada deseaba él más en ese momento que un poco de solidaridad con su secreta sensibilidad y que yo supiera quién había escrito su poema. Le dije: “Claro, cuando escribió ese soneto ella vivía en un pequeño apartamento en el Village, y se dice que lo compuso después de que Edmund Wilson la dejara, pero eso no es seguro. No recuerdo cuántos años tenía Edna Saint-Vincent Millay en ese momento, pero era muy joven”. “Sí”, me respondió, “es de ella”, haciendo un enorme esfuerzo para sonreír, una expresión casi olvidada por los músculos faciales de aquel rostro que, por un par de minutos, se habían transformado gracias a la poesía de Edna y de algún amor no confesado. Desdoblado en su rol de odioso oficial de inmigración, selló mi pasaporte y, con un “Enjoy New York”, cerró el episodio. Lo que tiene de increíble mi historia es que, hasta ese momento, nunca había sido un buen lector de Vincent Millay, y que sólo aquel hermoso soneto recordaba de sus poesías, no más. Nunca he querido pensar en lo que hubiese ocurrido de no haber adivinado el nombre de la autora de aquel poema “aduanal”. Recuerdo esta aventura a propósito de la muy reciente publicación de una antología de Edna en italiano: Poesie, traducida por Silvio Raffo para Crocetti Editore. El autor de la reseña para Il corriere della sera recuerda que “En efecto, a partir del inicio de los años veinte, su éxito fue extraordinario (ya en 1923 le fue concedido, de un modo sorpresivo, el Premio Pulitzer) que se prolongó durante todo el decenio sucesivo. La vocación anticonformista, la emancipación femenina, la libertad sexual, la vida en Greenwich Village, la capacidad intelectual, pero sobre todo la calidad de su poesía, contribuyeron a hacer de ella un auténtico mito”. Lo menos que puedo hacer por mi oficial de inmigración, y por la divina Edna, es buscar el poema en el original y traducirlo al castellano. También registra el periódico milanés la aparición en italiano de Último discurso a la sociedad proustiana de Barcelona, del francés radicado en Barcelona Mathias Enard, todas cuyas novelas han sido puestas en castellano, entre ellas Brújula, premio Goncourt, que me recomienda un amigo y gran lector, aparte de novelista él mismo.

«Autumn Effect at Argenteuil» (1873), de Claude Monet

Milán, martes 3 de noviembre de 2020

El otoño de Europa

Los días de sol han sido desplazados por los grises de un invierno prematuro. Las sombras se alargan dramáticamente y el sol invicto se despide de esta parte del mundo acosada por una pandemia a las cinco de la tarde. La percepción del estado de sitio es conspicua y los controles son inevitables. Europa responde mal a este contraataque de la pandemia. La falta de imaginación es penosa, y las proposiciones no son distintas a las tomadas hace siete meses cuando comenzó el asedio. La diferencia es que después del esfuerzo casi épico que llevó hace unos meses al control del contagio, la psique colectiva está tan agotada como los fondos económicos previstos para este tipo de contingencias. La gente expresa de maneras cada vez más violentas su sentimiento de incredulidad, aburrimiento y rabia. Confiaron plenamente e hicieron todo lo que fuera exigido por sus líderes. La salida es la más arquetipal: la del chivo expiatorio que ayudará a exorcizar el mal que recorre la polis. El sacrificio ritual, en este contexto mítico, es inevitable. Una expresión de esa “última ratio” de la que habla Cassirer en su espléndido estudio sobre el mito del estado. La irracionalidad es el mejor aliado de los populismos de cualquier signo y en cualquier sitio, desde la culta Alemania de Weimar hasta el pequeño país petrolero suramericano cuyo nombre es sinónimo de una de las peores tragedias colectivas de nuestro tiempo. El otoño de 2020 parece el otoño, también, de una Europa construida sobre los pilotes de la arrogancia y el olvido de un hórrido pasado colonial. La vergonzosa incapacidad para enfrentar la pandemia es la misma que han mostrado en el tratamiento de los refugiados, del islamismo y la pobreza. Durante mil años el catolicismo propició la unidad europea. De seguir como siguen los líderes de la Comunidad será el islamismo quien proporcione esta vez el cemento, como lo ha prefigurado Houellebecq en su interesante narración. Mientras, en mi otoño particular han regresado las neblinas que agobiaron a Monica Vitti en su particular Eclipse.

Fassbinder im Traum

Con un Fassbinder rejuvenecido y más delgado, recorro una extraña playa en busca de locaciones para su nuevo film. Aunque todo está en colores, el mar aparece en un blanco y negro lleno de contrastes a lo Gabriel Figueroa. Negras manchas, que no son de petróleo, flotan sobre el agua que observamos desde unos escarpados riscos a donde hemos ascendido para hacer unas tomas. Insatisfechos con el resultado, regresamos a la playa, ahora en tecnicolor de donde sale una de las musas del maestro, Barbara Sukova, con el seno derecho descubierto mientras pasa delante de nosotros hacia los edificios. El realizador, caminando a mi lado por la arena, le pregunta a una ayudante por su director de fotografía, que ha debido ser, por la barba, Yoshi Heimrath, su fotógrafo en APB. “Está allá”, dice la chica, y volteamos a ver al fotógrafo mientras atendía el llamado de una mujer desnuda con tacos rojos que lo llamaba desde el balcón de un apartamento. A lo lejos, me pareció conocida, borrososos recuerdos de hace años. Divertido, el realizador me dice con picardía, “Me gustaría filmarlos mientras tienen sexo, pero él tiene la cámara. Ahora tenemos que esperar”.

Milán, miércoles 4 de noviembre de 2020

M 2

Sigo sin centro fijo donde trabajar. No dependo de condiciones especiales para hacerlo, igual lo hago en un parque público o un mercado en mi estudio en Valencia, Venezuela. No obstante, un sitio fijo y un horario regular son bienvenidos. Cuando me veo privado de estas condiciones mínimas me disperso y soy propenso a las neurosis. La nueva cuarentena social atenta contra estas aspiraciones. La solución sería trabajar por las noches, pero ya llevo demasiado tiempo como “early bird” para alterar la rutina. Llego al atardecer cansado de no trabajar. De la neurosis me salvan la dulzura de Constanza y la energía inagotable de Alejandro. El vino por las noches, además, conjura del insomnio los demonios.

Antonio Scurati es el destacado novelista y ensayista autor de uno de los libros más fascinantes que he leído en estos ocho meses separado de mi biblioteca. M figlio del secolo (existe una buena traducción al castellano) es un volumen de más de 800 páginas en los cuales el autor “noveliza” los cuatro años que precedieron a la toma del poder por parte de Mussolini (el de la M del título). Son memorables las páginas en las que reconstruye los acontecimientos del congreso del fascismo en Livorno en 1922, donde aquel hijo de campesinos se hace con la dirección del partido que lo llevará al poder absoluto. Tan reveladores, por lo menos, son los capítulos que dedica a las reacciones del líder con la inquietante Margarita Sarfati, la rica y culta veneciana que lo enseñará a “comer con cubiertos”, mientras se encargaba de desmontar la vanguardia futurista para convertirla en un dócil instrumento de la demagogia fascista. El caso más lamentable fue el de Mario Sironi, uno de los mejores talentos europeos de su generación, quien, después de asumir precozmente los riesgos del abstraccionismo, se sumó a los primeros exponentes del nefasto realismo socialista en su versión italiana. Más de quinientos mil ejemplares ha vendido el autor de su abultado volumen. Ahora, en Lettura, comenta la aparición del segundo tomo de esta saga donde el arte de novelar la realidad se manifiesta con todas sus inquietantes posibilidades:

Quiero precisar que M no nació de una exigencia de carácter ético y civil.
En su origen está mi instinto de novelista. Mientras estudiaba para el libro
sobre León Ginzburg vi un documental de Mussolini donde hablaba desde
el balcón (de Palazzo Venezia) y experimenté un sentimiento vertiginoso y me dije:
ésta es una novela que nadie ha contado. Cierto, dado el tema, me hice
preguntas no sólo de poética sino también de responsabilidad intelectual
y moral. Se trataba de un material que exigía mucha cautela. Es por esto
que escogí la vía de la “novela documental”: una adhesión total a la rea-
lidad, sin servirme de la libre invención. En M no hay diálogos inventados,
la introspección de los personajes es reconstruida a partir de las palabras
consignadas en sus escritos, cartas y discursos.

Si el segundo tomo de M, subtitulado L’uomo della provvidenza, es tan apasionante como el primero, no es de dudar que venda otro medio millón de ejemplares. Aparte del asunto, que es la interesante aventura del ascenso de Mussolini, la prosa de Scurati es un instrumento de una gracia y una precisión notables.

Milán, jueves 5 de noviembre de 2020

La canción de Solveig

A las 5:30 a.m., por Radio Classica Milano, la voz bendita de Marita Soolberg en la mejor versión que conozco de la “La canción de Solveig”, una de las arias más exquisitas de la ópera de finales del ochocientos. La escribió Grieg para su ópera Peer Gynt, estrenada en 1876. La pareja del protagonista, la bella y esforzada Solveig, es uno de los personajes de la ópera que más debería interesarnos por sus complejas filiaciones mitológicas. Una compleja creación del siempre complejo genio de Ibsen. Silveig canta y cuenta el abandono de su amado Peer con dulzura y administrado patetismo a pesar de la crueldad del fato que le ha tocado. Esta hora chiquita antes de la salida velada del sol invicto parece el mejor momento para escuchar este fragmento. Al fin y al cabo, aun en su abandono, Solveig confía en el regreso del acontecido héroe. Es una lástima que Grieg sea casi siempre conocido por su empalagoso Concierto para piano. “La canción de Solveig” es apenas una muestra de su genio como compositor de Canciones y otras obras vocales.

Pasando el tiempo

Poetas en N.Y. (1969)

I

Ése era su año borgiano,
se leyó todos los libros,
en la editorial Emecé,
hasta que se agotaron.
Fue aquel frío diciembre
de sus veintitantos,
su primera experiencia
con un viaje tan lejano,
para encontrar a Borges
en Nueva York y saludarlo.
En la Librería, en Manhattan,
la sorpresa más amarga:
“Estuvo con nosotros, claro,
fue la semana pasada,
la agencia que difundió
la noticia estaba errada”.
Borges se le había ido
tras una esquina rosada.
Park Avenue era una cueva,
oscura, fría y alargada,
que pasaba indiferente
frente a su alma desolada.
Fue un largo y triste camino
hasta su hotel en la Octava.

II

Al día siguiente
su mente
confusa
buscaba un centro
en la nada
de aquellas calles
heladas.
Lo mejor
es otra librería,
pensaba.
En el Village,
una sorpresa,
la esperaba:
“Pero mira
quién está aquí,
es Alejo”.
Era Juan
Sánchez Peláez,
el gran vate
venezolano
quien hablaba.
Su vida cambió
para siempre
esa mañana.
El Borges
del sur
y de la trama
ya no era
para él
sino un
fantasma.
El azar,
y la alborada,
lo compensaron
con otro poeta
que llegaría a ser
su maestro.
En Nueva York
decidió que no iba
a ser médico,
y dedicó su vida
al viejo arte
de hacer versos.

Martin Amis retratado por Larry D. Moore

Milán, viernes 6 de noviembre de 2020

Martin Amis

En Inside Story, su “autonovela”, como seguramente Martin Amis quisiera que llamaramos su autobiografía, el escritor inglés nos ha sorprendido a todos, incluso a sus lectores más fieles, entre los cuales no me cuento, con una inquietante sugerencia. Su padre, en realidad, no habría sido Kingsley Amis, destacado miembro de la generación de autores de la postguerra, sino de otro integrante de este grupo. No menos que Philip Larkin, el poeta británico más interesante de la segunda mitad del XX. Una posibilidad no improbable cuando tomamos en cuenta el distanciamiento de los padres de Martin durante los primeros años que siguieron a la Segunda Guerra (Martin nació en 1948), así como la estrecha amistad de Larkin con la pareja durante ese período. Lo único que le resta consistencia a esta sospecha es la fuente. Una amante de Martin que luego lo fuera de Kingsley, su padre, de quien habría escuchado la perturbadora historia. Con estas dudas, Martin hace de la inconsistencia de la figura paterna uno de los leit-motif de su dilatado libro. Una historia con no poco de interesante, un interés que se ahoga lamentablemente en el tsunami de páginas que dedica a contar el cuento. Si no es por razones vulgarmente económicas, no sería fácil entender la incompresible extensión de Inside Story, el cual con todas sus fallas está destinado a convertirse en un nuevo best-seller.


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