Diario literario

Diario literario 2020, enero (parte V): “Arte Povera“, Lear

01/02/2020

Milán, Lombardía, Italia. Fotografía de Patrick Nouhailler

Milán, miércoles 29 de enero de 2020

De regreso después de tres días fuera de la ciudad. Aparte de la hija y el nieto, si algo añoré fue la luz gélida y cristalina de esta llanura prealpina y la imagen de las montañas heladas en el horizonte. No es que se trate de un espectáculo tan reconfortante como la aurora de rosáceos dedos de Homero, pero todo eso que tienen de inquietante las afiladas alturas en su terrible belleza rilkiana es algo que, tal vez como paradoja, me estimula y acompaña. Especialmente cuando los amigos más cercanos se encuentran a varios miles de kilómetros. Ahora, vuelvo a mi conversación con los difuntos, mientras escucho con los ojos a los muertos.

Piero Manzoni. Fotgrafía de Ole Bjorndal Bagger

Arte Povera

Debe haber sido hacia mediados de 1979 mi primera experiencia seria con esta tendencia del arte contemporáneo. Fue en Nueva York, en la ocasión de un intercambio de visitas con Jorge Eduardo Eielson. Lo llevé al Metropolitano y él me llevó a una exquisita muestra en Soho con una serie de maestros italianos, de los cuales apenas conocía uno o dos que habían mostrado sus trabajos de manera individual en Caracas. Mucho más tarde, en 2001, tuve la fortuna de coincidir en Londres con la que probablemente ha sido la exposición más completa dedicada al movimiento hasta el presente. Arte povera no ha sido el movimiento más popular de la historia del arte moderno, siempre interesado en el contrapunto arte apolíneo-arte dionisíaco, tal como se ha expresado en nuestro tiempo. Tal vez haya colaborado con la relativa falta de popularidad el marcado conceptualismo y su insistencia en criticar un arte puramente retiniano, como el impresionismo o los diversos geometrismos. Así como la insistencia de los jóvenes maestros italianos en distanciarse o, más bien, romper con las tradiciones plásticas de Occidente. Algo que ya había intentado Duchamp en los años veinte con sus ready-made y, después de la Segunda Guerra, Joseph Bueys con todo lo que hizo. Y los más jóvenes, como los trágicamente efímeros Piero Manzoni con sus “latas” o Yves Klein con sus espacios vacíos. La diferencia  del “poverismo” con las otras vanguardias del siglo veinte, no importa lo radical, es que los vanguardistas convencionales seguían inscritos en la tradición representativa del arte occidental. Comenzando, tal vez, con Picasso y sus “Señoritas”, hasta los silencios de Bill Viola y Bob Wilson. Una larga producción de brillantes obras de arte que deberíamos entender como infinitas variaciones sobre el tema de los bisontes parietales. Lo cual no parece obvio cuando un artista poverista como Merz nos propone uno de sus innumerables igloos, que parecieran reproducirse en la oscuridad del taller o la galería, o sus manzanas verdes dispuestas sobre una mesa que se desplaza en forma concéntrica. Cuando el visionario crítico Germano Celant arriesgó el controversial término, “Arte povera”, apostaba a la posibilidad de  otra tradición, una apuesta en la cual fueron pocos los que lo acompañaron. Sesenta años después, ya nadie parece dudar de que con estos artistas se dio comienzo a una nueva tradición en al arte occidental.

Glauco Mauri como el Rey Lear. Fotografía de Filippo Manzini

Milán, jueves 30 de enero de 2020

La locura de Lear

Glauco Mauri es uno de los comediantes más respetados de Italia.  Una leyenda del teatro y del cine. Protagonista de la legendaria La cina è vicina, de Bellocchio y de una envidiable serie de personajes que le han hecho familiar entre los aficionados de todo el mundo: Karamazov, Orestiada, Buddenbrook, Lear y todos los otros roles que valen la pena en la historia del teatro occidental. Ha sido, también, director y productor. Es de ese tipo de actores, como Oliver, Barrault o Brandauer, que no sólo hablan y actúan, sino que reflexionan, piensan detenidamente en lo que van a representar y profundizan en las intenciones del autor y el alcance de sus palabras. No de otra manera eran los actores de Shakespeare, los mismos que, después de muerto el Bardo, se dedicaron, con una experticia digna de los mejores filólogos, de establecer el canon. Los de Brecht no eran distintos, ni sus contemporáneos, tal como los describe Mann en su Mefisto. Los de Camus eran iguales y todos los que en el mundo han sido grandes actores han sido, asimismo, grandes intelectuales. Recuerdo en Venezuela a Luis Salazar, solitario, cuya única compañía eran los libros y los autores que los escribían. De su reciente aparición en el montaje de Rey Lear, dirigido para el teatro Eliseo de Roma por Andrea Baracco, quien ya había dirigido a Mauri el año pasado en Fin de partida, Mauri dijo algunas cosas memorables sobre el gran personaje: “No hay roles pequeños en Lear. Todos son piezas claves para que se produzca el desenlace. Esto es, llegar al conocimiento a través de la locura. Sólo con el total desarreglo de los sentidos pudo el anciano rey llegar a la verdad del amor y la vida. Poco antes de morir, después de pasar por el infierno de la locura a Lear se le abren los ojos y lo ve todo con claridad”. Mauri sabe de lo que habla, a sus ochenta y nueve debe recordar cuando, en 1984, con treinta y seis años menos, la actuó y dirigió, y luego en 1999. Es probable que algún estudioso lo haya reconocido antes, aunque no lo recuerdo, pero cuando lo dice alguien que ha sido Lear es recomendable prestar atención. La lectura tradicional de Lear destaca su soberbia, su irresponsable egocentrismo, su desatino en la toma de decisiones. Y se señala la insistencia de Shakespeare en los alcances nefastos de la demencia del protagonista que llevó a la ruina familia y reino. Otros, con una novedad que hoy parece descaminada, hablaban de la prefiguración del teatro del absurdo en Lear. Insistían en los aspectos bufos de la obra para sostener su tesis y su afinidad con el bufo de Ionesco o Beckett. Shakespeare conoció bien los meandros de la locura. El manicomio londinense de Bethlem era uno de los sitios más conocidos de la capital británica. Un siglo después de su muerte, Hogarth hará de ese hospital el objeto de su mejor iconografía. La locura era algo despreciable, como ha reseñado Foucault. Tal vez el Bardo haya sido el único -ha sido el único en tantas cosas-, por lo demás, en encontrar en la locura las posibilidades de un proceso de gnosis. A Lear no lo mata la muerte de Cordelia, lo mata, como a Isolda, la revelación epifánica de la experiencia amorosa. A través de la locura, Lear se reconcilia consigo mismo y es capaz, finalmente, de amar. La entrevista con el gran Glauco Mauri me ha revelado una forma de entender Lear que, por inquietante, me resulta la más cercana a las razones de Shakespeare.


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