Desde una cancha de bolas criollas

04/04/2019

I

¿Por qué insistir tanto en afirmar que “el barrio es ciudad”? ¿Por qué remachar la idea de que no podemos seguir refiriéndonos al barrio como un asentamiento “informal” sino, por el contrario, hablar de este como un fragmento fundamental de la ciudad? Valga la precisión: un fragmento fundacional de la ciudad que hoy habitamos. Porque en el momento en que Caracas se sacudió la tranquilidad de la vida pueblerina de finales del siglo XIX e inicios del XX, para entrar luego en esa “modernidad” tan cacareada, coincidieron la disponibilidad de potentes ingresos, que permitieron la ampliación de su infraestructura, con la llegada progresiva de un gran contingente humano que se sintió convocado a la gran fiesta de la construcción de la urbe.

Los convidados construyeron Caracas en términos físicos, tangibles, pero también la constituyeron en términos simbólicos, porque una urbe es ante todo diversidad. Y el resultado fue extraordinario porque, además, coincidieron las olas migratorias interna y externa. Fue una gran oportunidad que terminó por juntar fragmentos sin mezclarlos. Nuestra modernidad fue una combinación de desarrollo de infraestructura y servicios, con exclusión social y segregación espacial. Se hicieron entonces importantes esfuerzos para dotar de vivienda en urbanismos diseñados para la clase obrera, y mucho después otro tanto en pensar la habilitación física de nuestros barrios, que por mezquindad política —vaya a saber si también por diseño—, ni siquiera se pudo concretar.

La construcción y el ordenamiento de esa ciudad moderna fue administrada dejando al margen a muchos de sus constructores. Los dejaron, literalmente, fuera del mapa. La relación que el Estado tuvo con el barrio fue primero de “guerra al rancho” hasta convertirse en una relación remedial, siempre desde la emergencia. Pasó de negarlo a comprenderlo como residuo inevitable. Construir la Caracas moderna tuvo esa otra cara de la misma moneda: la aparición y consolidación del barrio como territorio autónomo, al margen del Estado, valga decir: al margen de los derechos ciudadanos y de las políticas públicas. Desde entonces la política pública (así, en singular) hacia el barrio ha tenido, con matices, el mismo carácter: por un lado plan de emergencia, operativo, misiones, combinados con cíclicos y brutales operativos represivos.

Poco se ha trabajado en función del respeto, mucho menos de la mezcla espacial. Misión Vivienda es un notorio ejercicio de aparición del barrio —como retazo identitario— en medio de zonas y calles de tránsito metropolitano, que en general fue implantado remarcando diferencias. Las evidencias señalan que no llegó como estrategia para la mezcla (tarea por hacer), sino como doble jugada política: control social por la adjudicación de vivienda y ampliación del control territorial. A pesar de estas dos décadas de instrumentalización del barrio, remachando la separación, nuestra sociedad, nuestra cultura, tiene claves para que opere la mezcla. No para borrar tensiones, que hay muchas, sino para trabajarlas desde adentro y convertirlas en energía transformadora e integradora. Afortunadamente para el caraqueño mezclarse no es tarea imposible.

II

El pasado domingo 24 de marzo, realizamos el tercer encuentro del ciclo “Arte, Pedagogía y Ciudad”, en el marco del proyecto Integración en proceso Caracas, organizado por Enlace Arquitectura y con el apoyo de Ciudad Laboratorio. Si en el encuentro anterior, focalizado en artistas y creadores, se leyó el manifiesto La ciudad completa y se realizó un recorrido compacto entre el casco de Baruta y el barrio La Palomera, en esta ocasión se realizaron seis recorridos simultáneos. Por accesos diferentes se emprendieron seis rutas desde la plaza El Cristo hasta el sector Las Brisas, en la parte más alta del barrio.

A través de las escaleras de Barrialito, Salom, Negro Primero, Girardot, Copacabana y Santo Domingo nos adentramos en el barrio. Cada ruta tuvo el acompañamiento de un habitante de La Palomera, y en cada una de estas se hicieron lecturas –poesía, antropología, sociología, filosofía– que remarcaban espacios singulares del barrio. La intención era detenerse, observarlos, retratarlos, sensibilizarse. Desde la mirada panorámica que se abría desde algunos de ellos, hasta los detalles de ese tejido rizomático de callejones y escaleras. (Valga la digresión: un tejido que sugiere que el barrio todo es un gran edificio descentralizado, en sus formas y funciones, que lo de afuera de las viviendas, en cierta forma, es parte de un “adentro” más colectivo).

Un ejercicio de percepción del paisaje y los espacios desde el barrio. Los cambios de escala, el verde que se concentra y dispersa. La observación de dinámicas que definen sus espacios públicos, muchos de los cuales aparecieron como subproducto de la construcción de las viviendas, pero otros diseñados desde la lógica de la topografía y de la contingencia de habitarla. Una premisa acompañó la experiencia: ¿Hay espacios o dinámicas que tengan valor de “exportación” desde el barrio hacia el resto de la ciudad?

Destaco dos elementos del intercambio de ideas de ese encuentro. El primero, intangible: el valor de la apertura en La Palomera, una forma de ciudad no ensimismada en sus espacios privados, sino de “puertas abiertas” hacia la calle, dispuesto al roce, donde la frontera entre lo público y lo privado no es radical. El otro, tangible: la potencia, como lugar, de la cancha de bolas criollas de Las Brisas, espacio entre la calle y el borde de una ladera que sirve de mirador hacia otros sectores de Baruta, como Piedra Azul y La Limonera, donde finalizaron los seis recorridos.

III Bolas criollas en el bulevar

En los barrios suele haber canchas de bolas criollas. Forman parte de una tradición que trajeron sus habitantes desde pueblos y ciudades de origen. Espacio popular de encuentro y socialización, de recreación, de celebración. Entre los sectores Las Brisas y La Cruz hay tres, que aprovechan la escenografía del borde de la ladera. Pero la de Las Brisas tiene al menos tres encantos: ocupa un espacio privilegiado, remate de esa ladera, que sirve de mirador hacia fuera y hacia la propia cancha desde alturas diferentes; la presencia de un cují con forma de paraguas que le da sombra a un extremo de la cancha, debajo del cual hay un sencillo ranchito para resguardarse; y la brisa fresca que sopla permanentemente en ese rincón del barrio.

Las canchas de bolas criollas difícilmente se ven en urbanizaciones de Caracas, mucho menos en espacios centrales de la ciudad. Las que existen, siempre están detrás, en un patio trasero, en resquicios particulares. Parece que a los diseñadores les incomodan los espacios no pavimentados, a pesar de lo necesario que son para la percolación de las aguas de lluvia. Algunas canchas de bolas criollas suelen ser espacios para el juego entre hombres, pero en muchas otras –como la de Las Brisas– las mujeres juegan, no solo entre ellas, sino mezcladas con los hombres. Verbigracia, luego de una conversación abierta sobre la experiencia de los seis recorridos, el cierre de la actividad consistió en una clínica sobre este juego, que impartieron Martina e Iris, figuras emblemáticas de la comunidad. Y se realizaron varias partidas en el que hubo un interesante ejercicio de mezcla.

¿Puede ser este uno de esos espacios –y dinámicas– a “exportar” desde el barrio a otros sectores de la ciudad? La singularidad del lugar es irrepetible, y en buena medida su espíritu viene dado por sus atributos particulares. De hecho, las canchas de bolas criollas suelen ser territorios, noción contraria a la idea de espacio público. Pero pensar las bondades de este tipo de espacios en medio de la ciudad no es descabellado, tampoco una suerte de “ruralización” de lo urbano. De hecho, es común encontrar en ciudades españolas y europeas, en medio de paseos y bulevares peatonales, canchas de tierra para jugar “petancas” o “bochas”, antecesoras de nuestras bolas criollas.

He aquí, quizás, una oportunidad y un desafío. De una banda, la posibilidad de tener este tipo de espacios en urbanismos y centralidades de nuestra ciudad, y como contrapartida hacer que los que existen –como el de Las Brisas– sean referencias de hospitalidad para toda la ciudad. Aparte de las limitaciones de amplitud espacial en nuestras vías y bulevares, hay un desafío más interesante: ¿cómo evitar la territorialización de un espacio así en un bulevar, cómo garantizar en estos la diversidad? Cuestión de entender el diseño del espacio público como generación de procesos de integración, y no como repetición de fórmulas.


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