Memorabilia

Del enamorarse

Fotografía de Christian Gonzalez | Flickr

17/09/2019

[Publicado originalmente en 1877 en The Cornhill Magazine de Londres, presentamos este ensayo del escritor escocés Robert Louis Stevenson]

¡Señor, qué tontos son estos mortales!

En la vida existe sólo un suceso que realmente asombra a un hombre y lo sobrecoge a pesar de las opiniones que previamente prepara. Todo lo demás ocurre exactamente como esperaba. Un evento sucede a otro con agradable variedad, es cierto, pero con poco que sea sorprendente o intenso; juntos no forman más que una especie de fondo, de acompañamiento constante de las reflexiones del hombre; y cae naturalmente en un frío, curioso y sonriente hábito mental, y se forma dentro de una concepción de la vida que espera que el mañana siga la pauta del hoy y del ayer. Puede estar acostumbrado a las extravagancias de sus amigos y conocidos que se hallan bajo la influencia del amor. Hasta puede a veces preverlo para sí con incomprensible expectación. Pero es asunto en que ni la intuición ni el comportamiento de otros acercarán el filósofo a la verdad. Probablemente no existe sobre este asunto nada bien pensado o bien escrito que no sea fragmento de la experiencia personal. Recuerdo una anécdota de un conocido teórico francés que discutía vehementemente un punto en su cénacle. Le objetaron que nunca había sentido amor. Entonces se levantó, abandonó la compañía, y se propuso no volver hasta que estimara haber suplido el defecto.

–Ahora –observó, al volver–, ahora estoy capacitado para continuar la discusión.

Quizá no había penetrado muy profundamente en el asunto, después de todo; pero el relato indica una justa manera de pensar y puede servir de apólogo a los lectores de este ensayo.

Cuando al fin cae el velo que cubría sus ojos, no es sin una especie de congoja como el hombre se encuentra en tan cambiadas condiciones. Tiene que habérselas con emociones dominantes en vez de los fáciles disgustos y preferencias en que hasta ahora había pasado sus días; y reconoce en sí aptitudes para el dolor y el placer cuya existencia ni había sospechado todavía. Enamorarse es la única aventura ilógica, la sola cosa que nos sentimos tentados a creer sobrenatural, en nuestro trillado y sensato mundo. El efecto no guarda ninguna proporción con la causa. Dos personas, ninguna de ellas, quizá, muy afable o muy bella, se encuentran, conversan poco, y se miran un poco a los ojos. En la experiencia de ambos lo mismo figura más o menos una docena de veces, sin grandes consecuencias. Pero en esta ocasión todo es diferente. Caen seguidamente en ese estado en que otra persona se vuelve para nosotros el mismo quid y dentro de la creación divina, y con una sonrisa demuele todas nuestras trabajosas teorías; en que nuestras ideas tan enfrascadas están en la idea principal, que hasta los triviales cuidados de nuestra propia persona se convierten en actos de devoción, y el amor por la vida misma se traduce en deseo de permanecer en el mismo mundo que tan precioso y deseable prójimo habita. Y sus conocidos no cesan de mirar con estupor, y preguntarse entre sí, con énfasis casi ardiente, qué puede ver fulano en esa mujer, o zutana en ese hombre. Estoy seguro, caballeros, de que yo no puedo decíroslo. Por mi parte, no puedo saber lo que piensan las mujeres. Podría estar muy bien, si el Apolo de Belvedere, por ejemplo, ardiese de repente con calor de vida y saliese del pedestal con ese aire de dios que posee. Pero de los tontos sujetos que se apodan hombres, y que durante la cena charlan intolerablemente por encima de la mesa, yo nunca vi a uno que pareciera digno de inspirar amor; no, ni leí de alguno, salvo Leonardo da Vinci y quizá Goethe en su juventud. Sobre las mujeres mantengo una opinión algo diferente; pero por algo tengo la desgracia de ser hombre.

Hay muchos asuntos en que uno puede acechar al destino, y ordenarle pararse y rendirse. Arduo trabajo, elevado pensamiento, aventurera excitación, y muchísimo más que forma parte de la lista de platos espirituales de esta o de aquella persona, están al alcance de casi cualquiera capaz de arriesgarse un poco y ser paciente. Pero de ningún modo está en el camino de todos enamorarse. Ya sabéis el aprieto en que se vio Shakespeare cuando la reina Isabel le pidió que mostrase a Falstaff enamorado. Yo no creo que Henry Fielding se haya enamorado alguna vez. Scott, si no fuera por uno o dos pasajes del Rob Roy, me daría idéntica impresión. Esos son grandes nombres y (lo cual significa más para el caso) son índoles fuertes, sanas, muy sensitivas y generosas, de las cuales podría haberse esperado lo contrario. En cuanto al innúmero ejército de anémicas y rastreras personas que viven en la faz de este planeta con tanta propiedad, es palpablemente absurdo imaginarlas en alguna situación que se asemeje a un amorío. Un trapo mojado pasa sin peligro junto al fuego; y si un hombre es ciego, no es de esperar que lo conmueva mucho un escenario romántico. Aparte de todo esto, mucha gente digna de ser amada no acierta con su compañero en el mundo, o se encuentra bajo la influencia de alguna estrella adversa. Hay que vencer el delicado y crítico momento de la declaración. Por timidez o falta de oportunidad una buena mitad de posibles casos de amor nunca llegan tan lejos, y por lo menos otro cuarto paran y acaban allí. Una persona muy hábil, sin duda, se las arregla para preparar el camino y lanza su declaración en el momento oportuno. Y ahí tenemos un bello y puro tipo de hombre, que va de desaire en desaire; y si tiene que declararse cuarenta veces, continuará haciéndolo imperturbablemente, en medio de la asombrada consideración de hombres y ángeles, hasta obtener una respuesta favorable. Me atrevo a decir que si uno fuera mujer le gustaría casarse con un hombre capaz de hacerlo, pero no con uno que lo hubiera hecho. Es apenas un poquillo abyecto, y en cierto modo un poquillo indecoroso; y matrimonios en los cuales se ha machacado así a uno de los partícipes hasta lograr su consentimiento, no son temas de meditación agradables. El amor debería salir a recibir el amor con los brazos abiertos. Por cierto que la historia ideal es la de dos personas que entran en el amor paso a paso, con aturdida conciencia, como un par de niños que se aventuran juntos en un cuarto oscuro. Desde el primer momento en que se ven, doloridos de curiosidad, jornada tras jornada de creciente placer y turbación, ellos pueden leer la expresión de su propio problema en los ojos del otro. No hay declaración propiamente dicha; es tan evidente que se comparte el sentimiento, que cuando el hombre comprende lo que pasa en su corazón, está seguro de lo que pasa en el corazón de la mujer.

Este simple accidente de enamorarse es tan ventajoso como sorprendente. Él ataja la petrificante influencia de los años, confuta conclusiones inhumanas y cínicas, y despierta sensibilidades latentes. Hasta aquí al hombre le había parecido buena política descreer en la existencia de cualquier goce que estuviera fuera de su alcance; y así volvía la espalda a las brillantes y luminosas partes de la naturaleza, y se acostumbraba a mirar exclusivamente lo que era común y opaco. Aceptaba un ideal insulso, iba ignorante de muchas simpatías por falta de hábito; y si era joven e ingenioso, o bello, renunciaba voluntariamente a esas ventajas. Se unía al séquito de lo que, en la antigua mitología del amor, recibía el bonito nombre de nonchaloir; y en una extraña mezcla de sentimientos, un brinco de respeto a sí mismo, una preferencia por la libertad egoísta, y un gran arranque de ese temor con que la gente honesta contempla serios intereses, se guardaba del recto curso de la vida entre ciertas actividades selectas. Y ahora, de repente, como San Pablo, se cae del caballo de su infiel afectación. Su corazón, que todo el año había funcionado a intervalos precisos y regulares, da un brinco y empieza a palpitar violenta e irregularmente dentro de su pecho. Parece como si hasta ese momento nunca hubiera oído o sentido o visto; y a través del relato de su memoria, le parece haber vivido su vida pasada entre el sueño y la vela, o con la preocupada atención de un arrobamiento. Prácticamente lo incomoda la generosidad de sus sentimientos, sonríe demasiado cuando está solo, y se va formando el hábito de mirar casi turbado a la luna y las estrellas. Pero no entra en absoluto en el dominio de un ensayista en prosa el dar un cuadro de este hiperbólico estado de ánimo. En Adelaida, en Maud, de Tennyson, y en algunos de los poemas de Heine, se obtiene la expresión absoluta de este espíritu estival. Romeo y Julieta estaban muy enamorados: aunque me dicen que algunos críticos alemanes son de opinión diferente; probablemente la mismas que nos habría hecho pensar que Mercutio era un hombre triste. El pobre Antonio estaba enamorado, sin duda alguna. Ese maniquí Marius en Les Misérables, es también a su manera un caso genuino, y que merece observación. Muchos de los personajes de George Sand están cabalmente enamorados; y lo mismo podemos decir de muchos de los de George Meredith. En conjunto, se puede leer sobrado material sobre el tema. Si la raíz del asunto estuviera en él, y si tuviera las fibras indispensables para entrar en vibración, una joven podría a veces penetrar, con la llave del arte, en esa tierra de Beulah que está en la frontera del Cielo y a la vista de la Ciudad del Amor. Que se siente un rato para incubar deliciosas esperanzas y peligrosas ilusiones.

Una cosa que acompaña a la pasión en su primer sonrojo es en verdad difícil de explicar. Resulta (yo aún no lo comprendo del todo) que al poseer una sensación de placer extremadísima en todas las partes de la vida –en el acostarse a dormir, en la vigilia, en el movimiento, en el respirar, en continuar existiendo–, el amante empieza a considerar su dicha como beneficiosa para el resto del mundo y altamente meritoria en él. Nuestra especie nunca ha sido capaz de suponer tranquilamente que el ruido de sus guerras, dirigidas por unos pocos jóvenes caballeros en un rincón de una insignificante estrella, no repercuta con formidable efecto en las cortes del Cielo. De manera muy similar, cuando la gente descubre una gran barahúnda en sus pechos, se imagina que ello debe tener cierta influencia en sus vecinos. La compañía de dos amantes es tan encantadora para uno y otro, que parece como si ella debiera ser también la mayor felicidad para todos los demás. Hasta casi tienden a imaginarse que es por ellos y por su amor por lo que el cielo es azul y brilla el sol. Y a la verdad que el tiempo suele ser hermoso cuando la gente se hace el amor… En realidad, aunque el hombre feliz se siente muy bondadoso para con otros de su propio sexo, es fácil que su porte exhiba demasiada magnificencia. Si la gente se volviese presumida y que diese importancia a cosas como un ducado o la Santa Sede, apenas soportaría el más vertiginoso encumbramiento en vida sin una pizca de pavoneo; y el más vertiginoso encumbramiento es amar y ser amado. En consecuencia, los amantes aceptados son un poquillo condescendientes en su trato con otros hombres. Un sentido presuntuoso de la pasión e importancia de la vida difícilmente conduce a sencillez de modales. En cuanto a las mujeres, ellas sienten muy noblemente, muy puramente y muy generosamente, como si fueran otras tantas Juanas de Arco; pero ello no trasciende a su conducta; y ellas los tratan con aires marcados con una pizca de fatuidad. No estoy muy seguro de que a las mujeres no les agraden cosas de esta suerte; pero en realidad, después de haber quedado estupefacto con Daniel Deronda, he renunciado a tratar de entender qué les gusta.

Si esta sublime y ridícula superstición hiciera sólo que el placer de la pareja sea por alguna razón bendito para otros, y que todos se volviesen más dichosos con la dicha de ellos, serviría por lo menos para conservar generoso y animado al amor. Ni es superstición del todo carente de base, al fin y al cabo. Otros amantes son enormemente interesados. Hacen el más exacto balance entre compasión y consentimiento, cuando ven que las gentes imitan la grandeza de sus propios sentimientos. Es cosa sobrentendida en el drama, que mientras la gente joven galantea en el balcón, un tosco coqueteo primario y luego un amor leve y trivial se va desarrollando entre el lacayo y la graciosa canora. Como por lo general la gente se imagina tener los papeles principales, el lector puede aplicar el paralelo a la vida real sin mucho riesgo de andar errado. En resumen, están completamente seguros de que este otro asunto amoroso no está arraigado tan profundamente como el propio, pero les gusta, por ternura, verlo medrar. Y el amor, considerado como espectáculo, debe presentar atractivos para muchos que no son de la cofradía. La solterona sentimental es un lugar común de los novelistas; y tiene que ser un pobre ser humano, seguramente, quien pueda juzgar su indulgencia y simpatía a esta bonita locura. Porque la naturaleza se recomienda a la gente con el arte más insinuante, el más afanoso se detiene una y otra vez ante una gran puesta de sol; y se puede ser todo lo pacífico e impasible que se quiera, pero no se puede evitar cierta emoción al leer relatos de combates muy reñidos, o al encontrarse en el campo con una pareja de amantes.

En verdad, sea lo que fuere con respecto al mundo entero esta idea del placer benéfico es exacta entre los amantes. Hacer bien y comunicarse es la sublime intención del amante. La felicidad del otro es su más intensa satisfacción. No es posible desentrañar las diferentes emociones, el orgullo, la humildad, la piedad y la pasión que excitan una mirada de amor dichoso o una caricia inesperada. Hermosearse, arreglarse el pelo, sobresalir en la conversación, hacer una y todas las cosas que ensalzan el carácter y sus atributos y los hacen imponentes a los ojos de otros, no es solamente magnificarse, sino también ofrecer al mismo tiempo el homenaje más delicado. Y esta última intención lleva en los amantes; porque la esencia del amor es la bondad, y por cierto que su mejor definición es la bondad apasionada; bondad, por así decir, enloquecida y hecha importuna y violenta. La vanidad en un sentido meramente personal cesa de existir. El amor siente un peligroso placer en exhibir privadamente sus puntos débiles y en que, uno tras otro, se los acepten y condonen. Desea estar seguro de que no lo aman por esta o aquella buena cualidad, sino por sí o algo tan parecido a él como se lo permita su ingenio. Porque, aunque puede haber sido cosa muy difícil pintar las bodas de Caná, o escribir el cuarto acto de Antonio y Cleopatra, existe una obra de arte más difícil ante cada persona de este mundo que quiera empezar a explicar su carácter a otros. Palabras y actos se tuercen con facilidad de su verdadero significado; y éstos son todos los elementos del lenguaje que poseemos para empezar y proseguir. Por regla general hacemos de ello una tarea lastimosa. Para mejor o para peor, la gente nos interpreta erróneamente y no valoriza como es debido nuestras emociones. Y de ordinario nos quedamos bastante contentos con nuestros fracasos; no nos importa que no comprendan a derechas algunas chispeantes coquetas; pero una vez que el hombre se halla poseído por este sentimiento amoroso, hace cuestión de honor el aclarar tales dudas. No puede engañar a la mejor del bello sexo en punto de tal importancia; y su orgullo se rebela a que lo amen sin saber toda la verdad.

Descubre que le disgustaría mucho volver a períodos anteriores de su vida. En todo lo que no ha sido compartido con ella, derechos y deberes, pasadas fortunas y tendencias, sólo puede pensar con un esfuerzo difícil y contradictorio de la voluntad. El haber pasado algunos años ignorante de lo único que era realmente importante, abrigando la idea de otras mujeres con la menor muestra de complacencia, es carga demasiado pesada para su pundonor. Pero es la idea de otro pasado lo que se inflama en su espíritu como una herida envenenada. Que él mismo tratará de vivir en los desnudos y miserables días anteriores a cierto encuentro, es bastante deplorable para toda buena conciencia. Pero que ella se haya permitido la misma libertad, parece incompatible con la realidad de una providencia divina.

Muchísima gente vilipendia los celos, tanto por ser sentimiento artificial, como por prácticamente inconveniente. Ello no es justo; porque el sentimiento a quien meramente sirve, como malhumorado cortesano, es en sí artificial exactamente en el mismo sentido y hasta el mismo grado. Supongo que con esa objeción se quiere expresar que los celos no han sido siempre un rasgo del hombre; no entraba en sus muy modestos avíos de sentimientos con los cuales se supone que empezó el mundo, sino que esperó para aparecer en tiempos mejores y entre naturalezas más ricas. Y ello es igualmente cierto del amor, y de la amistad, y del amor a la patria, y del deleite en lo que llaman las bellezas de la naturaleza, y de la mayoría de las otras cosas que vale la pena tener. El amor, en particular, no es capaz de soportar un escrutinio histórico; para todos los que se han encontrado con él, es uno de los hechos más incontestables del mundo; pero si uno empieza a preguntar qué era en otros períodos y países, en Grecia por ejemplo, empiezan a surgir las dudas más extrañas, y todo parece tan vago y cambiante que en comparación un sueño resulta más lógico. Los celos, sea como fuere, son una de las consecuencias del amor; se puede gustar o no de ellos, a voluntad; pero existen.

No es exactamente celos, sin embargo, lo que sentimos al pensar en el pasado de los seres que amamos. Un paquete de cartas hallado tras años de feliz unión no crea en el presente ninguna sensación de inseguridad; y sin embargo, hiere agudamente a un hombre. Los dos no abrigan ninguna duda vulgar del otro; pero esta preexistencia de ambos se presenta en el pensamiento de ellos como algo indecoroso. Para estar enteramente bien, tendrían que haber nacido mellizos, y al mismo tiempo que el sentimiento que los une. Entonces sí que sería sencillo y perfecto y sin reserva o idea tardía. Entonces se entenderían mutuamente con una plenitud imposible de otra manera. Entre ellos no existiría la valla de las asociaciones que no pueden compartirse. No se los conduciría a ninguna de esas comparaciones que hacen subir la sangre a la cabeza. Y ellos sabrían que no se había perdido el tiempo, y que habían estado juntos todo lo posible. Porque además del horror por la separación que alguna vez vendrá necesariamente, los hombres sienten ira, y algo como remordimiento, cuando piensan en esa otra separación que duró hasta que se encontraron. Alguien ha escrito que el amor hace creer a la gente en la inmortalidad; porque parece no haber lugar suficiente en la vida para ternura tan grande, y es inconcebible que la más imperiosa de nuestras emociones no pueda disponer de algo más que los ratos sobrantes de unos pocos años. Por cierto que parece extraño; pero si recordamos analogías, no podemos considerarlo imposible.

«El arquerito ciego», que nos sonríe desde el final de terrazas de viejos huertos holandeses, lanza riendo sus saetillas entre una efímera generación. Si no fuera por la rapidez con que tira, la caza se disolvería y desaparecería en la eternidad bajo sus flechas; éste desaparece entes de que el dardo lo toque; aquél apenas tiene tiempo para hacer un gesto y lanzar un grito apasionado; y todas son cosas de un momento. Cuando la generación ha desaparecido, cuando el drama ha terminado, cuando el panorama de treinta años ha sido retirado en harapos del escenario del mundo, podemos preguntar qué se ha hecho de esos grandes, graves e imperecederos amores, y de los amantes que despreciaban con primorosa credulidad las circunstancias mortales; y no pueden mostrarnos más que unos versos anticuados, algunos eventos dignos de recordar, y unos niños que han guardado cierta estampa feliz de la inclinación de sus padres.


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