Perspectivas

De la negritud que canta: Canelita Medina

07/07/2023

El pasado 4 de julio falleció Canelita Medina, una de las más destacadas cantantes venezolanas de música popular. Como homenaje a su memoria y a la importancia de sus inolvidables desempeños publicamos la siguiente pieza cedida gentilmente por su autor, refundida de su libro Trío Caribe. Piano, trompeta y voz

La austeridad de Canelita comienza al presentarse. Un nombre y un apellido: Rogelia Medina, nada más. Es una mujer menuda de setenta y ocho años, recia y serena a la vez, dueña de una compostura que solo interrumpen sus zapatos amarillos, elegidos ese día no precisamente para cumplir con la rutina de bajar al abasto o caminar por las aceras de El Paraíso donde reside, sino para que nadie olvide quien lleva el nombre de la rumba en este país.

Su nombre de pila se comenzó a oír desde marzo de 1939 en Los Caracas, un caserío frente al mar Caribe atravesado por una carretera de tierra que unía al pasado con el futuro. Hacia atrás, donde la vía se convertía en camino de recuas, quedaban Osma y La Sabana con las vidas rendidas de sus abuelos. Hacia adelante la esperaba Macuto, adonde llegó a los dos años de edad, no a temperar como acostumbrara en esa época la gente que bajaba de la ciudad, sino a vivir junto a sus padres y a sus siete hermanos, en el barrio El Playón de las Quince Letras.

Su nombre artístico gira a 33 revoluciones por minuto desde finales de los años 50, por la inspiración de Salvador Suniaga Marcano y el liderazgo de Jhonny Pérez en la Sonora Caracas. Ya era una referencia en el ambiente de la “música pimientosa” cuando en 1962 le canta al Marañón:

Bésame la boca negro

para que sepas que es sabor,

guarachando con el título del Long Play de Pedro J. Belisario. Y cuando Víctor o El Marañón ‒que para entonces todo el mundo prefería llamar el Negro Piñero y venía de compartir con Pacho Galán el título de “El Rey del Merecumbé”‒ se dispone a darle un pico, ella sonríe distante y alegre como una estrella negra con labios rojos.

En El Playón, Rogelia vivió en una casa construida por su padre Reyes Luciano Romero, carpintero fino y albañil ocasional, con una marcada afición por la bohemia que ejercía como serenatero desde los viernes al atardecer cuando comenzaba a contemplar el horizonte azul y a silbar sus nostalgias, para luego ponerle voz y acompañar con su guitarra algún aire popular como aquel de Balbino García:

Así cual las brumas del mar

hay pechos donde nace amor

hay seres que nacen y crecen

y pronto perecen

muriendo de amor.

Hasta que el destino, como un bolero inspirado en la fatalidad, los hizo llorar a mares: Reyes Luciano, el padre, a sus cuarenta años de edad no pudo superar una trombosis. El golpe acabó con su infancia. Hubo que cambiarlo todo y despedirse de la escuela Francisco Fajardo, de los vecinos y de Jacinto, el hermano mayor, quien decidió devolverse a Los Caracas y ancló definitivamente en Anare.

Canelita solo había trabajado con la Sonora Caracas, fundada por el bongocero Carlos Emilio Landaeta, el popular “Pan con queso”, siguiendo el modelo de la gran Sonora que de Matanzas pasó a La Habana y luego, bajo la dirección de Rogelio Martínez, se impuso en todo el Caribe. Ella siempre guardó fidelidad a las orquestas y lealtad a los amigos, se atrevió con el permiso de Jhonny Pérez; pero no cruzó el umbral que la convirtiera en la figura femenina de una agrupación que cambiaba de nombre y líder según la ocasión entre Pedro José Belisario y Los Caribes de Piñero, pese a que la Sonora ya hacía aguas, aun siendo la atracción central del Pasapoga, un Night Club muy concurrido en la planta baja del edificio Karam, de Ibarras a Pelota en la avenida Urdaneta, a cuadra y media de Punceres y Plaza España donde había un busto de Cervantes y se tomaban los Autobuses del Sur, unos carros azules de trompas largas que bajaban roncando por la avenida Fuerzas Armadas, pasaban por Roca Tarpeya, donde se veía El Helicoide en construcción, y seguían por la Nueva Granada hasta el fin del mundo representado por el hipódromo que aún no se había estrenado en La Rinconada.

En el Pasapoga se trasnochaba alternando con Jesús Marcano, “El moreno romántico”, o haciendo el coro acompañada a ratos por los trompetistas Daniel León, “La Gata Tobita” y Paquito “El Cubano”; por el pianista Alfredo Sojo, “La Perrita”; por “Pescaíto”, el bongocero; o Ricardo, el de las congas. Era una jornada muy dura para una muchacha que antes de entrar en la farándula quiso dedicarse a la enfermería; pero ya «Soy Canela», el número de Suniaga, había comenzado a conquistar el mercado del disco y debía complacer a los bailadores que no conformes con seguirla cada noche también asistían al vermú danzante de los sábados. Además tenía un motivo muy especial que aliviaba el cansancio detrás del micrófono: sus amores con Alfredo Sojo.

Los almendrones de Macuto desaparecieron cuando su nuevo entorno se pobló de tablas, ladrillos y láminas de zinc. La Junta Militar de Gobierno, presidida por Carlos Delgado Chalbaud, intentaba en vano ordenar una capital desbordada por la inmigración. La Ladera era un sector de La Vega que comenzaba a expandirse cerro arriba entre eucaliptos, arbustos de tártago y cuchillas de gamelote. Allí Rogelia, de diez años de edad, escuchó por primera vez a Celia Cruz, lejos de imaginarse que algún día alternaría con ella. Celia gozaba de cierta popularidad en el país: el año anterior, 1948, en su primera visita acompañada por Las Mulatas de Fuego, había grabado para el sello Turpial, en formato de 78 rpm, «La mazucamba» con la Leonard Melody, la banda de Leonardo Pedroza; sin embargo fue la CMQ de La Habana quien se la presentó en un radiecito de baterías que ahora en Caracas solía escuchar por las noches junto a su mamá.

En eso andaba cuando se entera del magnicidio que puso al país a temblar; pero el asesinato del presidente no le dolió tanto como el rechazo de la Escuela de Enfermeras de la Cruz Roja, donde no pudo inscribirse por su corta edad. Entonces decidió ayudar a su mamá, quien lavaba y planchaba ropa a domicilio, y antes de comenzar la adolescencia se empleó como ayudante en una fábrica de cierres en la parroquia San José.

Fue entonces cuando Rogelia se atrevió a cantar por primera vez ante una audiencia desconocida. Era una muchacha flaca y tímida de diecisiete años y andaba maravillada por la gran novedad que había llegado al país representada por una caja de madera con patas y una pantalla de vidrio, a quien le resultaba imposible prever la posibilidad de estar ahí dentro antes de cumplir los veinte, en la Vespertina musical de Televisa que se transmitía desde Colina de Los Caobos. Su experiencia se reducía a amenizar los bautizos de muñecas que inventaba con sus vecinas para aliviar el tedio de los domingos. Gracias a la insistencia de su público habitual ‒compuesto por seis hermanos, su mamá y algunos vecinos‒ el cual se ofreció a acompañarla, de ser preciso, hasta la esquina de Bárcenas donde quedaba la emisora de radio, decidió inscribirse en el concurso Buscando estrellas que animaba Henry Altuve en Ondas Populares.

La primera vez fue un desastre. No pudo controlar los nervios: el programa de aficionados se transmitía en vivo con orquesta y público en el estudio. No era lo mismo repetir las canciones directas del tocadiscos o cantar acompañada por el tres de Jacinto, quien a veces subía a Caracas a visitar a la familia, que sentir en la espalda una banda de músicos profesionales que quería tragársela y enfrentarse al remolino de caras extrañas que giraba entre las luces. Se quedó muda. Y cuando apenas pudo cantar, el abucheo fue general.

Jhonny Pérez la revivió con sus consejos: el negro sabía que a ese diamante solo le faltaba brillo. Le recomendó que ensayara «Saoco» y le enseñó algunos trucos para que proyectara la voz y ganara escena. Durante esa semana el estribillo acompañó a Rogelia a todas partes, día y noche. De día ensayaba y de noche soñaba que ensayaba:

Saoco en la tumbadora

Afarolí en el omelé

Saoco en la tumbadora

Afarolí en el omelé

A los ocho días volvió a Ondas Populares acompañada por su familia y medio barrio. Cantó y ganó. Esa fue su primera ovación. El animador, que ya anunciaba el carisma que luego desarrollaría en Radio Caracas Televisión con La feria de la alegría, lo certificó en vivo. Antes de concluir el programa, Jhonny se apartó del grupo que apostaba por el campeón pluma Sonny León para la pelea de esa noche y la llamó aparte, le invitó un Phillips Morris ‒que ella fumó sin ocultar el temblor de los dedos‒ y le extendió un contrato para cantar con La Sonora Caracas.

En los primeros ensayos se dieron cita la ansiedad de las teclas y la inquietud de la voz. Y saturados por la más divina llama, como cantara Carmen Delia Dipiní, Alfredo y Rogelia comenzaron una historia de besos de fuego que ninguna de las cláusulas del contrato pudo advertir ni mucho menos contener. Casi al mismo tiempo en que la niña se convierte en mujer, Rogelia se convierte en Canelita. Su destino se pronuncia ante el micrófono y su felicidad viaja junto a Alfredo, la orquesta y su hermano Jesús Manuel ‒el chaperón designado para acompañarla en la primera gira‒ apretujada en una camioneta Ford modelo 52 que tardaría dieciocho horas en llegar a Güiria.

En el largo y tortuoso camino el personal tuvo suficiente tiempo para repasar los arreglos. Ella volvía una y otra vez sobre el repertorio que pertenecía, íntegro, a la Sonora Matancera y repetía de memoria los soneos de «Burundanga», «Juancito Trucupey», «En el bajío» o «Yerberito moderno». Y ese «rumor de un pregonar» con el que abrió su primera actuación aquella noche, a finales de 1957, la mantuvo por diecinueve años a la sombra de Celia Cruz, hasta su renacimiento, ocurrido un día de 1976, gracias a Federico y su Combo Latino.

Esa noche la brisa que solía llegar desde el Atlántico se negaba a refrescar al pueblo. La Península de Paria permaneció inmóvil hasta que el director y bajista, Alirio Ramos, marcó la entrada de la Sonora Caracas. Canelita bebió un trago de Real Carúpano para calmar los nervios. De inmediato todo se animó, volvió la brisa y los bailadores salieron a la pista. Entonces Jesús Manuel, tratando de controlar la emoción y el orgullo al ver a su hermana adueñarse de la fiesta, despachó tres Highland Queen con soda sin saber que serían cargados a la cuenta de la cantante quien, después de tres bailes, solo cobró 75 de los 150 bolívares que le habían ofrecido.

La mala nueva no mermó el éxtasis en que se hallaba Canelita. En pocas horas había probado la miel del éxito, ya encontraría algo en el camino de regreso para contagiarle la alegría a su mamá y al resto de sus hermanos. Quizá apenado por el descuento, Jesús Manuel bajó la guardia. La pareja, apretujada entre la dicha colectiva de la camioneta, pudo intercambiar sus anhelos. El pianista, entonces, le susurró al oído un numerito que hablaba de matrimonio. Ella abrió los ojos y vio la bahía de Río Caribe alejarse como un recuerdo. Volvió a cerrarlos y solo le pidió a Dios que la señora Trina, la madre de Alfredo, se lo permitiera.

Alfredo Sojo ‒“La Perrita”, como se le conocía en el ambiente musical‒ era el primogénito de la doña. El segundo era Aníbal. Los tres vivían en una modesta casa en El Guarataro, el viejo barrio de la parroquia San Juan. Aníbal era baterista, pero estaba desempleado porque su jefe, el dominicano Luis María Frómeta, había sido detenido por bígamo.

Eran unos días intensos: mientras él percutía la entrada de «Los cadetes», uno de los éxitos más recientes de la Billo´s Caracas Boys, otros cadetes se preparaban para servirle a la nación la revuelta que en breve sacaría al general Marcos Pérez Jiménez del poder. La mayoría de los músicos se limitaba a cumplir con su trabajo. Si alguno militaba en el Partido Comunista o colaboraba con Acción Democrática en la clandestinidad, nadie lo sabía. En casa de Alfredo y Aníbal la gorra la llevaba doña Trina, quien no permitía desorden alguno. Todos la respetaban. Por ahí podía pasar Pan con queso, Eduvigis Carrillo, Oscar Morenza; es decir, la dotación completa de la Billos; pero ella no permitía que siguieran el ejemplo de su jefe en desgracia ni que hablaran de política ni, mucho menos, que se excedieran con los tragos. Todos derechitos como los cadetes de la canción, desfilaban ante su autoridad, bien para pasar el rato con su beneplácito, o bien para solicitar el permiso respectivo si se necesitaba la presencia de alguno de sus hijos en un ventetú, o para formalizar un contrato si eran las destrezas con las teclas o las baquetas lo que las orquestas precisaban.

De allí que Alfredo se sublevara lejos de casa, donde el espíritu de la mala bebida comenzó a dominarlo. Así fue como pronto salió de la Sonora. En su lugar, Alirio y Jhonny metieron a Carlos José Maitín. Doña Trina accedió no sin reservas y cuando las cosas mejoraron, un día de 1959, la pareja se casó en una ceremonia íntima y sencilla. Rogelia se mudó a casa de Alfredo y en febrero del año siguiente nació su única hija, quien saldría cantante como su madre y su abuelo y llevaría el nombre de su abuela paterna.

El matrimonio duró menos que el noviazgo y Rogelia se fue a Los Cocuyos, en la calle Razetti de Los Rosales, donde ahora habitaba la fiel audiencia que durante muchas noches la oyó cantar sotto voce aquella pieza de Bienvenido Julián Gutiérrez que mucho tiempo después, en 1979, ella grabaría en Sones y guajiras:

Si para vivir contigo he de llorar,

he de llorar, no lloraré.

Callada, serena, mis penas ahogaré

en vino, en besos, que harán revivir

la vida del hombre, que siempre fue feliz

que por sus caprichos, trocaste infeliz.

La tristeza se disipaba con cada sonrisa de Trina y fue precisamente a los dos años, cuando la niña articulaba algunas palabras, que terminó de despedirla al grabar con Pedro Jota y el negro Piñero el disco de marras, donde colocó su sello personal con la inspiración:

A mí me llaman la negra

la rumbera del solar

Y así siguió, entre los sobresaltos de la lucha armada y las asonadas militares, poniéndole sabor al país de Betancourt que ardía en guerra de guerrillas. Pronto asistiría a la disolución de la Sonora, poco después de la llegada de su último pianista: Enrique Iriarte, un muchacho largo y delgado, a quien Jhonny de inmediato bautizó como “Culebra”, que venía de tocar en un prostíbulo de Catia La Mar. Esa vez también debió salir cabizbaja del edificio Karam, subir hasta la esquina de las Ibarras y, antes de llegar a Veroes, detenerse ante las amplias vitrinas del Almacén Americano para, finalmente, entrar y dejar allí parte de su liquidación y su congoja.

La vida debía continuar y, de hecho, continuó con la invitación de Luis González para cantar con Los Megatones de Lucho, donde coincidió por breve lapso con Pan con queso; pero aquella tarde, después de salir de la tienda, caminó a lo largo de la avenida Urdaneta con ánimo de perderse entre la gente e intentar verse desde afuera, como si fuese otra persona. Y allí iba, muda y desorientada, como cuando se presentó por primera vez en Radio Continente, en un programa transmitido en vivo, con la banda de la emisora y público en el estudio y hubo que meter los comerciales de emergencia e improvisarle una excusa a la joven cantante que a última hora fue traicionada por los nervios.

Vio su sonrisa multiplicada en los vidrios de los carros y dejó correr la nostalgia a lo largo de las cuadras: con la banda de Jhonny se iba lo mejor de sus veintiséis años y también lo peor como era esa indescriptible sensación que la invadía y la paralizaba en situaciones difíciles. Así fue cuando conoció a Celia Cruz en el teatro Libertador de La Guaira: la impresión que le causó la figura de aquella diva inaccesible se convirtió en terror y fue a esconderse detrás de una columna del escenario y apenas si le salió un chorrito de voz con el que interpretó «Canelita», la única pieza que no pertenecía al repertorio de la Reina Rumba.

Entonces la vida era un carnaval y el Rey Momo era Alejandro González, el dueño de Atracciones Mundiales, la empresa que traía todas las orquestas de afuera para el Círculo Militar o El Nuevo Circo, para Plaza Venezuela o para los salones de El Paraíso como el Jardín Covadonga del Centro Asturiano, el Centro Gallego o el Club Las Fuentes. Entre este último y el Teatro Libertador, Rogelia fue acostumbrándose a la distancia que marcaba Celia fuera del escenario, al silencio que la rodeaba entre bastidores y, a la vez, fue controlando su propia timidez, con lo cual, a lo largo de cinco carnestolendas en las que alternaron las dos soneras con las dos sonoras, pudo acercársele un poco, hasta que un día tuvo la dicha de recibir un obsequio de sus manos: tres partituras perfectas, inolvidables.

Quizá fue idea del Rey Momo o de Al Ramos, su asistente, presentarla en el cartel del teatro como “La sucesora de Celia Cruz”. Aún aquella tarde de la caminata sentía el fuego en la cara y le parecía escuchar entre los transeúntes los comentarios por la fama que se regó como pólvora por todas las salas y tarimas, desde El Malecón y el Club Tiuna de Maiquetía hasta el Coney Island de La Paz. Ella hubiese pagado para que, en lugar de “sucesora”, hubiesen puesto “admiradora”; pero debió aceptar el reto implícito en tal publicidad y seguir cantando cada vez mejor antes de retirarse por primera vez.

Después de Los Megatones emprendió una doble búsqueda: necesitaba hacerse de unos ingresos fijos y, también, quería expresarse, soltar la fuerza del son que circulaba en su interior y la mantenía viva. Sabía que lo primero no era fácil sin caer en el gallegueo de las grandes orquestas, con lo cual eliminaba lo segundo: lo más importante para una artista en quien el temor comenzaba a extinguirse. Entonces dio con la solución: ingresó a la Orquesta de la Policía Municipal de Caracas y, poco después, a Las Estrellas Latinas de La Guaira. Además de sentirse protegida, en la primera agrupación logró un sueldo y hasta un uniforme asignado por el director Alberto Muñoz. La segunda le aseguró el bembé, el saoco, el alma del son y el tránsito hacia el mar donde la esperaba Armandito Pérez, quien marcaba sus entradas y salidas.

La noche del 29 de julio de 1967 un temblor estremeció el suelo de las dos orquestas. A Rogelia la agarró en la esquina de Santa Inés, frente a la comandancia, donde esperaba el transporte para cumplir un servicio en el Círculo Militar. En aquel baile involuntario sobre el rugido aterrador que reventaba el piso, no le dio tiempo de pensar en la muerte. Pensó en Trina, de siete años, y en el modo de salir de San José, al pie del Ávila, y volar sobre la avenida Fuerzas Armadas y la principal de El Cementerio hasta llegar al barrio Los Totumos donde había dejado a la niña al cuidado de su abuela.

Esa noche nadie durmió en Caracas ni en La Guaira ni en el resto del país siguiendo los boletines del Observador Creole que leía con singular gravedad Francisco Amado Pernía en Radio Caracas Televisión. Rogelia supo de los muchachos de Las Estrellas Latinas varios días después cuando se restablecieron las comunicaciones.

Por fortuna no hubo bajas en las orquestas; pero el terremoto caló hondo en la sensibilidad no solo de los músicos, sino de la sociedad entera que lo interpretó como un apocalipsis que cerraría la década con un resumen de malas noticias: desde el asesinato del Che Guevara hasta la masacre de Tlatelolco, pasando por la muerte de Cherry Navarro.

Cuando volvió el carnaval ya nada era igual. Durante el último año de gobierno de Raúl Leoni fue como si todos los jóvenes del mundo se hubiesen puesto de acuerdo para protestar al ritmo de The Beatles. Los fanáticos de “Los cuatro de Liverpool” se multiplicaban por toda América Latina. Aquí las versiones criollas conformadas por Los Impala y Los Darts conducían los destinos de las chicas yeyé y pavos gogó por una nueva ola en cuya cresta estaban también Henry Stephen, Trino Mora y Las Cuatro Monedas. En otras palabras, en Caracas no solo «se acabó la media lisa de Donzella», como cantó Memo Morales en 1964 por inspiración de Billo Frómeta, sino que ésta se transformó en una “experiencia psicotomimética”, invocada por el nieto del bartender de antaño, Cappy Donzella, en su programa radial Hippie, happy, Cappy.

Y de esta suerte, nuestra rumbera se sintió arando en el mar frente al cual se hallaba alternando con Los Melódicos, en el terminal de pasajeros de La Guaira. Fue el cierre con Las Estrellas Latinas. Al final, Renato Capriles la abordó, le ofreció un Fortuna sin filtro y la invitó a irse con él a “La orquesta que impone el ritmo en Venezuela”. Ella no pudo aceptar, su naturaleza se lo impidió: no se imaginaba entre cumbias y porros ni, mucho menos, repitiendo los trabalenguas de la gran Emilita Dago.

Al bajar de la tarima concluyó el carnaval de 1968. Canelita estaba por cumplir veintinueve años de edad.

Fue Rafael Pino, un viejo cantante y amigo de los tiempos de la Sonora Caracas, quien la ubicó por teléfono una mañana de 1976. Su voz vino a rescatarla de una rutina de pedidos, entregas y facturas que ella procesaba en Farvenca, una droguería en Caño Amarillo. Primero preguntó por Canelita; es decir, por la cantante y no por Rogelia, la empleada. Eso le gustó. Y luego le explicó que llamaba de parte de Federal; es decir, de Federico Betancourt, quien había vuelto a reunir el combo y la necesitaba para grabar un disco. Eso le encantó y, una vez más, quedó muda: tenía ocho años sin cantar.

Esta vez Canelita no dejó pasar tanto tiempo para responder. Apenas aceptó, Rogelia, su alter ego, le planteó el dilema entre cantar o comer y aprovechó para refrescarle la memoria sobre las deudas jamás canceladas por sus otrora jefes o amigos. La vida la había enseñado a desconfiar. A ambas las había enseñado. No obstante, Canelita opinaba que Federico parecía distinto y su banda sonaba como un camión. De eso no había duda. Como un camión, reconoció Rogelia. Canelita entonces propuso darle ‒o, mejor, darse‒ una oportunidad. Y se la dieron.

El combo ensayaba en un taller mecánico en Quinta Crespo. Allí conoció a Dimas Pedroza, a Orlando Watussi ‒Carlín, con su saco rojo y su estilacho, grababa con Porfi Jiménez‒ y al resto del personal que estuvo en desacuerdo con su ingreso, porque consideraba que las mujeres solo podían traerle problemas a la banda. Al contrario de lo que pensaba el líder, Federico, quien era especialista en el ramo y para demostrarlo escogió como carátula del disco una fotografía donde se muestra acostado, semidesnudo, con el pecho peludo solo cubierto por una cadenita de plata, en medio de dos pares de piernas cuyas dueñas permanecen de pie.

Fue su modo de celebrar el regreso y relanzar a la cantante, a quien, por cierto, no le hizo gracia la pose del don Juan, aunque eso era estar literalmente rendido a los pies, embriagado de sexo o embrujado de amor y de allí que el elepé titulado Ayer y hoy muestre una rara armonía con el número que abre, su primer gran éxito, «Besos brujos»:

Déjame no quiero que me beses,

por tu culpa estoy sufriendo

la tortura de mis penas.

Déjame no quiero que me toques,

me lastiman esas manos,

me lastiman y me queman.

No prolongues más mi desventura;

si eres hombre bueno, así lo harás.

Deja que prosiga mi camino,

se lo pido a tu conciencia,

no te puedo amar.

Esta es la versión caribe de una canción con aire de tango que había dado a conocer Libertad Lamarque en un filme de 1937 y que luego fue subiendo hacia nuestras costas en forma de danzón-bolero con la orquesta de Rafael Muñoz y, en apoyo al despecho, según Julio Jaramillo y Blanca Rosa Gil, hasta convertirse en guaguancó en la voz de Marvin Santiago quien la grabó en Puerto Rico en 1972 con el apoyo de Bobby Valentín.

Con Canelita desaparecen las desdichas y el dolor que alguna vez produjeron esos besos y solo queda el rumbón sublime asistido en la percusión por Luis “Tata” Guerra y un personal conformado por diecisiete nombres, entre los cuales destacan Leopoldo “Pucho” Escalante (uno de tres trombones), Rafael Araujo y Alfredo “Pollo” Gil (dos de tres trompetas), Diego del Real en el piano compartiendo arreglos con Javier Vásquez y Jorge Millet.

A la mujer aún le quedaban tres años de gratitud con Federico e igual número de discos. Grabó entonces en los Estudios Fidelis de Foca Records, el sello de Álvaro Tovar, a ratos como solista, a ratos como corista, junto al colombiano Johnny Ramos y al panameño Manny Bolaños. Del clásico «Blen blen blen» de Chano Pozo pasó a «Lamento del carretero» y hasta le hizo un guiño a Celia con «Rumba para parejas».

Cuando Federico le manifestó su deseo de transformar el combo en una orquesta, ella pensó que había llegado el momento de independizarse. Trina ya era bachiller y podría buscar un empleo que le permitiera seguir la carrera de administración en la universidad, algo que le asegurara su futuro para que no corriera su misma suerte, lo cual le daba el impulso necesario para formar un pequeño grupo y poder cantar con voz propia sus temas preferidos. Además, no se sentía cómoda en las grandes bandas, prefería la intimidad de un sexteto. De modo que por un lado se despide de Federal, de “El Gallo” Rafael Velásquez, de Luis Lewis y de Pedrito “Guapachá”, en los estudios de Discomoda, donde la orquesta grabó su único LP, y por otro lado va pasando al vinilo sus Sones y guajiras en Foca Records.

Entonces la escuché por primera vez. Concluía 1979 y el país padecía la resaca de La Gran Venezuela, la rumba saudita de Carlos Andrés Pérez. Yo andaba en el pre despacho de mis veinte años y había quedado en encontrarme con alguien en el Drugstore del Centro Comercial Chacaíto. En ese momento me desplazaba en una camioneta que había tomado frente al Periférico de Coche. El conductor llevaba el radio a todo volumen y al momento de montarme por fortuna concluía una rueda de prensa del presidente Herrera Campíns, quien tenía meses quejándose del despilfarro y del desorden administrativo heredados. Poco después oí la voz del primer surco del elepé, como diría el viejo Phidias.

Aquel bolero-son llegaba de otro tiempo y sacudía su belleza frente a mí como la ola que revienta contra el malecón y se disuelve en un brillo de pétalos:

Como la rosa como el perfume así era ella

como lo triste como una lágrima así soy yo

como lo triste

como una lágrima

a

soy

yo

En esa época yo era un mutante en un barrio en el cual o eras roquero o eras rumbero, sin medias tintas. Había llegado tarde a los grandes acontecimientos del rock y de la salsa. Apenas recordaba el culto que los malandros le rendían a una mítica Rubia Peligrosa entre el humo de cannabis, el dulce anís y la onda «Cocolía». Nunca vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, como dijo un poeta precursor de Woodstock, cuando la marquesina del cine Jardines dividió en dos a los espectadores: si eras roquero de melena y collar de pucas y exhalabas cierto tufo te metías en Concierto para Bangladesh, y si eras rumbero de guayabera y esclava y te bañabas con Pino Silvestre te metías en Nuestra cosa latina.

Hasta llegar a donde antes quedaba el fin del mundo y perderte entre las veinte mil almas danzantes de El Poliedro con The Jackson Five, The Police, El Gran Combo de Puerto Rico o Las Estrellas de Fania. Los nuevos escenarios hacían migrar la clave: de la vieja plaza de toros o del guarachero Círculo Militar, el bailador pasó a la discoteca, al teatro, a la universidad. Y de pronto por ahí estaban Ajoporro, Joe Ruiz y Cheo Navarro con el grupo Mango; Albóndiga, su trombón de vara, Wladimir y el gran Oscar en La Dimensión Latina 75.

La resurrección de Canelita era inminente, nadie es adivino a los dieciséis años. De allí que no haya probado, en aquel momento, los besos brujos que la separan de Celia Cruz. De allí también mi inasistencia involuntaria a los eventos que me hubiesen ahorrado muchas horas de dudas: los conciertos del Sonero Clásico del Caribe y El Trabuco Venezolano que en agosto de 1977 organizaron Orlando Montiel, Domingo “Flaco” Álvarez y César Miguel Rondón en el Museo de Arte Contemporáneo, en Parque Central.

Llegué al Drugstore, despaché un metro de cerveza y decidí no volver a subir las «Escaleras al cielo» ‒aquella inolvidable pieza de Led Zeppelin que todos alguna vez punteamos en la guitarra‒ y hundirme, definitivamente, en el son. Quizá fue en ese preciso momento cuando Canelita tomó una decisión brillante: irse con el Sonero Clásico del Caribe. El asunto fue así: sale José Rosario Soto ‒o “El brujo de Guanabacoa”, a la sazón la voz principal del septeto‒ y su fiel amigo Jhonny Pérez la invita a cantar con ellos. Entonces por el Lado A se despide de Álvaro Tovar y por el Lado B conoce, por fin, a Carlos Emilio Landaeta: “Pan con queso”.

No hablo de amores, sino de profesiones. Me explico: el éxito de «Rosa roja» ‒la canción que me repetía sin cesar en el Drugstore‒ fue tal que llegó a oídos de Johnny Pacheco en Nueva York, quien obtuvo el teléfono de la cantante, a quien conocía por haber alternado con su charanga en el terminal de pasajeros de La Guaira. Y le dijo más o menos así:

‒Óyeme Canela que ese numerito tuyo es una belleza y yo estoy interesado en hacer un Long Play, vaya, un elepé, con algunos de ustedes allá en Venezuela.

Y ella, como ya sabía las intenciones de Pacheco, había discutido el asunto con Carefoca Tovar, quien se negó rotundamente a alterar el contrato con su disquera, le contestó:

‒Ay señor Pacheco, le agradezco el honor, no sabe cuánto me gustaría grabar con usted; pero no tengo el permiso de Foca, el sello con el que grabé la canción. Otro día será…

La oportunidad con Fania Records no volvió a presentarse.

Apenas pudo se fugó con el Sonero. Landaeta, el líder, resultó ser un pan duro, rígido, ortodoxo. No le gustaban los cambios ni las improvisaciones y regañaba en cualquier lugar a quien intentara alterar los arreglos de Matamoros. Copiaba directamente del disco, como se acostumbraba entonces, y con estricta fidelidad sus socios ‒Pichín, Alacrán, Jhonny, José Castro y Pedro Aranda‒ lo reproducían muy orondos en tarima con la clave que les subía por las guaracheras multicolores, se mezclaba con el aroma de Jean Marie Farina y les derramaba el son hasta los zapatos blanquinegros: «ven a gozar pon pin ven a bailar pin pon». Menos ella, que gustaba de colocar su toque personal al número como se atrevió en «Si me pudieras querer» de Bola de Nieve, o «Tanto y tanto» de Rafael Hernández, a disgusto del jefe quien, fuera del estudio de grabación o del escenario, era un auténtico pan.

Por esos días comencé a trabajar en los depósitos de la Hemeroteca Nacional, al lado de El Nuevo Circo. El edificio era un enorme galpón dúplex rodeado de oficinas, con su respectiva sala de lectura, un pasillo central atestado de periódicos encuadernados y dos depósitos unidos por una escalera de caracol y un montacargas. Lo extraño del conjunto se debía a que en ese lugar había funcionado inicialmente la pista de hielo Mucubají. La hemeroteca había heredado el nombre y el clima: los usuarios se quejaban del frío y yo me congelaba en el depósito del sótano a donde fui a parar.

Esto ocurría cuando el día estaba flojo. Y para descongelarme dedicaba la demora de los pedidos a mi pasión por la cantante. Con la ayuda de las páginas de espectáculos y de algunas revistas de farándula pude armar un collage para acercarme a una figura cuyo genio refería Ángel Méndez en Swing latino. Comenzaba la década de los ochenta, las gráficas advertían el cambio de estilo: el cabello de la artista, liberado del Spray Net de Helene Curtis, una laca en aerosol, se convierte en un afro redondito. La mujer luce un vestido rojo, ceñido al talle, y tacos altos. Se ve muy bien. Al punto de que Wladimir Lozano al verla pasar diría: «Esa negra tiene coimbre».

Al poco tiempo el salario mínimo me permitió un mínimo de discos, útil para ponerle sonido al collage que se iba enriqueciendo con las rosas que Enrique Iriarte le llevaba a la artista. La reaparición de aquel muchacho de Maiquetía que la venía siguiendo sigilosamente desde los últimos días de la Sonora ‒ahora mejor conocido como “Culebra ebra abra” o “El bra-bra-bra” por obra y gracia de Oscar D’León‒ le brindó un mejor tono al ramillete: con sus arreglos y en su compañía se imponen entonces «Rosa roja» y «Una rosa de Francia», el danzón de Rodrigo Prats, aunque la primera pieza se conociera en el Caribe como «Ella y yo» desde 1918 cuando fue concebida por el cubano Oscar Hernández, título mantenido en las distintas versiones como la de Barbarito Diez con la orquesta de Antonio María Romeu o la de Omara Portuondo con Pío Leyva.

Aquí comienza la época de oro de nuestra sonera. Una década exacta, brillante, marcada por importantes cambios ocurridos entre 1979 y 1989: el equipo de Rogelia Medina pasa de Canelita y su Candela Viva ‒cuyo debut se verificó en el Poliedro en febrero de 1981 como telonera de la Sonora Ponceña, Charlie Palmieri e Ismael Quintana‒ a llamarse Canelita y su orquesta. Hay un elemento clave en todo esto: el negro Víctor Mendoza, quien va del bajo y los arreglos a la producción general, y trae consigo al “Cholo” Ortiz, José Ortiz, un peruano muy conocido en el medio que alterna las blancas y las negras con Culebra, a Pedro Vilela con el cuatro boricua y encarga el güiro y los coros a Carlos “Kutimba” Spósito. La sección de metales conserva dos de la época de Federico: el pollo Gil y Rafael Araujo. Todos repiten en «Esto si es candela» con la orquesta Nuevo Son. La novedad es un joven moreno, retaco, virtuoso de la percusión, que en ese LP hace el chekeré y los tambores batá: el maestro Orlando Poleo.

‒¡Ay Dios mío! Dice la negra cubierta de lentejuelas y mueve los hombros con el garbo que el son le inspira, va girando con la clave, sostiene el micrófono con la mano derecha y alza la izquierda en un gesto que en el aire decide cambiar la despedida por una invitación que la orquesta acepta de inmediato para estrenar su tercer éxito histórico: «Canto a La Guaira» de Carlos Huerta.

Rogelia no se deja deslumbrar por el éxito, sabe por experiencia que todo es pasajero. La vanidad no la ocupa; le preocupa, más bien, el futuro de su hija. Las ovaciones no le calman la angustia ni le quitan el temor por el destino de Trina, de quien ha oído por ahí que al salir de clases se deja caer por San Bernardino donde se monta con el grupo Yarake de Franklin Rojas y Gerardito Rosales. Hasta que un viernes por la noche ‒según la versión de Ramón Mijares, alias “Pecheche”‒ Canelita, siguiendo los datos de radio bemba, se cuela entre el público de la pizzería Delia en la calle de los hoteles y confirma los rumores. Primero distingue el bulto oscuro de su amigo Nano Grant junto a Maigualida Ocaña, después contempla al personal de Cadáver Exquisito y luego, por un costado, ve aparecer en cámara lenta nada más y nada menos que a su hija con el micrófono en la mano.

La envolvió el remolino de la historia y al recuperarse del mareo pudo ver, a través del cristal de las lágrimas tanto tiempo contenidas, la estampa de Reyes Luciano (su padre, su abuelo) cantando en la madrugada porteña y vio también las manos de Alfredo (su exmarido, su padre) deslizarse en un teclado que se hundía en el mar y, finalmente, vio la cara redonda y plana de Rogelia que le dijo:

‒ ¿Y ahora qué hacemos, Canela?

Por los momentos llorar. Pensó. Sin poder evitar una pequeña sonrisa de orgullo.

A Rogelia le tranquilizaba esperar la inminente graduación y quería creer que la muchacha se valía del canto para aliviar las tensiones producidas por los exámenes o utilizaba la música como mero entretenimiento, sin saber o, quizá, prefiriendo ignorar, que ésta no solo cantaba, sino que también creaba las letras de las piezas que cantaba; es decir, componía. Y como el arte podrá ocultarse mas no disimularse, Rogelia muy a su pesar advertiría y Canelita aceptaría sin reservas, más temprano que tarde, la especial condición de la hija que todas a la larga celebrarían.

Cuando la década toca a su fin, reaparece en la historia ‒esta vez con nombre y apellido‒ Trina Medina, como autora de la mayoría de los temas de Bailable y con clase, un LP compuesto por nueve piezas en la voz de Canelita quien a su vez presenta un número de su inspiración, «Guaguancó del alma», que su hija musicaliza como para sellar un pacto entre soneras. De resto, como siempre, un personal de primera línea: Mauricio González en la dirección y arreglos; Franklin Rojas en el bongó; timbal y clave: Cheo Navarro; Coco Ortega con las maracas; en el coro están Trina, Rodrigo Mendoza y Edgar “Dolor” Quijada.

De modo que cuando Jesús Rosas Marcano compone «Al fin juntas» para abrir Imagen latina, el CD de Alberto Naranjo & El Trabuco de 1992, esa unión tiene historia, lo cual no le impide al poeta decir:

De la negritud que canta

Como por obra de dios

Dos surtidores de voz en una misma garganta

Ni a Carlos Daniel Palacios ni a Maigualida ni a Kutimba, como coristas, advertir:

Cuando Trina y Canela cantan

Tierra va a temblar

Ae mamá

Así entramos al nuevo siglo y a la tarde de los zapatos amarillos. Canelita entonces desempolva sus recuerdos recientes y me dice:

‒Con Andy grabé en vivo. Yo no lo conocía, el hacía transcripciones de música y siempre me mandaba papelitos donde ponía:

Andy Durán

Se copian arreglos

Cuando por fin lo conocí me dijo: “Yo la admiré toda mi vida y sabía que alguna vez grabaría conmigo”. Y lo logró.

El compacto producido por Federico Pacanins recoge el concierto Tributo a Celia realizado el 23 de noviembre de 2003 en la Sala de la Fundación del Banco Industrial de Venezuela. Aquello fue una suerte de preludio para la celebración de sus cincuenta años de vida artística. Canelita y Andy Durán en concierto unió las dos épocas de la cantante: abrió con «Saoco», como cuando entró a la Sonora Caracas y cerró con «Besos brujos», el primer hit con Federico. Luego Trina se encargaría de producir la actuación en vivo desde el Banco Central de Venezuela, la cual parte de «Besos brujos» y se pasea por su mejor época para celebrar las bodas de oro de Canelita y el son.

‒Eso fue en el 2009. Apuntó la artista. ‒En el piano, como siempre, estuvo José Torres, “Tuki”, y Tadeo Guédez en el bajo y la dirección. Hasta Juan José, “El Indio”, cantó «La ruñidera».

Entonces, como advertí que se acercaba el final de la conversación ‒mas no de la historia de la cantante que en lo sucesivo prescindiría de mí‒ decidí salirme del guion para satisfacer la curiosidad propia y ajena y me atreví a preguntar:

‒Después de Alfredo Sojo, ¿tuvo otros amores?

‒Nunca me volví a casar ni tuve otras parejas. Llegó un momento en que dije no, ya estoy cansada. Contestó sin titubeos y añadió:

‒Pero no ponga eso señor, solo ocúpese de mi música.

Terminé mi café frío en silencio. Ella se concentró en la punta de uno de sus zapatos. De pronto se estremeció con un trueno que llegó de lejos. Apagué el grabador. Me deshice en agradecimientos. Los créditos comenzaron a subir por la pantalla. Me acompañó hasta la planta baja. En el ascensor aproveché para hacerle una última pregunta:

‒Y ahora, Rogelia, ¿cómo se siente?

‒No estoy satisfecha. Estoy cansada de luchar. Uno lucha y lucha. No puedo decir que no he tenido éxito en mi tierra. Yo he triunfado aquí, en la radio, con el público; pero uno se cansa. Me respetan muchísimo; pero no sé: ya estoy como cansada.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo