Perspectivas

De la metaficción del Quijote a la metamaldición de los venezolanos

11/08/2018

Ilustración de Gustave Doré

Una de las pocas ventajas de vivir lejos de mi casa es que puedo, sin remordimientos, volver a comprar los mismos libros. Una vieja edición del Quijote, sepultada en el mesón de un mercado de libros usados en el mercado de San Antonio en Barcelona, no es una tentación o un capricho, sino una necesidad imperiosa y doméstica. ¿Quién merece vivir en un apartamento sin El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, bien acompañado en un firme estante por ambos costados?

Perdonar un libro diciendo “ya lo leí” es como no comprar más del vino que ya bebimos y disfrutamos. Mientras voy haciendo una nueva biblioteca, siento que construyo un pequeño refugio de ladrillos que son promesas y gratas reiteraciones. En la biblioteca de Caracas los más parecidos a la arcilla son los 24 tomos de la Enciclopedia Británica (creo que de 1953). El rojo oscuro de su larga fila de lomos me recuerda a los ladrillos muy cocidos que usó el arquitecto Jimmy Alcock en una de sus casas.

Sucede, además, que los libros cambian según el lugar y las condiciones en que los lees. Los seis capítulos que cuentan el paso de Don Quijote y Sancho Panza por Barcelona —la única ciudad que visitaron en su pastoral peregrinación— ahora resuenan de manera más viva en mi interior. Sucede que esta mañana paseé por esas mismas calles y ahora, tarde en la noche, me deleito releyendo lo que proclamó el Quijote cuando camino a su aldea y a su muerte describe la Ciudad Condal:

…archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza. Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin pesar, sólo por haberla visto.

Estos episodios urbanos y quijotescos (dos adjetivos que suponía irreconciliables) son quizás los más innovadores y arriesgados de toda esta prodigiosa novela. Apenas el Quijote está aproximándose a la ciudad y ya es recibido por unos jinetes que lo celebran como “el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, el verdadero don Quijote de la Mancha”. Lo de “verdadero” se debe a que un aragonés tramposo de apellido Avellaneda acaba de publicar una falsa versión del Quijote. Los jinetes insisten en que aquel caballero de una figura tan triste no es el ficticio, el apócrifo, “que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”.

Para los que llegaron tarde: Cide Hamete es un supuesto historiador musulmán, inventado por Miguel de Cervantes, que ha escrito la vida de don Quijote en árabe. Supuestamente, Cervantes se limita a transcribirla, un recurso que le permite aparecer como un comentarista y plantear al lector alternativas más lógicas, más verosímiles.

A continuación, Don Quijote le comenta a Sancho sobre el comité de recepción: “Estos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia, y también la del aragonés recién impresa”.

Con este intercambio Cervantes nos está envolviendo un poco más en las redes y enredos de lo histórico. No se refiere a historias particulares, de ésas que cada quien lleva a cuestas, sino a una historia única y universal que no admite “versiones” ni “ficciones”. Los hombres que saludan al Quijote han leído las dos opciones, la de Avellaneda y la de Cide Hamete Benengeli, y han elegido la oficial, la legal y fiel a los hechos. La paradoja es que Avellaneda existe, está vivo, es real, mientras que Cide Hamete es una invención de Cervantes, de paso morisco y muy mal visto por una Inquisición que persiguió toda huella de lengua árabe, escrita o hablada.

Algunos de los muros y fachadas que acompañaron los paseos de don Quijote siguen en pie. Salgo a caminar por el Gótico y llego a la calle de Call, número 16, justo donde el caballero andante, convertido en peatón, alzó los ojos y vio escrito sobre una puerta con letras muy grandes: AQUÍ SE IMPRIMEN LIBROS. Encontré el local cerrado pero con un nombre auspicioso: DULCINEA, COMPLEMENTS. Le pregunté a un vecino de qué va la tienda y me dijo que eran cosas para novias. Volveré a pasar a ver si tengo más suerte.

El caso es que don Quijote se alegró mucho, porque hasta entonces no había visto imprenta alguna y deseaba saber cómo funcionaban. Curioseando y comentando con los editores, llega al fondo del local y encuentra que están corrigiendo las galeras de una novela titulada Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Se trata de la versión apócrifa que ha escrito el tal Alonso Fernández de Avellaneda, a quien Cervantes tanto detestaba por su plagio:

Ya yo tengo noticia de este libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza de ella, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.

Me seducen estas piruetas literarias que se muerden la cola hasta alcanzar profundidades y vasos comunicantes que la literatura, hasta donde sé, nunca antes había concebido. En los libros de caballería ya algún autor adornó su obra diciendo que se trataba de un libro encontrado en una tumba antigua, o era la traducción al toscano de una obra de origen griego. Con este recurso las aventuras no parecen imaginadas, sino reproducidas, lo que les da mayor verosimilitud. Pero nadie llega a los extremos de Cervantes, ciertamente ayudado por Avellaneda, quien le regaló una versión falsa para que la evalúe y la de por quemada el propio don Quijote, dándole fuerza al argumento de su existencia.

En Barcelona, quizás por el mismo hecho de ser ciudad, se da una suerte de intensificación que incluye el principio del final de las aventuras del Quijote, cuando se enfrenta al falso “caballero de la Blanca Luna”, quien lo vence y le perdona la vida con tal de que vuelva a su hogar, donde podrá morir como el Alonso Quijano que siempre fue. Por eso exclama, ya de salida, mientras mira por última vez la ciudad donde fue vencido:

¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas, aquí se oscurecieron mis hazañas, aquí finalmente cayó mi ventura para jamás levantarse!

La emocionada lectura de estos capítulos sacude nuevas partes de mi alma. Perdonen el desliz, el deleite y el ridículo de imitar a Cervantes al hablar de lo mucho que tengo en Barcelona de extranjero y lo poco de valiente, pues he huido de viles ofensas y abandonado firmes amistades en Caracas. He recibido cortesías y tengo un albergue con tres estantes de libros. Del “hospital de los pobres” poco sé; mis médicos siguen siendo los de Caracas, el gran Kabbabe y el sabio Goihman. Nunca he podido leer una novela en formato digital y ahora dependo de diagnósticos a través del WhatsApp y Gmail.

Lo que amo de Barcelona y de Caracas es que sean, tal como lo propuso don Quijote, “únicas en sitio y en belleza”. Las proporciones son distintas. En Caracas la disposición del valle y las montañas son de una magnificencia sin mesura ni límites. Al evocarla trato de evadir las imágenes inabarcables de ese grandioso espectáculo, tan mío, tan de siempre, para no ponerme llorón. Ciertamente podemos hablar con entusiasmo de la belleza del sitio, pero no con la misma seguridad del sitio de la belleza (lo construido en ese paraíso tropical). Barcelona tiene una geografía menos espectacular, pero su escenario posee abundantes recursos para dialogar con una arquitectura y un urbanismo del que tenemos mucho que aprender.

Lo que no logro enfrentar es ésa nueva versión de Venezuela, apócrifa a la fuerza, que no merece ser legal ni fiel. Me refiero a una ficción que se ha ido tornando en una aterradora verdad, tan real y permanente como indigna e imposible.

Cervantes sostiene que “las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o a la semejanza de ella”. Invirtiendo esta ecuación, debemos decir que las historias verdaderas se van haciendo más y más perniciosas a medida que las vamos percibiendo como ficticias por lo que tienen de malignas, de absurdas, de inenarrables.

Cervantes tiene mucho que enseñarnos como maestro de la meta ficción, una forma de ficción que explora y reflexiona sobre su misma condición de ficción. Las catastróficas condiciones de la realidad venezolana la han ido adentrando en el reino de lo ficticio y, al mismo tiempo, esa misma ficción se hace cada vez más real, más permanente, más fehaciente e insoportable. Es una ardua tarea encontrar la manera de narrar, de percibir y de expresar este enrarecimiento que le quita consistencia y continuidad a nuestro proceso histórico. Estamos pasando de la banalidad del mal a los terribles males de la banalidad histórica por carecer de una narrativa que nos explique y señale un camino.

Pareciera que ni un novelista ni un historiador serían capaces de explicar qué está pasando en Venezuela. Un ejemplo es la famosa lata de atún que equivale a un millón de litros de gasolina. ¿Es un hecho real que parece una ficción? ¡No! No puede, no logra pertenecer a la ficción porque es inconcebible.

Una tarea titánica y urgente es explicar cómo un Gobierno, mientras más daño le hace a su población, más señales asoma, y con más saña, de querer y poder permanecer. Estamos ante un mal integral y homogéneo, sin fisuras, sin contradicciones. Requiere menos esfuerzo lograr un infierno que un cielo. Para sostener un infierno sólo se necesita dejarlo a su suerte mientras las necesidades crecen y las posibilidades disminuyen. Sospecho que estamos ante una suerte de metamaldición, una forma de maldad que se nutre de su propia condición, una maldición que va más allá de sí misma generando sus propios fantasmas y sistemas de perpetuidad. Esto explica que mientras más graves sean las noticias, más ridículas y despreciables parezcan, y menos dignas de crédito; mientras más urgente es el problema, más alejada la solución; mientras más argumentos tiene la oposición, más se difumina; mientras más abyectos son los esbirros, más se atornillan en la carne de la patria; mientras aumentan los delitos, se amontona el olvido; mientras más incompetentes los gobernantes, más ufanos y sonreídos; mientras recrudece el hambre, más se asienta la sumisión; mientras más luz necesitamos, reina una mayor oscuridad; mientras más inevitable e imperioso es el final, más incertidumbre hay sobre cómo será su inicio; mientras las historias del Quijote nos parecen cada vez más ciertas, nuestra historia se convierte en una ficción tan vil que su final será necesariamente inimaginable.

Apostilla

Los sucesos que confirman este creciente proceso de presentar a la realidad como una ficción son arrolladores, sorprendentes, incesantes. Después de los recientes acontecimientos en la avenida Bolívar, el ministro de Información, Jorge Rodríguez, declaró ante el país en cadena nacional: “Se ha podido establecer, ya con evidencias, que se trata de un atentado en contra de la figura del presidente constitucional de la República Bolivariana de Venezuela”. La idea de un atentado contra una figura sugiere un ataque a una foto, a un lienzo, a un personaje de cera, como la acción de aquel loco que se abalanzó con un cuchillo contra la Mona Lisa. Según la descripción de Rodríguez, da la impresión de que Nicolás Maduro no hubiese estado en la tarima, sino solo su representación, o que no hay un presidente constitucional, sino una  suerte de inexplicable y testaruda ficción.


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