Literatura

‘Cuando quiero llorar no lloro’: de la intrahistoria a la distopía que no vimos

Fotografía del usuario Simpleinsomnia en Flickr

31/08/2020

[Este año se cumplen sesenta y cinco años de la publicación de Casas muertas (1955), de Miguel Otero Silva. Para recordarlo, continuamos esta serie dedicada a valorar la obra general del escritor caraqueño con este texto –versión retrabajada para Prodavinci– del académico de la lengua, lingüista, narrador y crítico literario Luis Barrera Linares.]

«Década meteórica» llamó Salvador Garmendia a los sesenta del siglo pasado. Decenio en cuyos años finales se podía olfatear todavía la militancia proguerrillas. Menciono ese contexto porque logro evocarlo cada vez que releo algunas novelas venezolanas como País portátil (Adriano González León, 1968), Historias de la calle Lincoln (Carlos Noguera, 1971), Los pies de barro (Salvador Garmendia, 1973), Los topos (Eduardo Liendo, 1975), y, por supuesto, Cuando quiero llorar no lloro (Miguel Otero Silva, 1970), entre otras.

Para quedarme en la novela de MOS, digamos que no nos resultaba muy difícil en esos días ver muy de cerca la materialización del individuo de novela que era, por ejemplo, Victorino Pérez, uno de los tres personajes centrales de esa obra.

Así como en lo político, el lenguaje y los personajes de la novela “convivían” en el ambiente caraqueño; eran muchos los Victorinos que deambulaban todavía por la misma sociedad que a veces negaba a los desposeídos todos sus derechos, incluido el de la vida.

La democracia representativa había alcanzado logros muy importantes, pero ya era evidente que comenzaba a generar sus propias debilidades y fallos: caldo de cultivo para el futuro oportunismo político disfrazado de izquierdismo.

Había un sector social empobrecido; mamás solteras con niños que rara vez asistían al colegio, con padres irresponsables, como tantos sigue habiendo en esta época.

Otro grupo estaba configurado por familias de la clase media, algunas venidas a menos por distintas razones. Buena parte de ellas, sostenidas por el humilde salario de las “madres”, en casos en que el marido estuviera ausente, desempleado o preso por razones ideológicas. También hoy dicen “presente”.

Existía además un tercer segmento social minoritario, económicamente muy solvente, poderoso, no siempre vinculado directamente a la política, pero sí muy influyente en ella. Los de siempre, independientemente de qué parte del ala ideológica esté en el poder.

Cuando quiero llorar no lloro delimita de manera nítida esos tres ambientes socioeconómicos y sociolingüísticos. Pocas son las veces en que una novela que plasma una realidad contemporánea de quien la describe obtiene logros estéticos notables, comprobables en el futuro. Es lo que usualmente llamo literatura de oportunidad y casi siempre sus logros artísticos son magros, como está ocurriendo en estos tiempos con algunas obras emergentes con base en nuestro actual contexto sociopolítico. Por lo general, terminan siendo obras más documentales que literarias. No obstante, ese no fue el caso de la narración de Otero Silva. Cuando quiero… sobrevivió a la circunstancia que le dio cuerpo. Su contenido era un retrato ficcional de la sociedad caraqueña del momento, pero es obvio que ha superado esa posibilidad.

Tres destinos en una misma encrucijada

Nacieron los tres personajes principales de la novela el mismo día de los santos mártires cristiano-romanos Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, un 8 de noviembre de 1948. Barajadas por las tres progenitoras («mamá», «madre», «mami», según se las refiere en la novela) las posibilidades de los nombres de pila que habrían de llevar los párvulos, todas coinciden en una única posibilidad: Victorino.

Auxiliada por la señora Consuelo, comadrona de manos suaves y rezos contundentes, «Mamá» pare a Victorino Pérez, futuro excluido social y delincuente común por imperativo económico.

Un bachiller residente, aspirante a médico, auxilia a la «madre», a fin de que pueda traer al mundo a Victorino Perdomo, futuro militante de izquierda y atracador, “heredero” de un idealismo que ya sabemos hacia dónde conduce.

«Mami» acude a una clínica privada en la que, asistida por un prestigioso médico y una impecable enfermera, dará a luz a Victorino Peralta, futuro vago y delincuente por diversión y hastío.

A partir de planos narrativos muy bien delimitados, la novela mostrará las miserias, las virtudes, las perversiones y el destino que aguarda a cada Victorino. No obstante, todos marcharán hacia una meta común: la fatalidad.

No escapa esta obra a los pedimentos estético-literarios del momento. Se impregna del experimentalismo que marcó a buena parte de la narrativa latinoamericana de ese tiempo. Juegos lingüísticos, digresiones y técnicas narrativas de diversa naturaleza forman parte de su estructura, pero, muy importante, sin que en ningún momento la triple historia deje de alentar el interés del lector por conocer la evolución de aquellas vidas marcadas por la violencia en sus distintas manifestaciones, y por la presencia intangible de una especie de fatum que conduce finalmente a la desaparición de los tres.

Vidas marcadas por unos rasgos estilísticos y referenciales que tocan dos aspectos: uno de carácter (con)textual, referido a la ambientación intrahistórica, útil para reconstruir el entorno sociopolítico, urbano y económico de la época; el otro, de tipo conceptual, alusivo a la valoración social y política del delito, de acuerdo con la posición económica o política de quien lo cometa.

La intrahistoria

El concepto de «intrahistoria» fue propuesto inicialmente por Miguel de Unamuno (en su clásico ensayo En torno al casticismo, 1902) y posteriormente aplicado a diversos campos. Se refería a esa especie de historia de lo íntimo de las sociedades, ese pequeño acontecer cotidiano que muy poco interesa a la llamada historia oficial. La intrahistoria es ajena al heroísmo, a los grandes acontecimientos políticos, a eso que los manuales definen como HISTÓRICO, con letra grande y fotografías de gente que arruga el ceño, estatuas siempre rígidas y serias, y registros documentales, guardados celosamente por el Estado y sus instituciones en archivos a veces inalcanzables para la gente común. No es exactamente así, pero puede asumirse que la intrahistoria es más cercana a lo cultural y lo popular que a lo pomposo y lo ultraépico.

Esa es la orientación que asumiré aquí para explicar el resto de mi lectura de Cuando quiero llorar no lloro. Aparte de su vinculación con la lucha armada (relevante para la historia política del país) y su indiscutible vinculación con la narrativa urbana (relevante para la historia literaria latinoamericana), la novela ofrece una interesante cantera de casi imperceptibles «datos» más cercanos a la historia menuda y cultura locales, aparentemente intrascendentes o poco relevantes.

Uno de sus significados más importantes descansa precisamente en lo intrahistórico, en los diversos indicios que de la cotidianidad de los años cincuenta-sesenta venezolanos y latinoamericanos podemos extraer, tanto del lenguaje y los referentes que la caracterizan como de la conducta cotidiana de sus personajes.

La narración se desarrolla en un lapso de dieciocho años: del 8 de noviembre de 1948 al 8 de noviembre de 1966. Desde distintas ópticas, se pueden diferenciar tres categorías diferentes de hablantes, tres estamentos sociolingüísticos simbolizados principalmente en los tres Victorinos (Pérez / Perdomo / Peralta) y sus respectivas parejas (Blanquita / Amparo / Malvina).

Podríamos aludir también a un conjunto de referentes que se van deslizando por el texto en la medida en que transcurren los hechos. La trama transcurriría igualmente sin ellos (o con otros). Sin embargo, van apareciendo casi como telón de fondo y aportan una información que podría ser útil para cualquier investigación que busque rebasar lo histórico epopéyico.

Algunos indicios dan cuenta, por ejemplo, del desarrollo urbanístico de lo que hasta hacía pocos años había sido la pequeña capital: «haciendas improductivas que se convirtieron en urbanizaciones de a trescientos bolívares el metro cuadrado, corralones de chivos donde brotaron edificios de veinte pisos».

Otros se refieren a icónicos personajes de la cotidianidad de la época: «Lo más sensato es encajar la mandíbula entre los hombros como los boxeadores, como Ramoncito Arias»; «parece un sueño de James Bond, un sostén de Brigitte Bardot, la morronga de Superman» [comparaciones de Ramuncho, “pana” del niño mimado Victorino Peralta, con respecto al Maserati que el padre le ha obsequiado].

Tampoco faltan las alusiones al hostigamiento político que caracterizó los comienzos de la llamada democracia representativa, con la participación recurrente de las fuerzas institucionales del orden y su contraparte, los rebeldes enguerrillados. Cito dos escenas que, hasta hoy, parecen congeladas en el tiempo, por recurrentes:

¡Somos de la DIGEPOL, de la Dirección General de Policía, venimos a hacer un registro…!

Los guerrilleros pasan por las armas a dos campesinos que sirvieron de guía a las tropas.

Resalta además la alusión constante a marcas comerciales de moda para aquellos tiempos: «Una lata vacía de Quáker» (avena en hojuelas); «de gente bañada con jabón Pears»; «por una simple caja de Capitolio» (cigarrillos); «-Nosotros por nuestra cuenta –dice Ezequiel–, el Pibe Londoño y yo le echamos bolas a un Mercedes Benz, no tan nuevecito como el Mustang, pero también casi virgo, modelo de este año, equipado a todo meter, aire acondicionado, radio Telefunken, tocadiscos Philips”; «pegado a la acera trepida levemente un Oldsmobile azul recién capturado en la Rinconada»; «en la curva donde pusieron el cartel de Orange Crush» (marca de gaseosa).

Aparte de esto, los personajes se desplazan por un casco urbano en franco proceso de expansión. Son muchas las zonas de Caracas que aparecen referenciadas: Pro Patria, El Paraíso, Plaza Venezuela, Las Delicias, Santa Mónica, La Castellana, Altamira, Prados del Este, Country Club. También algunas avenidas importantes y esquinas o lugares emblemáticos y parroquias (Avenida Casanova, Esquina de Peláez, Centro Simón Bolívar, cuartel San Carlos, San Juan, Quinta Crespo, Puente Hierro, etc.).

Todo lo dicho demuestra el interesante valor documental que puede adquirir con el tiempo una novela como esta. Más allá de su interés estético literario (que sin duda lo tiene), su importancia es repotenciada por el caudal de datos que puede aportar a otras disciplinas distintas de la literatura. Esto apunta a la necesidad de valoración de los textos literarios desde el punto de vista discursivo y cultural.

Los tres personajes deambulan por una urbe contradictoria y confirman la existencia de pequeños detalles que ayudan a reconstruir hechos culturales y sociales que, por aparentemente nimios, no dejan de ser atractivos para el lector y útiles al investigador. Incluso, van mucho más allá de lo específicamente intrahistórico porque, aunque la incluye, rebasa la conducta de los personajes que no son propiamente héroes. Se enfoca en otros aspectos como el lenguaje, la situación política rutinaria, las marcas de época, el entorno, el funcionamiento de los medios, la vestimenta y la moda.

El delito y su valoración social

Como hemos afirmado arriba, a partir de la cotidianidad de tres personajes que nacen y viven en paralelo, Otero Silva logra tres estamentos sociales mediante sus rasgos demarcadores, sus perversiones, sus virtudes y su desenvolvimiento comunitario: el retrato en negativo de una sociedad que muestra lo feo, lo grotesco, lo injusto y, a veces, lo aparentemente irreversible (el destino de la juventud), pero igualmente innegable. De allí la conexión inversa con el célebre poema de Darío («Juventud, divino tesoro»).

Cada subtrama está representada por un Victorino; marcada perfectamente en las diferencias apenas concentradas, resumidas, en un apellido (Pérez, Perdomo, Peralta). Cada cual aderezada con sus presuntos “privilegios”, virtudes, afectos y defectos.

Para unos, la opulencia desatada (la motocicleta deportiva de alta cilindrada a los 14 años, el Maserati de lujo a los 18), producto de la herencia que usualmente ostenta el no siempre transparente “rico de cuna”, una categoría social cercana al poder socioeconómico y a la influencia política (los Peralta y su ascendencia).

Para otros, el destino de la lucha social: una, de carácter político-activista-militante (el partido, las reuniones clandestinas, las Unidades Tácticas de Combate), la guerrilla urbana (los Perdomo y sus afanes marxistoides por estimular una lucha de clases cuyas consecuencias ya conocemos); otra, de carácter estrictamente económico (Los Pérez y la praxis delictiva común en pro de la supervivencia; o robas, atracas y hasta asesinas si fuere el caso, o pereces engullido por la necesidad y excluido de seguir por lo menos como actor de la intrahistoria).

En suma, Cuando quiero llorar no lloro es la biografía de tres delincuentes, si por “delito” entendemos la transgresión violenta de una norma social establecida, independientemente de la razón que lo motive. Sólo que el enjuiciamiento institucional y la valoración colectiva de los tres tipos de delito era y sigue siendo muy distinta.

En Victorino Peralta cualquier delito es motivado por la diversión; es el joven rico y apoyado que delinque para ocupar su ocio, porque sabe que la opulencia financiera sirve para obtener la impunidad. Sus delitos son “travesuras”.

Para Victorino Perdomo también existe la eventual posibilidad del perdón social, cuando en algún momento logre llegar al poder, una vez cumplida la quimera implícita en su credo político. El activista actúa contra el establishment. Tiene licencia incluso para cegar la vida de otros, pero lo reconforta tener la excusa de que lo hace en busca de un supuesto “mejor futuro” y eso obvia toda posible condena de sus adláteres y superiores. Sabe, además, que la sociedad podría aceptarlo en un futuro como presidente, parlamentario o ministro. Nunca mejor momento para ratificar esto que el actual.

Quien menos puede aspirar a ser exculpado es el llamado delincuente común. No importa cuál sea la causa que motive su atrevimiento, por lo general será condenado por todos. Aunque factible, no será tan sencilla la posibilidad de redención, como en los dos casos anteriores (delito-travesura, delito-ideología). Claro, en la ficción de la novela y en la mirada del narrador. El mundo ha cambiado y esa premisa tiene otro matiz en la realidad actual. Hay ocasiones en que el delito común más bien genera halagos.

Conclusión

Con la excusa de tres vidas simultáneas, Otero Silva despliega en Cuando quiero llorar no lloro distintas facetas para un mismo propósito, todas motivadas por los principios de un conglomerado social incapaz a veces de mirar más allá de sus propios beneficios, resquebrajado en sus premisas éticas y morales, sombreado por una especie de “conforme inconformidad” que deja pasar todo sin mirar en las consecuencias.

No es casual que la solución de cada historia particular desemboque en la muerte trágica de cada Victorino: dos de ellos (Pérez y Perdomo) en las persecuciones que se generan luego de sendos asaltos (a una joyería y a un banco, respectivamente); el otro (Peralta), cuando decide practicar lo que sería su última travesura en un automóvil a toda velocidad. Tres antihéroes escapados de la historia oficial para pasar a formar parte de una intrahistoria que no ha variado mucho hoy en día: personajes de las mismas categorías siguen en nuestro ambiente, solo que, por lo visto, ahora podría darse la opción de tres o dos en uno. Esto dice mucho del logro de una novela que para aquel momento podría haber sido analizada como una distopía: desde la ficción, y sin que lo percibiéramos en aquel momento, Cuando quiero llorar no lloro mostraba en pasado un futuro que sigue siendo presente.

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Otros textos de esta serie:

La mirada hacia afuera: Miguel Otero Silva y la crónica de otros mundos; por Edgardo Mondolfi Gudat.

‘Casas muertas’ de Miguel Otero Silva; por Ana Teresa Torres.

La muerte de Honorio y la lucha contra la dictadura; por Violeta Rojo.


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