Perspectivas

La mirada hacia afuera: Miguel Otero Silva y la crónica de otros mundos

20/08/2020

[Este año se cumplen sesenta y cinco años de la publicación de Casas muertas (1955), de Miguel Otero Silva. Para recordarlo, continuamos esta serie dedicada a valorar la obra general del escritor caraqueño con este texto de Edgardo Mondolfi Gudat]

Miguel Otero Silva. De la serie «Letras latinoamericanas». La Habana, 1974: Ramón Grandal ©Archivo Fotografía Urbana

Los afanes del periodismo, con los que Miguel Otero Silva dio de lleno a lo largo de más de medio siglo de vida, invitan a recorrer también el camino de lo que fue su mirada permanentemente atenta a los avatares del mundo exterior. Una mirada que se propuso registrar muchos de los hechos de carácter político de los cuales fue testigo directo, o que se expresó a través de crónicas y conferencias que delatan el simple gusto por compartir impresiones viajeras. Nada podría ser más natural viniendo de alguien tan versátil que, dicho sea de paso, acumuló diversas residencias en el exterior aunque ninguna de ellas, cabe aclararlo, fuese de carácter voluntario.

Tal vez corriendo en esto una suerte muy parecida a la de sus piezas de teatro, sus crónicas y conferencias acerca del mundo exterior no son usualmente las más citadas dentro de una valoración conjunta de su obra, aun cuando todas ellas, sin excepción, fueron recogidas por el propio autor en diversos libros de misceláneas, como El cercado ajeno (1961) y Ocho palabreos (1974) e, incluso, en el volumen Prosa completa (1976). Además, por si fuera poco, dos de estas conferencias aparecieron publicadas en algún momento de forma independiente: México y la revolución mexicana (1966) y Florencia, ciudad del hombre (1974).

Sin embargo, poner el acento en la obra del periodista que se asoma más allá del horizonte venezolano debe prevenirnos con respecto a que este no llegó a ser, en todos los casos, un ejercicio concebido de antemano. Lo fue, por ejemplo, cuando viajó en toda lid a Buenos Aires, en 1958, como corresponsal de El Nacional para la toma de posesión del presidente argentino Arturo Frondizi, pero no lo fue cuando, dentro de su zurrón de desterrado político, trajo de vuelta y confío al papel, muchos años más tarde, los recuerdos de lo que llegó a ser su accidentada residencia catalana en 1930. De cualquier forma, la tarea de confrontar al «viajero de lugares y experiencias», como lo definiera Efraín Subero en pocas pero reveladoras palabras (Cercanía de Miguel Otero Silva. Caracas, Oficina Central de Información, 1975, p. 7), brinda una oportunidad a quienes no renunciamos al empeño de calificar a MOS como un singular exponente de la crónica internacional, sobre todo en un país donde sus escritores no han sido particularmente aficionados a transitar este género.

Aunque Subero ha tocado de manera tangencial este aspecto de su obra, consideramos que continúa siendo pertinente ofrecer, como pretendemos hacerlo ahora, un catálogo comentado de aquellas peripecias en las que nuestro protagonista venció distintas geografías y dejó, a través de sus viajes, estampas en las que esplenden varios de sus mejores atributos, comunes al resto de su obra: humor, capacidad para fatigar el detalle, el don agudo de observación y, sobre todo, la poesía que el autor adivina en cada recodo por donde deja pasear su mirada de viajero.

Vale, por lo oportuna, una palabra de advertencia antes de emprender este recorrido: el conjunto de piezas referidas al mundo exterior, tal como lo percibió MOS, no siempre está agrupado aquí en función de las fechas en que fueron escritas; más bien lo están, en la mayoría de los casos, de acuerdo con los años de andanzas personales –a veces como desterrado político, otras como periodista, en muchos casos, como viajero ocasional– que recoge linealmente su biografía desde la llegada a Cataluña como activista político y estudiante prófugo del gomecismo. Haberlo hecho así ofrece la ventaja de poner de relieve el dato preciso de su itinerario humano y contar, al mismo tiempo, con las experiencias y vivencias personales que, años más tarde (décadas después, inclusive), hallaron acomodo en las páginas de algunas de estas crónicas y conferencias.

Homenaje a Cataluña (1930)

Hay sitios a los que solo se llega por azar. Tal fue, en el caso de Otero Silva, y así lo confiesa, cuando en sus años de andanzas a salto de mata, terminó recalando en Cataluña en compañía de una hornada de compatriotas estudiantes. A este imprevisto destino dedicó en el Centro Catalán de Caracas, en febrero de 1972, una conferencia llena de interpelaciones a la memoria. Recuerda MOS que la primera escala de aquel viaje hacia el destierro europeo fue Francia, imán natural de los venezolanos aventados por el régimen gomecista, pero que los maltratos a los que fueron sometidos en París [«nos recibió –apunta– el histerismo patriotero de los franceses de aquella época» (Prosa completa. Opiniones sobre arte y política. Barcelona, Seix Barral, 1976, p. 85)], llevó a que la única solución posible para huirle a una atmósfera tan ingrata fuera poner los pies al otro lado de los Pirineos. Al cabo de unas líneas, el autor confiesa que el único miembro de la diáspora –integrada, entre otros, por Isaac J. Pardo, Guillermo Prince Lara y Tomás Jiménez Arráiz– que no se matriculó para continuar estudios en la Universidad de Barcelona fue él mismo, prefiriendo en cambio sacar a relucir su piel de agitador y «anochecer discutiendo con los anarquistas bajo las arcadas de la Plaza Real que ellos llamaban Plaza Roja, amanecer teorizando sobre política en los bares del Paralelo» (Prosa completa, p. 86). Todo aquello le costó, al cabo de un año de ebriedad revolucionaria y de intervenir en varios mítines callejeros, que fuera puesto de nuevo en la frontera, tras una orden expresamente enviada desde Madrid y escoltado bajo la mirada nada amistosa de dos guardias civiles. Pero el MOS que rememora lo acontecido treinta años más tarde admite que a pesar de su febril actividad política, o gracias a ella, fue capaz de ir descubriendo al mismo tiempo el magnífico mundo catalán. Y por eso apunta:

Entre mi ingreso a Cataluña (…) y mi salida por el mismo sitio había transcurrido apenas un año, pero esos doce meses dejaron huella imborrable en mi biografía. La más enseñadora de aquellas experiencias me llevó a la comprensión persécula del problema catalán (y por ende del vasco), problemas que hasta ese momento había percibido y tragado según el dictamen y las paráfrasis interesadas de la monarquía española. En la escuela y después de la escuela me habían sembrado en la conciencia una interpretación que venía rodando por los países de habla castellana desde los Reyes Católicos, según la cual Cataluña no era un país sino una provincia, el idioma catalán no era una lengua sino un dialecto, y los catalanes catalanistas no eran ningunos patriotas sino una cáfila de divisionistas obcecados en desmembrar a España. (Prosa completa, p. 86)

Ver revelado el auténtico rostro de Cataluña y de los catalanes, regodearse con oído de poeta en la alcurnia de su idioma, asomarse a descubrir algo de su deslumbrante literatura a través de Ramón Llull, o advertir que el fermento de la inminente República de 1931 iba justamente a comenzar a darle rienda suelta a que Cataluña pensara, cantara, bailara y amara en catalán fue, a juicio de MOS, la más duradera de todas las experiencias cosechadas durante aquel año de vida en la calle, fuera del claustro universitario que atendían los demás venezolanos, y en medio de un fárrago a medio camino entre el despertar político de las asociaciones obreras y el despertar de la conciencia nacional catalana.

Otra Barcelona, otra Cataluña, esta vez metida dentro del puño del franquismo, fue la que conoció muchos años después pero que le reveló, en cambio, la portentosa arquitectura de la ciudad que su distraída pupila le había impedido ver durante el año explosivo de su visita juvenil: «las calles sobrecogedoras del barrio gótico» y, sobre todo, «los frutos de la imaginación desenfrenada de Gaudí, demostración irrebatible de cómo un catalán, cuando le da por ser loco y genial, arrincona y eclipsa a todos los genios locos del universo» (Prosa completa, p. 89).

Claro que, como él mismo lo reconoce, se trataba esta vez de una Barcelona desvirtuada, cuyo idioma estaba execrado de las escuelas y de los actos públicos, y cuyas calles ya no ostentaban acompasados nombres catalanes sino rudos nombres derivados de la epopeya franquista, y que deformaban en él las ganas de seguir sintiéndose catalán, así fuese por adopción. «Y entonces me sentí –observa el cronista de aquel segundo encuentro con Cataluña–, aunque sin derecho de sangre para ello, como un viejo catalán desconsolado y crucé de nuevo la frontera del retorno, esta vez sin guardias civiles pero catalanamente triste» (Prosa completa, p. 90). Puede que, en efecto, hayan sido dos Cataluñas distintas las que en 1972 se disputaran sus recuerdos –la Cataluña ebria de expectativas en la antevíspera de la Segunda República Española, la Cataluña como región ocupada durante el franquismo–, pero todo lo que de industrioso, solidario y permanente tenía aquel gentilicio lo halló expresado a carta cabal en la calidad humana y profesional del periodista José Moradell, a quien le dedicó un emocionado artículo de recuerdo en 1980, pocos años después de su muerte, y a quien no dejó de referirse durante su conferencia del Club catalán en 1972 como uno de sus más tenaces compañeros en la aventura de echar a andar, junto con su padre y el poeta Antonio Arráiz, el diario El Nacional. Estas son las palabras que MOS le reserva al tesonero periodista que se había visto forzado a abandonar sus lares por obra de la Guerra Civil: «Ninguno captó como Moradell la línea informativa, imparcial y democrática que pretendíamos fijarle a la empresa» (Prosa completa, p. 90).

Luego, cuando él mismo advierte que el horizonte de sus recuerdos comienza a apagarse, resuelve sacar de la manga un tema que –según confiesa– tenía guardado solo para compartirlo hacia el final. El tema en cuestión, introducido con el pretexto de hablar de un último atributo catalán, y que a su juicio encarnaba magníficamente bien en otro desterrado que vino a emprender una nueva vida en Venezuela –Augusto Pi i Sunyer–, era el de la “pasión por la libertad”. Y, en tal sentido, cerraba su conferencia sobre el tema haciendo una reflexión abierta al futuro:

Los catalanes aman la libertad por una convicción de alma que en este caso coincide con sus patrióticos intereses. Saben a ciencia cierta que el reconocimiento del espíritu nacional catalán; el respeto a la difusión de la cultura y la lengua catalanas, solo se han logrado y se volverán a lograr en la historia al abrigo de un sistema de libertad, democracia y justicia. (Prosa completa, p. 92)

A partir del estruendo provocado tras el paso de sus recuerdos por el Club catalán, en febrero de 1972, faltarían aún tres años para que el generalísimo Franco se despidiera del mundo de los vivos, y cinco para que se llevaran a cabo las primeras elecciones multipartidarias en España desde los tiempos de la Segunda República, las cuales, de hecho, habrían de abrirle camino al restablecimiento de la identidad catalana. En todo caso, las predicciones formuladas por MOS durante aquella velada se mantuvieron firmemente de su lado.

La furia de México (1937)

A diferencia de casi todas sus demás crónicas y conferencias donde suele advertirse una clara presencia autobiográfica, la pieza sobre México –otro importante puerto de su exilio juvenil– asume un tono tan opuesto que termina desconcertando a primera vista. Para justificar semejante perplejidad tengamos en cuenta un dato particularmente relevante, un dato que jamás escapa a los últimos vestigios en la memoria de un escritor: el lugar y la fecha donde llegó a ver publicado su primer libro. En el caso de MOS esto ocurrió precisamente en México, donde, al decir de su biógrafo Argenis Martínez, «manos amigas le editan Agua y cauce», su primer poemario (Argenis Martínez: Miguel Otero Silva. Caracas, El Nacional / Banco del Caribe, 2006, p. 60). Se trataba de 1937, año que rápidamente clausuraba la primavera política posgomecista y, a raíz de lo cual, MOS se verá aventado a un segundo exilio luego de que el gobierno de Eleazar López Contreras resolviera decretar la expulsión de cuarenta y siete dirigentes de la izquierda venezolana.

Pero tal vez exista una razón muy específica que pudiese explicar esta ausencia de la impronta personal, y que remite a las circunstancias en que fue concebida dicha conferencia. Por lo que se desprende de sus líneas iniciales, la Fundación Mendoza había invitado a Mariano Picón Salas, entrañable amigo suyo y colega de afanes literarios, a que disertara sobre el tema de México, pero su súbita muerte, ocurrida en enero de 1965, hizo que sobre MOS recayera el compromiso de suplir la insalvable ausencia de Picón. Tal vez, por respeto a la forma como el ensayista merideño habría abordado su conferencia, MOS acusa aquí el compromiso de conferirle a su disertación un tono de sobriedad y cercanía a lo académico.

La tituló muy a secas: «Sobre México y la Revolución mexicana», y en lugar de toparnos aquí con un recuento testimonial de todo cuanto aquella revolución significó para la izquierda caribeña, MOS ofrece pasearnos en cambio por un México visto desde afuera. Se trata, en otras palabras, de una suerte de gran mural, a través del cual va presentándole a su auditorio de la Fundación Mendoza un recorrido que arranca con la quema de las naves por parte de Hernán Cortés, hasta terminar en lo que para México significó que muchos aspectos de la revolución terminaran viéndose instalados con firmeza de alma durante la presidencia de Lázaro Cárdenas.

Aun cuando quien presenta batalla aquí sea un poeta y no un historiador, sorprende la manera tan eficaz con que MOS va tratando cada uno de los principales episodios que conforman el inmenso tapiz. Así, por ejemplo, metido de lleno ya en la médula de su disertación, el conferencista coloca el acento en una de las mayores singularidades de la Independencia mexicana. Y a tal respecto afirma:

La guerra de independencia mexicana difiere a su vez en mucho de las guerras de liberación cumplidas en los demás países de la América Hispana, entre otras cosas porque en México el clero juega un papel determinante, tanto en un bando como en el otro. No deja de ser sorprendente que en un país donde el clero católico se había consubstanciado a tal grado con la dominación española que resultaba difícil diferenciar al uno de la otra, fuesen justamente dos curas católicos –Hidalgo y Morelos– los llamados a librar la batalla inicial por las ideas de los enciclopedistas franceses. (Escritos periodísticos. Selección y prólogo de Jesús Sanoja Hernández. Caracas, Los Libros de El Nacional, 1998, p. 169)

Luego de llamar la atención sobre esta particular connotación religiosa en la que no se repara con frecuencia al hablar del caso mexicano, y tras remontar, en rápida síntesis, la cordillera de otra revolución «también salpicada de pasiones religiosas» –la de la Reforma, en 1861–, MOS deja atrás el siglo XIX, el siglo de Hidalgo y Morelos, de Iturbide y Juárez, para hacer pie finalmente en el inmenso delta de la Revolución de 1917. Una revolución que a su juicio hubo que pelearla y ganarla dos veces, desde su primera versión, moderada y liberal, que condujo a que Francisco Madero protagonizara el derrocamiento de la autocracia ilustrada de Porfirio Díaz. Pero esa no podía ser toda la revolución que se habían propuesto los líderes agrarios que resolvieron bajar de los montes siguiendo la prédica de Madero. Así, en juego con un cauce que se va ensanchando, MOS acelera el ritmo con que ha venido recreando las estampas individuales de Madero y de Venustiano Carranza para que del nuevo torrente saliera adelante, cabalgando sobre su voz de conferencista, la actuación de Francisco Villa y Emiliano Zapata, quienes hicieron de sus ejércitos de campesinos, y de su aptitud para organizarlos, la imagen definitiva de este proceso al que MOS no duda en calificar como el más importante de cuantos ocurrieron en América Latina desde el movimiento emancipador del temprano siglo XIX.

Desde luego, al término de este viaje, el conferencista no se queda con las ganas de despedirse de México sin rendirle un homenaje a Lázaro Cárdenas, pero tampoco sin redondear algo en lo que, de haberle alcanzado la vida para ello, Picón Salas seguramente –a juicio de MOS– hubiese puesto toda su energía en destacar: la proyección espiritual que hizo que la Revolución mexicana se convirtiera en sinónimo de lucha contra la feudalidad ancestral en toda América Latina. Por eso remataba afirmando en su nombre y en el de su amigo ausente:

[N]o es posible olvidar la proyección espiritual y el resplandor de rebeldía que la Revolución Mexicana lanzó sobre los demás países de América latina (…) El nombre de México transformose en bandera de insurgencia y en paradigma de lucha (…) [L]as cien mil cabezas de la Revolución Mexicana se convirtieron en símbolo de liberación para todo el continente. (Escritos periodísticos, pp. 187-188)

La Francia liberada (1945)

Según lo registra Efraín Subero, MOS recibe en 1945 una invitación para visitar Londres y París, «en reconocimiento a sus campañas en beneficio de la causa aliada» (Cercanía de Miguel Otero Silva, p. 39). Desafortunadamente, entre sus papeles viajeros, no hemos tropezado con ningún rastro de lo que pudo haber sido la escala inglesa; pero, en cambio, de Francia quedan como evidencias tres magníficos reportajes publicados en El Nacional los días 3, 4 y 7 de agosto de ese mismo año, y que fueron rescatados de la dispersión hemerográfica y del olvido por Jesús Sanoja Hernández (Escritos periodísticos, pp. 197-216).

Francia ya no lo recibirá con la ojeriza con que lo hizo durante su experiencia juvenil, cuando el activista desterrado debió sufrir «el histerismo patriotero de los franceses de aquella época» (Prosa completa, p. 85). Ahora, el cronista regresaba a la Francia liberada, la Francia embriagada de júbilo tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación alemana, aunque en ese momento a los franceses solo les quedara la alegría de bailar entre las ruinas.

En estos tres reportajes hablan quienes hicieron de la palabra dignidad un credo incorruptible: el anciano académico François Mauriac, el novelista André Malraux y el poeta Louis Aragon, cuyo testimonio revela que el trabajo de escribir versos en la clandestinidad y distribuirlos de mano en mano, llegó a ser un instrumento casi tan eficaz como la resistencia armada a la hora de batirse en una guerra desigual contra el invasor nazi.

El tema obligado de todas estas conversaciones era, desde luego, la guerra recién concluida, cuando Francia y Europa toda eran todavía una casa por reedificar. Mauriac, cuya voz «viril y apostólica» «se levantó antes que ninguna otra para clamar por el dolor de Francia traicionada y vencida», es quien primero accede a las insistencias del periodista venezolano. Pero lo que ya lucía vencido por la lucha y los años era la propia voz del entrevistado. Al recibirlo en su casa de la calle Teófilo Gautier, la primera impresión del cronista corre así: «Mauriac es un viejo generoso y amable. Está casi afónico y yo vislumbro tal esfuerzo en la articulación de sus apagadas palabras que estoy tentado de marcharme sin hacerlo hablar» (Escritos periodísticos, p. 198). Pero el viejo insiste en hablar y, con todo y lo breve que resulta la entrevista, allí quedan dichas dos cuestiones fundamentales: el futuro de la literatura francesa y la suerte de la Europa de esa hora.

La voz débil y apagada de Mauriac contrasta con la vitalidad que un día después, en las páginas de El Nacional, exhibe André Malraux, autor de tumultuosa prosa y barómetro de dos grandes acontecimientos como la Revolución china y la guerra de España, a ambos de los cuales consagró las mejores páginas de su obra novelística.

Hablar con Malraux era hacerlo con un gran rostro de su tiempo, protagonista de la resistencia en el frente militar. A diferencia del apacible Mauriac, de domicilio conocido, Malraux resultaba difícil de ubicar en París: «Es militar en servicio activo, con tropas a su mando, constantemente movilizado de un sitio a otro» (Escritos periodísticos, p. 202). Pero cuando el venezolano da por fin con él, la charla se salda sin mezquindades ni apremios. Entre sus vívidas impresiones guerreras, y el futuro de una Europa atlántica, discurren las dos horas del encuentro que tuvo lugar, como lo aclara MOS, en una casa prestada: «Habita temporalmente en el apartamento de un amigo lleno de hijos que ha reducido su espacio vital para ofrecerle alojamiento al novelista» (Escritos periodísticos, p. 202). Un salón estrecho y una tarde generosa es cuanto MOS tiene a su alrededor a la hora de poner a rodar esta entrevista dirigida a sus lectores venezolanos.

Al margen de sus vivencias en el frente de guerra, el futuro Ministro de Asuntos Culturales de la Quinta República pasaría a intercambiar con MOS algunas impresiones acerca de la cultura europea. Y comenzaba diciendo sin ambages: «Yo no he creído nunca en la existencia de una cultura europea (…) [L]o que se entiende hoy por Europa, ni posee una cultura homogénea ni tiene características similares. Para definir a Europa tendríamos que hacerlo con un giro negativo: “aquello que no es Asia”…» (Escritos periodísticos, pp. 206-207). Por lo pronto, su condición de militar lo obligaba –y así lo confiesa– a esquivar cualquier juicio sobre política. Pero haciendo un giro que desde la cultura le permitiera dejar algunas cosas sobreentendidas en el campo que aún tenía vedado ante sí, Malraux se adelantaba a pronosticar algo que, a la vuelta de la esquina, terminaría echando raíces firmes:

Sí creo que una nueva cultura se viene gestando: es la cultura del Atlántico (…) De esa cultura del Atlántico formará parte el oeste de Europa, ya que en el Este se vislumbra un mundo influenciado directamente por Rusia. En cuanto a Francia –aún una Francia donde el comunismo juegue un gran papel– creo que su metamorfosis se orientará hacia el Atlántico (…) Este panorama no implica forzosamente una orientación de la política francesa hacia América. (Escritos periodísticos, p. 207)

Aunque no duren más que el lapso fugaz con que figuran los enunciados, otros temas van alternando con ese futuro que Malraux vislumbraba como atlantista: el porvenir de América Latina y de su narrativa; la profunda proyección que había alcanzado entonces la novelística norteamericana; la extraordinaria fibra plástica de México; la sensibilidad de raíz indígena de los pueblos de América, así como una referencia al vuelo sobre Doña Bárbara y Cantaclaro.

Louis Aragon jamás empuñó un fusil como lo hizo Malraux, pero no por ello dejó de ser un jefe. Un jefe de poetas rebeldes que labró y repartió versos de combate que terminaron estallando con fuerza en el alma del movimiento de la resistencia. Y así, como la entrevista con Mauriac es prueba de quien solo pudo prestar su más efectiva ayuda desde los confines de la vejez y la de Malraux, de quien lo hizo dinamitando convoyes alemanes, Aragon, en la entrevista que le concede a MOS, pone de bulto el esfuerzo heroico de los escritores y tipógrafos que se hicieron cargo de trabajar en las imprentas clandestinas sorteando los riesgos de la detención y la muerte.

Porque, hasta entonces, poco se sabía de cómo, en la Francia ocupada, morían los escritores. Sobre ellos también se abatió el asesinato político y las torturas bestiales, pero en el marco de una tragedia que parecía tornarse anónima frente al otro mundo de la guerra librada con las armas en la mano.

Aragon contribuye a reafirmarlo con sus propias palabras al hablar de una paradoja que a muchos podía parecerles incomprensible: «Francia humillada y conquistada, con sus hombres vencidos, vivió un vigoroso florecimiento artístico» (Escritos periodísticos, p. 213). Y más importante –a su juicio– era lo que ese fenómeno podía significar para el futuro de la creación literaria. Porque, sobre la base de una literatura construida durante cinco años dentro de la ilegalidad, de una literatura que circulaba de mano en mano, alejada de los periódicos y las librerías, Aragon pronosticaba el advenimiento de una poesía de más amplios horizontes, una poesía que recorriera las voces callejeras, que corriera despojada de ropajes formales. A su parecer, eran muchos los que, sin proponérselo jamás, habían terminado siendo poetas a raíz de la escuela de la guerra, y para quienes el concepto podía seguir adquiriendo pleno significado al rescoldo de aquellas brasas recién dejadas atrás.

La conversación con el entrevistado también discurrió puertas adentro, en este caso, en el apartamento de dos habitaciones que Aragon ocupaba junto a su compañera, la novelista Elsa Triolet, en una callejuela cercana a la Ópera. Pero a diferencia de Mauriac y Malraux, a Aragon parecía haberle costado mucho más depurar las emociones y, por ello, la conversación con MOS transcurre, por un lado, cargada de un tono pleno de dolor por los colegas que cayeron en la lucha y, a la vez, de mucho mayor odio hacia la intelectualidad «traidora» que preparó el camino hacia el armisticio de 1940. Lo suyo, para resumir, era más que nada la historia de la inteligencia francesa durante la tremenda prueba de la ocupación alemana. Se trataba en realidad de un homenaje a los muertos menos conocidos de la guerra que MOS, por boca del poeta Aragon, se encargó de trasmitirles a sus lectores.

De paseo por la Plaza Roja (1965)

Hasta ahora, ninguna reseña biográfica nos ha permitido aclarar con precisión en qué fecha emprendió MOS un viaje a la Unión Soviética, cuyos recuerdos trasladó al papel con el tono de una alegre excursión literaria, más que como si se tratara de una solemne procesión a la meca del comunismo universal. Lo de la excursión literaria podría fácilmente explicarse porque su auditorio no era otro que el de la Asociación de Escritores de Venezuela (AEV). Pero la fecha del viaje continúa siendo, en todo caso, un enigma. El recuento mismo del recorrido da a entender que MOS partió desde Roma, junto con su esposa María Teresa Castillo, como turista voluntario; pero el clima de tímida apertura que se advierte en sus páginas, así como la explícita mención que hace de Nikita Khruschev, permiten suponer que ello debió ocurrir a fines de la década de 1950 o, a más tardar, al apenas doblar el cabo de la década siguiente.

De modo que a falta de mayores precisiones, solo podemos consignar aquí la fecha en que brindó ante su auditorio de la AEV en Caracas (septiembre de 1965) esta magnífica conferencia donde el escritor evoca a sus maestros del mundo eslavo, aunque también discurre sobre las alucinantes cúpulas de las catedrales bizantinas, pone el ojo en las colas de quienes acudían a visitar el cuerpo embalsamado de Lenin, elogia las numerosas estatuas de pintores y poetas que habitaban las plazas de Moscú (más abundantes –apunta– que las de héroes militares), hasta que concluye su recorrido con una visita al Palacio del Hermitage en Leningrado. Por cierto que en esta última ciudad, tallada a orillas del río Neva, donde también se detuvo a conocer el cementerio de los zares de Rusia, MOS confiesa haber aprovechado para dejar (así fuera mentalmente) el recuerdo de un par de rosas rojas ante la tumba de Catalina la Grande que enviara con él, desde Caracas, la sombra ausente de Francisco de Miranda.

Ciertamente, lo primero que llama la atención de este itinerario es que sus recuerdos no estén animados por el sentido de devoción que cabría esperar de cualquier romero político que se propusiera peregrinar hasta la capital de la URSS. Al contrario, justamente vienen a ser el humor, la candidez y (a ratos inclusive) el desenfado, lo que le dan sus mejores señas de identidad a esta crónica. Él mismo lo confiesa así:

En cuanto a mí respecta, no me condujo (…) sino la curiosidad de un escritor y turista vejancón que nunca había cruzado el Rin y se avergonzaba de ello, y que viaja siempre en la cartesiana actitud de hallar bueno lo que es bueno y malo lo que es malo. (Prosa completa, p. 59).

Esta actitud invita, ya de por sí, a esperar del cronista-viajero juicios ajenos a la gimnasia del sectarismo, sobre todo si tenemos en cuenta que aun cuando no dirigió sus críticas contra nada que involucrase la fe abstracta en su credo sí lo hizo, y fieramente, contra sus desviaciones burocráticas. Vale por igual que el venezolano haya venido a toparse en ese momento con una URSS en pleno proceso de desestalinización puesto que, como él mismo lo reconoce, el clima de apertura «krushevskiano» no había logrado torcerle totalmente el brazo a la desconfianza que aún infundía todo cuanto procediese del mundo exterior.

Pero sus críticas no se detienen en este punto sino que avanzan con igual fuerza hacia las restricciones sufridas en los predios de la creación. En este sentido –apunta– las nuevas autoridades no parecían tener ojos muy distintos a los de Stalin, y así lo deja caer:

Me sacudió (…) amargamente la actitud mantenida desde la muerte de Lenin a esta fecha por el gobierno soviético con respecto al arte moderno, actitud reaccionaria (no hay otra palabra sino reaccionaria) que según parece Stalin impuso y que, la verdad sea dicha, no ha sido modificada aún sino ligeramente. (Prosa completa, p. 69)

Para luego rematar, tras su escala en uno de los museos de la capital soviética:

En los sótanos (…) yacen las obras abstractas de Malevich y Kandinsky, las expresionistas de Soutine, las oníricas de Chagall, cuatro grandes pintores rusos de este siglo, para cederles los muros a unos cromos cursilones, en los cuales las vacas pastan y los obreros montan bicicletas, cromos estos que, lejos de ser «realismo» ni «socialismo», apenas llegan a mal gusto pequeñoburgués, y del peor. (Prosa completa, p. 69).

La crítica al burocratismo es tan solo una de las intenciones de esta crónica porque enseguida viene lo que, sin duda, es lo mejor de cuanto ofrecen sus páginas: las excursiones a los santuarios literarios, algo para lo cual MOS se las ingenió en todo momento con «ardid de barcelonés». Ello fue así, puesto que a pesar del placer de viajar de incógnito, la Unión de Escritores Soviéticos no tardó en enterarse de su visita y recibirlo con gentilezas y hospitalidades que incluían, naturalmente, que el venezolano pudiese atestiguar por sí mismo algunas de las más significativas proezas de la industrialización soviética. Por eso apunta, con un tono maravillosamente jocoso:

Mientras anotaban en la agenda la lista de asuntos que yo deseaba atisbar en la Unión Soviética, les advertí que todo me interesaba menos la economía, más aún, que me producía alergia esa ciencia y sus realizaciones materiales (…) Aunque no se trataba sino de un ardid de barcelonés precavido. Si llego a decirles –pensé– que me atraen particularmente los avances industriales y agrícolas de la Unión Soviética, me arriesgo a perder los veinte días de mi turismo en la contemplación de usinas, granjas, tractores, fundiciones y altos hornos que son exactamente iguales en Chicago como en Rostov y en Puerto Ordaz como en la cuenca del Dnieper. (Prosa completa, p. 65)

Pero, en cambio, MOS sí pidió expresamente visitar en su apartamento de la avenida Gorki al novelista Iliá Ehrenburg para escucharlo tronar contra el oficialismo del arte soviético, oírlo confesar de propia voz cómo escapó por milagro a la aplanadora estalinista y elogiar, en cambio, a quienes no escaparon de ella pero que continuaban siendo, a su juicio, las dos almas más grandes de la literatura rusa del siglo XX: Boris Pasternak y Anna Ajmátova. Del apartamento de Ehrenburg, en pleno centro de Moscú, el viajero se desplaza luego en un peregrinaje de más de doscientos kilómetros para visitar la casa-museo de León Tolstoi, en Iasnaia Poliana, y apuntar de paso que tres generaciones de rusos no habían podido clausurar, con respecto a Tolstoi y Dostoievski, una discordia similar a la que enfrentaba a los italianos cada vez que hablaban de Leonardo y Miguel Ángel, o entre los españoles al plantearse la intratable rivalidad entre Joselito y Belmonte en el mundo de la tauromaquia. Emplazado por el director de aquel museo a definirse a favor de uno u otro, esto fue lo que dijo MOS: «Yo respondí que [prefería] a Dostoievski, naturalmente, y nos enredamos en una polémica que puso en apuros a nuestra encantadora intérprete, cuyo español diplomático y sindical no le daba para tales batallas de apreciación literaria» (Prosa completa, p. 67).

Estas glosas no agotan desde luego la amplia mirada sobre el mundo soviético contenida en su conferencia de 1965; pero bastan quizá para registrar las claves particulares de un viaje que no se vio dominado por los imperativos de la política, sino por el afán de batirse a solas con una realidad que le permitía hacerse las más contundentes preguntas, aún a expensas de sus más firmes convicciones. Lo que demostraba, al fin y al cabo, que MOS fue siempre un viajero rebelde.

Las escalas que no se escribieron

Hubo destinos que, por la razón que fuese, MOS no confió jamás al papel. Tal fue el caso de Nueva York, ciudad en la que había vivido hacia 1938, y con la cual llegó a deslumbrarse durante uno de los tramos de su segundo exilio. Al menos al papel público. Ello es así puesto que los perspicaces detalles de todo cuanto significó la revelación neoyorquina sí parecen conservarse en cambio en algunas de las cartas que cursó con sus corresponsales en Caracas e, incluso, en las páginas de un breve diario de viajes cuyos originales, según lo revela el testimonio de Argenis Martínez, posee la familia del escritor (Miguel Otero Silva, p. 63). Otro destino curiosamente ausente de esta actividad como cronista o conferencista de temas internacionales es Cuba, país en el cual también vivió un fragmento de su exilio y al cual, después de 1959, lo unirían fuertes simpatías políticas. El caso de Cuba es interesante en más de un sentido. Descontando una entrevista que le hiciera al dirigente Eduardo (“Eddy”) Chibás en plena campaña electoral de 1948 (El Nacional, 4/6/48), se sabe que MOS estuvo en la isla en dos ocasiones durante la década de 1980, una de las cuales tuvo un cierto grado de repercusión pública (el “Primer Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América”, celebrado en septiembre de 1981), mientras que la otra redundó en un gesto de plena satisfacción personal, cuando asistió en La Habana, en enero de 1983, a la presentación de la edición cubana de su penúltima novela, Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, publicada por Casa de las Américas.

Tampoco dejó tras sí ninguna estampa de su estada en Varsovia, donde confiesa haber recalado al concluir su peregrinaje soviético (Prosa completa, p. 81), ni de Sofía, donde le tocó presidir en 1980 el Congreso Internacional de Escritores (El Nacional, 5/10/80). Podríamos citar otros ejemplos, como fue el caso de Lima (1981) donde participó en un encuentro sobre humorismo, o de un memorable viaje a París, en mayo de ese mismo año, invitado especialmente a los actos de toma de posesión del presidente François Mitterrand.

De modo que si, por desgracia, de estas restantes experiencias viajeras no contamos con lo que pudo aportar su propio testimonio, conservamos en cambio, a través de las crónicas y conferencias glosadas a lo largo de este ensayo, la prueba de lo que fue también, dentro de la diversidad de sus realizaciones en el campo del periodismo, una de las fuentes más inestimables pero menos divulgadas de su capacidad creadora: su amplia y atenta pupila para apresar el mundo exterior.

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[Versión sintética del texto originalmente publicado en Rafael Arráiz Lucca (compilación y prólogo): Miguel Otero Silva: una visión plural. Caracas, Universidad Metropolitana / Libros El Nacional, 2009, pp. 51-71.]


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