Nelson Sánchez Chapellín retratado por Julio Estrada | RMTF
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Sobre los fustanes del Ávila, una casa grande, amarilla, con terrazas y pasarelas que se cruzan en el vacío, es el hábitat de un caraqueño que, cual noble jamás vencido, convida cada día a ver las maravillas que su castillo contiene; mientras los visitantes —tantos que la reiterada afluencia es estadística para el pasmo—, no pueden creer lo que ven.
Trotamundos con la mirada entrenada en detectar todo lo que exuda vida, historia, origen, sudor, arte, Nelson Sánchez Chapellín —al parecer el apellido que aglutina a su infinita genealogía le habría dado nombre a la famosa barriada de la ciudad—, vive ahí y ahí convive con tres mil piezas de arte de origen afroamericano, léase máscaras, figuras humanas de buen ver o con cuernos, tapices, collares, batolas de estampados vivaces que parecen haber dejado al desnudo a unas reinas guajiras —“ese vestido amplio y fresco que se adapta a la brisa hirviente de Perijá es hija de estos ropajes africanos”—, objetos indescriptibles que parecen remos o lanzas pero son balanzas, amén de un gato y un chivo llamado Platón.
Caraqueño criado en Maripérez —y sus ancestros en Chapellín—, hermano de 17 y tan campante, ha viajado como Colón: para movilizar asombros a través de los tantos mares y sus cielos, y sin duda para provocarlos en los ojos que se dilatan maravillados con tanta inesperada belleza.
Adora ser descubridor de la belleza donde la haya. Y no conforme con eso, atesorarla. Una vez detectada la gracia en la línea, el tiempo en la arcilla, el mensaje en el volumen, el ritmo en el canutillo, la trama en los textiles, lo que prosigue será compartir aquello en horario corrido de martes a domingos. Tal es el placer de este coleccionista. En realidad, un caballero generoso con los amigos y todo el vecindario —les da clases e invita a investigar a los estudiantes de las escuelas cercanas por pura devoción—, risueño y siempre dispuesto a bailar. No se arredra si repica el tambor o si lo que viene es joropo. Un hombre a ritmo febril, con goce de niño, que hace que a los invitados una y otra vez se les caiga la quijada no más franqueen el umbral.
No le bastará el goce íntimo, individual, solitario de la posesión. Custodio de las piezas de orígenes remotos adquiridas en Etiopía, Congo, Camerún, Nigeria, Mali o Guinea, no querrá convertirlas en secreto bajo siete llaves: eso le parecerá avaricia. Y desangelada opción. Su hoja de ruta será la preservación y, más que para sí, cual Willy Wonka del arte, adorará mostrar aquel desafío artístico y cultural y quebrantar arquetipos y prejuicios.
“África es mucho más que tam tam de cueros, guerras tribales o miseria”, explica en una visita guiada. “De África venimos todos, la especie humana se gestó en ese continente, nuestros ancestros están allá. ¿Y qué es allá? No solo la conmovedora foto que muestra el zamuro parado a centímetros del niño enclenque: nos movemos a tientas con preconceptos, consumimos verdades a medias y sin duda mentiras y omisiones que terminan construyendo un reducido universo de irrealidades y banalizaciones”.
Disfruta contemplar y sin duda ver la curiosidad en la mirada asombrada del que escudriña las esculturas, las piezas de orfebrería, el diseño de las ánforas, las reliquias que están montadas y aún faltan por montarse. Como si mostrara su álbum familiar. El museo es su hogar y lo que está en exhibición, árbol genealógico. Un claustro que contiene hierro, hilo, muñecas de trapo de turbantes y altos moños, piezas pesadas de afiladas puntas y un solemne mobiliario: sillas de respaldares enormes en las que el acto de tomar asiento equivale a tomar posesión.
Está en el último piso, el tercero, su domicilio. Pero todo lo demás, el Museo de Arte Afroamericano, también lo es. Inaugurado el 26 de mayo de 2011 y levantado a pulso y a pulso mantenido —aunque tiene el récord de uno de los museos más visitados de Caracas y del mundo— es de esos espacios que compensan. Que a punta de cuento y canto, no necesariamente religiosos (aunque las fiestas de San Juan son aquí un espectáculo, y Tabaire Díaz, Betsayda Machado y los decimistas traen el cielo a la tierra) renuevan la fe.
Quien en los setenta fuera absorbido por la noche profunda neoyorkina y fuera este buen bailarín reconocido como un Travolta sobre la pista de Estudio 54, es el mismo que, graduado de economista en la Central, donde cursara también un doctorado en Gerencia, y con cuatro idiomas, está empeñado en hacerle contrapeso al desdén. “Hay que enseñar a pensar, no solo a consumir conceptos envasados al vacío”, dice. Añadir su otra obsesión, la valoración de la identidad nacional y su amor por Venezuela —“nos sobran problemas y no nos faltan defectos, pero este bendito país está poblado por seres humanos maravillosos”— lo impele a abrir espacios al aprendizaje.
En el Museo, el servicio de biblioteca abre cada día para quien quiera investigar en sus casi dos mil volúmenes de ediciones de orígenes remotos. Y cual aula abierta, se dictan charlas, además de que se ofrecen conciertos y montajes coreográficos de danzas —los artistas deberán contar qué hacen, qué significa tal giro, por qué— del inagotable repertorio folclórico. Y así como se celebra San Juan —y una pareja de veinteañeros baila sabroso al ritmo de Celia Cruz cantándole a Santa Bárbara bendita, porque ensayan una pronta presentación—, se inauguran exposiciones que nos cuentan de dónde venimos y se dictan charlas enaltecedoras de la negritud, se recuerda la influencia en la música, la pintura o la gastronomía de quienes fueron desarraigados, esclavizados y libertos —y partícipes en las luchas independentistas—, y se exalta la mixtura que somos.
Sí, el sofrito es africano, el plátano frito también, sí hay grandes hombres y mujeres en Sudáfrica y en El Callao, Cumarebo, Guasipati, San Juan de Payara o Barlovento. Tan luchador Mandela como Pedro Camejo o José Leonardo Chirinos.
El Museo es una explicación de lo primigenio y una ruta que nos sugiere qué nos modeló. Es un abrevadero de antropología, arqueología, historia, geopolítica, diseño, arte, conciliación, paz. Es escuela. Y Nelson Sánchez Chapellín podría considerarse maestro o rector. Y un corredor de fondo. Es un señor de 80 tan inquieto, más bien hiperquinético, que con su vitalidad y ausencia de canas desmiente cada dos por tres la información de su cédula; cuesta seguirle el trote.
El fundador y director del Museo no deja de convocar a profesionales, estudiantes y curiosos a aquel espacio donde puedes detectar la génesis del machismo y también la tenaz lucha de la mujer por su reivindicación. De la sala de exposiciones que contiene las paleomonedas, las piezas de cambio y trueque de la economía del inicio, objetos enormes y aparatosos, se pasa a la estancia que contendrá las imágenes de las mujeres y su compromiso tanto con la amorosa maternidad y su liderazgo en la organización comunitaria en tiempos de cosecha. Su plan más querido es avivar el deseo de reconstruirnos asumiendo el espejo. “Ha pasado mucha agua bajo los puentes, lo terrible y lo prodigioso, a lo largo de los siglos; sin embargo, la vida no ha dejado de abrirse espacio. Es una tenacidad”. Mira la escultura de la mujer barrigona: “Solo basta querer y creer”.
Conocido y reconocido por su porfiado desempeño como promotor cultural y mecenas, afán que entiende como una forma de ser artista, Nelson Sánchez Chapellín trabajó por la vindicación de las costumbres culturales de más raigambre. Fue en su enclave de Cata, donde tenía otra casa, la que fue sede de festivales internacionales de danza en la que participaban invitados y lugareños, y donde se dictaron talleres de gastronomía que trasteaban los vínculos con sazones foráneas a la local, dictados por Helena Ibarra, la conocida chef caraqueña que rinde pleitesía de manera lúdica al recetario tradicional. No pudo hacer lo soñado: la Casa de la Cultura de la Costa. El terreno donde iba a funcionar, frente a la Plaza Bolívar de Ocumare, fue invadido sin remedio.
Por lo que alzó, con el inventario de piezas de arte que entonces tenía, el Museo de Arte Afroamericano de Caracas, con el mismo objetivo: construir un referente de lo ancestral que haría foco en una parte fundamental de nuestra hibridez. La negritud, más que melancolía y cadera, pasión y ternura, creatividad y espiritualidad profunda —“que no es poco”—, prodigio genético gracias a las delicias del mestizaje.
Lo cierto es que tiene Nelson Chapellín entre ceja y ceja que el Museo, iniciativa privada premiada internacionalmente, con cuya resonancia pudiera darse por servido, que nos aceptemos y hasta jactemos, y entendamos el presente partiendo de la idea de que aquellas bellezas sensuales, poderosas, amorosas, realizadas en los reinos de Benín, Kush y Ghana, en los reinos Zulú o Malí, o por la civilización Nok que suspiran en silencio en sus nichos y altares son pivote, como nosotros su herencia. Que aquellos instrumentos musicales rarísimos que nos cuentan el umbral histórico entre pasado y presente, dan cuenta de una insospechada complejidad. Las manifestaciones artísticas ancestrales parecen haber perpetrado el cubismo.
De talante “epicúreo y egocéntrico” —como dice la cantautora Naiffe Peña— Nelson Sánchez Chapellín no concibe la rémora. Los obstáculos son su desafío, y vencerlos ya: no mañana. Cabeza que está constantemente en ebullición la suya por si fuera poco esta conquista, el Museo, va a por más. Fascinado con la memoria, jura que deberíamos tener otros museos adicionalmente: el del petróleo, el del oro, el de la gastronomía, con una sección exclusiva para exhibir nuestros quesos en tabernáculos, el del baile, el del mueble, el de la historia, para entendernos. Un Museo es más que un cúmulo de piezas relacionadas: es un espacio vivo que ofrece sabidurías. Un libro abierto que nos amplía la conciencia. Un viaje por entre costumbres, alegrías y pesares que corrobora el avance.
Busca casa para el Museo del Arte Indígena en un lugar caraqueño: pronto será noticia. “En mis viajes por el país, visitando exposiciones, he ido compilando piezas magníficas. Una colección que ahora mismo conforma un catálogo de aproximadamente mil quinientas obras de arte y objetos utilitarios de distinta procedencia étnica venezolana”, afirma. “Se trata de un muestrario representativo e impresionante de lo que somos. Es una suerte de conjunto o suceso antológico que tenemos que adherir como fortuna”, anuncia. “Escudriño en la ciudad la casa ideal donde tendrá vida, ojalá en San Bernardino también”. La suya es una colección en busca de hogar. Lo conseguirá.
Del bando de los obstinados, los que trabajan siempre y son indispensables, este incansable que presume de haberle picado adelante al tiempo, ha vivido a fondo la agenda de los días. Encantado de acopiar vida, memoria, objetos, quien fuera conspicuo representante de la bohemia y llamó la atención de las publicaciones neoyorkinas con sus atavíos que lo distinguirían como uno de los mejores vestidos, ahora mismo recibe con una de sus batas amplias rematadas con bordados de filigrana; como anfitrión de un evento dominical en el Museo podrá embutirse en un flux índigo cuya guinda será una corbata fucsia: no le teme a los contrastes. En realidad, ama la mixtura. Así, hasta en la mesa donde se luce con su sazón asombrosa.
“Museo es un vocablo que viene de la palabra musa. Antiguamente concentraría creación, con el tiempo hospedaría, además de arte, pensamiento, y sería escenario para impulsar la investigación y el debate”, dice observado por las máscaras, avanzando entre las rampas por entre unas herramientas enormes para el arado que valían lo mismo que un buey o mientras a su paso ondean los tapices con escenas de guerra o amor, hasta salir al jardín a hacerle carantoñas al chivo: tres de esos animales bastaban para hacerse de una esposa. Queda en las estancias, abrigando las maravillas de madera, cestería o barro del quehacer artístico una suerte de halo sincrético: el discurso entusiasta de Sánchez Chapellín fundido al susurro atávico que da la bienvenida.
Siempre fue así nuestro anfitrión: una tromba, un torbellino humano deseoso de hacer, jamás deshojar. De mesero en New York a creador de este recinto hiperbólico, evoca las tantas participaciones de músicos que han ofrecido conciertos en el patio central o en el salón de las máscaras del Museo (Ángel Palacios, Tabaire Díaz, Trina Medina, Betsayda Machado, Pabellón Barroco, Elizabeth Guerrero, Gerardo Gerulewicz,), los artistas plásticos que han expuesto en las salas junto al recibidor o en el nuevo espacio expositivo, El Ágora (Onofre Frías, José Paradisi, Carolina Lezama, Luis Alberto Toto García, Martha Cabrujas), los catedráticos que han dictado charlas (Itala Scotto, Beatriz Alicia García, Felipe Delmont, Oscar Hernández Pernalete) y más.
“Creamos el premio al periodismo cultural y ciudadanía, vamos por la quinta edición”. Y sigue enumerando: el bazar a beneficio de la escuela vecina, el día de costura de muñecos en Navidad con Isabel Cisneros, el homenaje a Canelita Medina, la próxima exposición con Luis Alberto Hernández. Lo que viene.
“No identificamos las piezas para que el visitante se motive a indagar, al que logre identificarlas, consultando en nuestra biblioteca, le regalamos un libro”, dice. “Aquí no hay prejuicio, hay deidades y representaciones de amor, nos gusta el reencuentro histórico y que los caraqueños nos veamos aquí. No somos una foto sepia del pasado. Aquí vibra la vida, nada de bajarle dos, no hay tiempo para eso”.
Faitha Nahmens Larrazábal
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