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De Caracas me gusta todo, las lluvias, las sequías, la expresión de los conflictos; aquí lo malo es transitorio frente al imperio de la belleza, la topografía, el clima, los vínculos con el mar, la proporción del valle, las plantas, el ambiente tropical-caribeño-de selva húmeda; eso determina que ésta sea una de las ciudades más bellas del planeta.
En Caracas, todos los trozos de sus paisajes se cruzan en la columna veloz y baldía de su proverbial autopista. Los cruces orientan siempre la mirada (entre la luz, el calor desconsiderado o la lluvia torrencial), hacia el emplazamiento prodigioso del valle desde Catia hasta Petare. Tal vez por ello, Caracas es la ciudad del amor y del odio, de la vida. De todos y de nadie, esta ciudad pública tiene el destino desgarrado de unos cuerpos en tránsito que sin pasión la gobiernan.
Lugar de desarraigo para unos, para otros significa el recinto de la felicidad inexistente y, sin embargo, prometida. Capital desacreditada de la Nación: Caracas apenas legaliza en su espacio el poder, pues la arquitectura oficial no existe y mucho menos el ajuste de su acción. Sin protectores incondicionales, sin mecenas ni amantes heroicos (excepto el que dramatiza el pálido y temprano cuarentón que ahora escribe), esta ciudad ha cobijado durante las últimas tres décadas seis presidentes de paso, un centenar de ministros de jornada fácil y hoy, posiblemente, cuatro alcaldes.
Como toda leyenda gótica no necesita de saqueadores (más próximos de una historia de corsarios), necesita un abad que la sacralice, un arcángel que la resguarde, un cardenal que la ordene, un monje que la limpie, un jardinero que la pode, un carpintero que la barnice, un conquistador que la descubra, un descubridor que la seduzca, un seductor que la enamore, una pasión que recupere sus heridas y nos la torne pulcra, sagrada, hermosa, transitable, virginal y posible, hecha de arquitectura.
Pero, ¿cuál es la arquitectura de la ciudad? ¿Es la que efectivamente se edifica en ella o es aquella otra que, ocultamente, se dibuja en sus talleres, se concibe en sus facultades, se profundiza en el afecto y en el conocimiento del lugar para no construirse nunca jamás? ¿Es la que aparece en sus calles o es la que arquitectos y estudiantes proyectan para su propio y ambiguo disfrute?
Buscar una arquitectura caraqueña equivale a no decir nada, es desconocer la fundamental distinción y el infranqueable abismo que se establece entre el talle y la calle, entre el laboratorio y la realidad, un abismo que durante décadas se ha profundizado en una democracia sin legalidad. De modo que a la desaparición de tanto populismo partidista, tendría que corresponder ¡obligatoriamente! a un renacimiento de la arquitectura real. Una suerte de nuevo período heroico que supere la situación más dolorosa: el olvido de la ciudad, la pérdida de la belleza.
En Caracas, calle y laboratorio constituyen una cosa bien distinta, una paradoja inabordable. La calle es la realidad, pero no sólo en lo que tiene de limitante (frente a lo soñado en los talleres), sino que es además una realidad local, paralizada en la crisis de estímulos al pensamiento. Tal vez por ello, el reto más difícil y poderoso que enfrentan quienes rigen la ciudad está en el desgano y en la ausencia de una tradición que mantenga “la calle” enfrentada al taller.
Lo que se produce en los ocultos y secretos laboratorios tiene, sin embargo, mucho mayor alcance a pesar de su naturaleza subterránea. Son los trabajos en equipo, enmarcados en la condición liberal del arquitecto, distanciados de la patética burocracia de los instintos de planificación. Son los concursos de arquitectura (no importa el tema: una acera, la ordenanza de una esquina, la iluminación de un monumento, el paisajismo de una quebrada) la única garantía que anima el interés hacia el territorio de la ciudad. El cancelar la modalidad de los concursos o la participación del taller de libre competencia, acentuó el tiempo de una crisis que vine asolando la disciplina durante los últimos años: los arquitectos no pueden crear si no existen encargos o confrontaciones que produzcan públicamente sorpresas reseñables, estilísticas.
Ideas para Santiago de León
Las ideas, como la ciudad, no pertenecen a ningún alcalde y mucho menos a las visiones partidistas. El conocimiento del espacio público, lo lidera, inobjetablemente, la élite de sus arquitectos. Las ideas, aquellas ideas futuras que harán diferente el porvenir respecto al presente, simplemente no crecen. Su modalidad de existencia no es biológica ni botánica. La condición de las ideas urbanas, de su ser, es condición de conflicto, de debate y de conocimiento. Surgen a través del calor o el frío de la controversia y a partir del choque de las mentalidades.
En Caracas, redactar un plan general de operación señala un nuevo entendimiento de la ciudad, a partir de lo que proponen esos virtuosos, pues orienta la planificación hacia las intervenciones urbanas concretas. Este criterio enfatiza el abandono del tratamiento brutal y exclusivamente normativo del crecimiento neutro de la ciudad (perpetuado como un crimen a través de las ordenanzas), así como el planteamiento alternativo, vigoroso y estratégico de las intervenciones, capaces de llevar a cabo las transformaciones que arriesgan y enuncian las piezas clave y el futuro de la ciudad.
Por ello, más que una observación es una exigencia proponer la elaboración de 100 ideas para el avance de la “Programación General Santiago de León de Caracas”. Las ideas tienen en coherencia con esta noción un triple sentido: nacen de la angustia por conocer (y por decidir, por supuesto) cuál será la ciudad que afrontará el nuevo siglo, inician como un proceso de cultura la novedosa ejemplificación pública de las hipótesis propuestas para los puntos neurálgicos de la ciudad, y finalmente suponen el contacto con un colectivo de más de mil arquitectos plenos de razonamientos, interesados, y sobre todo, talentosos.
Espléndido laboratorio abierto
El resultado de la experiencia de observar a Caracas como a un laboratorio abierto, seguramente superará las propias expectativas, planteando para Santiago de León de Caracas la cuestión de una posible arquitectura de la ciudad. La suerte de esta nueva expedición geográfica, propuesta a partir la modalidad de los concursos para la ordenación física de la territorialidad caraqueña, no sólo constituye un derecho nacido de la constitución liberal del ejercicio de la arquitectura (condición ferozmente amordazada por los organismos estatales), sino que merece un lugar especial en la historia urbana de nuestra ciudad.
El reto de la reestructuración física de las áreas deterioradas por el efecto traumático de las malogradas operaciones de cirugía vial, efectuadas durante los últimos treinta años (y de las cuales los elevados de la Av. Andrés Bello, plaza Venezuela, Los Ruices, Las Mercedes, expresan solamente un detalle), podrían señalar el punto de partida para una reflexión más profunda en torno a los vínculos entre arquitectura y ciudad y, seguramente, la primera contribución contemporánea al problema de la construcción arquitectónica de la Caracas real.
Los fundamentos para la programación de 100 ideas sintetizan, por encima de las abominables visiones partidistas, las propuestas necesarias de capitalizar. Caracas necesita de un entendimiento singular y despolitizado de cada “parte de la ciudad”, desde el Parque Vargas hasta la plaza de las Madres en Petare. Necesita, sobre todo, el valor irreductible que adquiere el proyecto urbano como un espacio de reflexión histórica en un proceso cultural que requiere de líderes, campeadores y protagonistas. El resultado de abrir la ciudad como escenario para 100 ideas, pone de manifiesto la necesidad de ir más allá de las injerencias inmediatas, fatalistas y vergonzantes. Desplaza la idea de una ciudad caótica hacia la memorable y gozosa experiencia de una ciudad laboratorio de arquitectura.
Se opta así por comprender lo urbano a partir de permanencias y fragmentos que deben componerse al nacer de una reflexión arquitectónica sobre cada uno de los puntos neurálgicos. Se incorpora así, en cada solución concreta, el resultado de una cuidadosa lectura del lugar, sus trazos, su topografía y sus posibilidades funcionales y plásticas.
El laboratorio, las ideas y los concursos, renuncian a la tentación de responder al deterioro espacial de Caracas, proponiendo un nuevo orden. En su lugar, se enfatiza en la singularización arquitectónica de cada uno de los espacios que, a modo de “ámbitos de felicidad” o “insólitos acontecimientos”, encuadran el área de actuación que se extiende desde Catia hasta Petare. El primer capítulo de las ideas propuestas, para los próximos tres años, debe abrir el interés por las operaciones de una programación que garantice la ciudad que nos pertenece, la del nuevo siglo, la que queremos y aspiramos, la que legaremos, la ciudad lejana, la ciudad de nuestra vejez.
Las acciones deberían recuperar y ampliar la dignidad del concepto tradicional de “obra pública” y de “ornato”, tan olvidado y despreciado durante las últimas décadas. Se deberían apoyar en el protagonismo público y en la participación directa de una administración municipal “humanista” (a la manera florentina del s. XVI), y no humanizada (a la manera populista de la modernidad tardía caraqueña de los años 70). La atención prioritaria del laboratorio de ideas se puntualiza en la configuración del espacio público como derecho adquirido y vertebrador de la ciudad, una suerte de “ley de colegiación de la calle”, como patria misma de la belleza.
Y es que en nuestra ciudad se dan simultáneamente diversos tipos de vida en comunidad, tanto ortodoxos como subversivos, reclamando con frecuencia el mismo derecho a su existencia. Por ello, junto a los que ya son tradicionales, el caraqueño continúa sintiendo la necesidad de nuevos espacios urbanos. Ambos le resultan indispensables para hacer lo que ha venido haciendo desde hace más de cuatro siglos: callejear, degustar el placer del paisaje, pasear, ver a otras personas, encontrarse con ellas, enamorar, conversar. Estas actividades son tan antiguas como los espacios públicos, calles y plazas que requiere.
100 acciones que conmemoren
La elección de un repertorio de 100 acciones o enunciados conmemoran los eventos de arquitectura que actúan sobre una ciudad ya constituida, altamente densa, con mínimos espacios disponibles y con el único recurso de la desorganización.
El reto de este comienzo de siglo está en construir sobre lo ya construido, en reordenar, soldar, recuperar, coser, sanear, revitalizar lo ya existente. Abrir la puerta de Caracas a La Guaira, definir la ley de protección a la autopista como un preludio paisajístico de cara al Caribe (eliminar el feo quiosco tridimensional del peaje que flanquea su entrada). Ordenar los edificios-puerta que puntualizan el acceso de Catia a la ciudad. Incluir en la normativa una estrategia arquitectónica que rija el crecimiento de la ciudad y que permita la inclusión de tipologías: edificio-corredor, edificio-esquina, edificio-puente, edificio-patio. Enseñar públicamente la importancia de una edificación en esquina: para ello, se propone declarar monumento y patrimonio público el edificio Banco Unión de Sabana Grande (Benacerraf & Vestuti) y demoler el hotel Crillón (cruce con Av. Libertador).
Mantener como prioridad la culminación del Parque Vargas y la realización de la plaza del Quinto Centenario, declararlas piezas centrales de la ciudad de hoy. Eliminar la fea escultura de Bolívar que remata el Parque Vargas, erradicar el terminal de autobuses del Nuevo Circo en La Hoyada y declararlo capítulo cancelado en la historia caraqueña.
Asumir la Autopista del Este con su inmenso y desplazado potencial paisajístico como símbolo de la ciudad, promover en ella la continuidad de acontecimientos que abran la ciudad con sus puertas hacia el norte, hacia el sur, hacia el este y el oeste. Crear edificios-puente que cabalguen sobre algunas calles a la manera de arcos de triunfo.
Respaldar una campaña pública para tumbar el horrible terminal de La Bandera, en su lugar, promover la construcción de un edificio singular, a la manera de una estación terminal, un peristilo heroico, una sala hipóstila a la manera del proyecto propuesto por Sanz y Parilli para el Consejo del Distrito Sucre. Recuperar la antigua plaza La Estrella en San Bernardino, valorizar los edificios Titania y Astor.
Implantar siete promenades, en una suerte de ley de la calle: 1. Plaza Pérez Bonalde, Av. Sucre, El Calvario; 2. Plaza Artigas, San Martín, plaza O’Leary; 3. puente de Los Leones, Av. de La Paz, plaza Madariaga; 4. Plaza O’Leary, parque Vargas, plaza Venezuela; 5. Plaza Las Tres Gracias, paseo Los Ilustres, Los Próceres; 6. Sabana Grande, Chacaíto, Altamira, y 7. Parque del Este, Petare.
Utilizar la experiencia de El Silencio como el aporte más significativo de la condición caraqueña, el bloque horizontal y la manzana cerrada alrededor de un patio, que podría reproducirse en otros sectores de la ciudad (San Agustín del Norte, Av. Casanova, Bello Monte, La California o La Pastora). Promover la ejecución de monumentos urbanos dedicados a sus grandes promotores: Luis Roche, Manuel Mujica Millán, Carlos Raúl Villanueva, Luis Malaussena, Carlos Guinand Sandoz.
Construir un edificio-torre o bastión con un pórtico de tres alturas a la entrada de la Av. Casanova cruce con Las Acacias y otro a la entrada de Las Mercedes, donde está el CVA. Demoler los voraces avisos Pinco Pittsburgh y Cónsul sobre el bloque 1 de El Silencio y expurgar los anuncios La Carpeta, Waikiki, Fanafil. Lego, Xerox y Banco Unión, en la plaza Venezuela, por el contrario, declarar monumentos a los de Savoy, Polar y Coca Cola, también en la misma plaza. Utilizar la idea de Jesús Tenreiro para amurallar ciertos sectores de la ciudad, recuperar los puentes art déco de Bello Monte y Las Mercedes, hacer pública la plaza del Bicentenario, caminar cuatro horas semanales (obligación de alcalde). Restaurar el viejo edificio Pan Am en la Av. Urdaneta, realizar intervenciones a lo largo de la horrible Av. Lecuna y San Agustín del Norte, erradicar San Agustín del Sur y retornarle este espacio a la ciudad del nuevo siglo.
Construir la sede de la Gobernación y el Palacio Municipal del Distrito Sucre según las propuestas de Dorronsoro y de San y Parilli. Limpiar, reubicar y recuperar, el esplendor y axialidad de la India de El Paraíso. Señalar a Petare como una de las puertas de la ciudad, demarcar su acrópolis, restaurar las Torres del Centro Simón Bolívar, recuperar el agua de Las Toninas de Narváez.
Restaurar el hotel Humboldt, cuidar el pésimo mantenimiento y paisajismo que resguarda el recinto de la plaza Venezuela, en una propuesta de ordenanza paisajística que garantice, para el caraqueño, el trozo que se extiende desde El Guaire, pasando por el Jardín Botánico hasta Las Mercedes.
Erradicar, irrevocablemente, la invasión progresiva de buhoneros que contaminan visualmente los principales ejes de la ciudad, retomar el Museo del Oeste en su condición de terraza-mirador, transformar las pesadas, atrasadas, bastardas y destructivas ordenanzas que cargaban los burros, por normativas livianas y flexibles, comandadas por virtuosos.
Cuidar el territorio de La Candelaria como un barrio singular; cuidar y abrir el interés hacia territorios nunca transitados como Gramoven, La Silsa, Los Flores; asumir La Urbina, Santa Rosalía, San José o Parque Central como paradigmas de las experiencias brutales, feas y torpes; construir el magnífico proyecto de Borges y Pimentel para la Gran Avenida.
Repetir tipológicamente, la experiencia de Altolar; retomar la idea de Alcock para recuperar una serie de sitios en un sistema desplazado a lo largo del Guaire. Recuperar la atmósfera caribeña de la ciudad a partir del agua y la arborización, quitar los estorbos u “obras de arte” (el feo Cruz Diez del Guaire), eliminar la contaminación visual que bloquea las aceras, abrir las perspectivas de la ciudad a las montañas, recuperar sus quebradas y calles, crear ciudad, no extendiendo sus dominios, sino recobrando sus fragmentos olvidados.
Recuperar la calle norte-sur que va del Country al Tamanaco, hacer puentes de comunicación urgente sobre el Guaire, liberar el viaducto sobre el Tamanaco como remate visual de la Av. principal de Las Mercedes y desarrollar una pequeña plaza y una fuente en ese espacio confinado; demoler las superfluas estructuras y la espantosa escultura de la plaza triangular en la Av. principal de Las Mercedes. Recuperar El Calvario y el uso cotidiano del Observatorio Cajigal, como bienes cotidianos del uso ciudadano. Retornar el agua a todas las fuentes de la ciudad. Como una condición ética y de honor, salvar Las Guaycas en Campo Alegre, como el primer monumento de la modernidad caraqueña… cortar, soldar, coser… Poner la ciudad en su santo lugar.
Epílogo
Dialogar con Lorenzo el Magnífico
Lo que aspiramos de quienes rigen el destino y futuro de la ciudad es un crecimiento que la política no interrumpa: una composición, un descubrimiento festivo de la geografía urbana, un diseño total y no el “no-diseño” que ha acribillado a la ciudad durante los últimos cuarenta años. Los arquitectos quieren saber, participar, exponer, disentir. Proponer cómo eliminar los elevados, cómo develar sus calles memorables, cómo fortalecer las piezas de serie potencialmente interminables, cómo abrir sus magníficas terrazas públicas, cómo pactar sus ejes axiales y ciclópeos, cómo afianzar sus atmósferas que producen nostalgia, cómo describir, desde Catia hasta Petare, los jardines y los fragmentos dispersos que se anclan en sus ruinas. En fin, recuperar un Abad e iniciar una tradición de diálogo con Lorenzo el Magnífico. El golpe alto se asienta en un urbanismo entendido no desde el punto de vista tecnocrático de la zonificación, sino desde una realidad compleja, sutil y frecuentemente enterrada.
Los caraqueños debemos pensar con los ojos, dominar el espacio como el ojo divino de Horapolo vigiló territorios y ciudades. Gobernar el paisaje con la mirada neutra y objetiva de Galileo que mide las montañas lunares, mirar el entorno enmarcando las vistas en secuencias del montaje de una exposición total.
La nueva urbanidad y la ciudad de fin de siglo, no sólo lo que se refiere a torres y edificios, monumentos y avenidas, calles y plazas, parques y autopistas, faroles y avisos, vipoquines y pavimentación, exige de un gesto tan estimulante como el gesto civilizador que la vio nacer. Exige, sobre todo, en lo que se refiere a la memoria, acontecimientos, y a los sueños, la seguridad que da sembrar (a la manera de Sanabria) mil palmas reales a lo largo del cañón del valle. Sólo así las descargas de todas las lluvias torrenciales, la embestida de todos los vientos descomunales, el agobio de todos los calores desconsiderados pasarán dejando serena e incólume a la ciudad.
***
Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 25 de julio de 2016.
William Niño Araque
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