COVID-19

Antropología política de un desastre global

Fotografía de JOHN WESSELS | AFP

01/04/2020

Los desastres representan la cristalización de procesos sociales, históricos, materiales y simbólicos. Son el producto de relaciones humanas establecidas con la naturaleza y sus fenómenos, o bien de relaciones entre sociedades e incluso entre sectores de una misma sociedad. Esto permite comprender que los desastres no son naturales, y que nada tienen que ver los fenómenos con las destrucciones que se suceden a su paso. Los resultados eventualmente catastróficos a la vuelta de terremotos o huracanes, por ejemplo, provienen de procesos humanos, de convivencias equívocas con la regularidad de la naturaleza, de la ausencia de memorias colectivas asertivas, o bien de decisiones vinculadas con la satisfacción de intereses que optan por dar la espalda a la prevención. Esos fenómenos naturales potencialmente adversos adquieren tal cualidad a partir de la forma en que las sociedades se relacionan con ellos. Lluvias torrenciales en medio de un desierto no producen los mismos resultados si descargan sobre laderas inestables ocupadas por viviendas autoconstruidas. Cuando la naturaleza se yergue como amenaza hallaremos su causalidad en la sociedad que la padece como tal y no en la potencialidad de sus embates. Este axioma es tan elocuente como poco compartido.

El Covid-19 es, hasta ahora, un virus sin cura ni vacunas. Su propagación por el planeta ha sido veloz; con la misma velocidad se han observado respuestas disímiles y contradictorias escasamente articuladas entre países o regiones, e incluso de espaldas a la OMS. Tan pronto como el contagio mortal llegó a Europa, filósofos y críticos han augurado un apocalipsis especialmente enfocado en Occidente evidenciado por su rutilante fracaso ante el virus, en contraposición a la celeridad y agudeza del Oriente que parece aleccionar al planeta sobre cómo actuar ante esta amenaza. Si bien no se trata de un enfrentamiento entre culturas, sí lo es entre poderes. Las sociedades han procedido ante la amenaza a través de sus Estados; es decir, lo han hecho como países, una respuesta acorde con la modernidad y no con tradiciones. Sin embargo, conviene observar a la cultura detrás de cada Estado para comprender las diferencias, los aciertos y desaciertos, los efectos regionales y globales, así como los intereses que se asoman a modo de picas en Flandes.

En un texto que no esconde la apología por el autoritarismo oriental, Byung-Chul Han, «el filósofo surcoreano que piensa desde Berlín», como lo describe el diario El País (España), detalló las formas (extremas ante el liberalismo occidental) en las que el Estado chino ha controlado el movimiento del virus al controlar, a su vez, el movimiento de las personas. Esto ha sido de tal magnitud que la ciencia ficción resulta un oráculo indefectible. Una simbiosis perfecta entre el panóptico y el Big Brother que atraviesa a cada individuo, como seguramente lo pensó Foucault con angustia y tormento. No obstante, intuye Han, «China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia», exhibiendo «la superioridad de su sistema aún con más orgullo». Olvida Han que la vigilancia por cámaras es un invento de Occidente; por tanto, los chinos no le venderán la idea a sus rivales de mercado, sino las cámaras.

Es cierto que el virus ha sido (aparentemente) controlado en China y otros países de la región. Esto pudo lograrse, como lo indica Han, por las cualidades de una sociedad acostumbrada a la obediencia, en oposición a la tradición individualista y liberal de Occidente. Visto así, los autoritarismos tienen mucho de positivo, especialmente ante los desastres, pero en realidad esto no es un modelo ni es universal. Está por verse si la actual Rusia, controlada por los lugartenientes de Putin, tiene el mismo éxito que China o Singapur. En la Venezuela bolivariana, al otro lado del planeta, entre un gobierno ilegítimo y otro imaginario, el autoritarismo de los carteles no presagia nada beneficioso ante la amenaza del Covid-19. Mientras tanto el personalismo patológico de Trump es una amenaza endógena aún más peligrosa que el virus para la democracia más estable del mundo y para su región más cercana.

La pandemia va desnudando problemas preexistentes, como lo hacen los desastres. El éxito del contagio en Italia está directamente asociado con un Estado cuya autoridad ha vivido en entredicho por décadas, especialmente desde Berlusconi en adelante. Un país que reparte el control del poder entre las mafias y una institucionalidad fragmentada no puede compararse con la milenaria tradición de obediencia china. ¿Cómo sostener un decreto de aislamiento donde ni siquiera ha sido posible detener un tren que no estaba autorizado a partir? Es posible que este desastre revele que los Estados nacionales fundados con la modernidad jamás integraron bajo su poder centrípeto a las comunidades y regiones que atraparon en su seno. Europa es un conglomerado de regiones arropadas bajo Estados que funcionan interpretando la democracia de formas muy diversas, y solo ha podido hacer que esas formas dialoguen entre sí desde hace muy poco tiempo.

Mientras el virus avanza los Estados europeos se miran unos a otros como si fuesen amenazas y así miran al resto del mundo. El recurso ha sido cerrar fronteras, encerrarse, volver a ser regiones, su mayor preocupación después de acabada la Guerra Fría. «Las decisiones que tomen los gobiernos y pueblos en las próximas semanas probablemente darán forma al mundo que tendremos en los próximos años. Esa es la naturaleza de las emergencias», ha comentado recientemente el historiador judío Yuval Noah Harari en el Financial Times. Ciertamente, esa «naturaleza de las emergencias» es una condición típica de los desastres: cuando ocurren es porque la capacidad de respuestas de una sociedad ha sido superada y las decisiones que se toman representan la falta de preparación al respecto. Decisiones sin preparación no vaticinan buenos resultados.

Harari asume que «una población bien informada y auto-motivada, usualmente es más poderosa y efectiva que un pueblo ignorante vigilado por la policía». Debemos recordar, no obstante, que el policía es un arquetipo, no necesariamente el esbirro que nos viene a la memoria. Vigilar, delatar, controlar, son conductas que podemos observar en casi todas las culturas. Hallaremos policías y delatores, vigilantes y represores en prácticamente todas las sociedades. Los esclavos del pasado que delataban a sus compañeros prófugos no solo lo hacían por obtener prebendas y mejores tratos, también lo hacían por sentir poder. El policía es un elemento inevitable. La vigilancia que se viene en el mundo no es un efecto de la pandemia: es un recurso ansiado.

La pandemia del Covid-19 es un desastre global y los estudiosos del tema están ante un caso que va más allá de una sociedad o una región. A menudo se observan casos asociados a fenómenos climáticos de largo alcance, como El Niño, o bien grandes erupciones capaces de producir períodos prolongados de sombra y bajas temperaturas en amplias regiones. No obstante, la globalidad de este contagio es un problema solo comparable con la mal llamada «gripe española» de 1918-1919. Hoy, como entonces, aunque la amenaza es biológica el desastre no es natural. Si aquella influenza se originó en los cuarteles norteamericanos o en las trincheras francesas de la Primera Guerra Mundial, su esparcimiento por el planeta tuvo lugar por formas históricas de movilidad humana. Cifras no definidas que oscilan entre cincuenta y cien millones de fallecidos en todo el mundo no se explican por la letalidad del virus, sino por las condiciones históricas de transmisibilidad. Lo mismo debemos pensar sobre el problema presente.

Una de las explicaciones del alcance planetario del H1N1 se apoya en el retorno de contingentes que batallaron en Europa durante la guerra. En su mayoría procedían de antiguas posesiones coloniales europeas, lo que explica la llegada del virus a sitios tan remotos como África, Asia u Oceanía. El contagio fue trasladado según aquel contexto histórico. Las influenzas no nacieron con la Primera Guerra Mundial, y hay registros de su letalidad que proceden de muchos siglos atrás. Sin embargo, el contagio no había hallado nunca antes un mecanismo de propagación tan eficiente como el que se le prestó en esos años. Los virus, como otras enfermedades mortíferas y sin cura, han convivido con los seres humanos en eventual equilibrio hasta la llegada de los viajes transoceánicos y los imperios transcontinentales. El sida, por ejemplo, tal como lo indicó Claude Lévi-Strauss en una conferencia dictada en Tokio en 1986, es una «enfermedad localizada en algunos nichos de África tropical, donde vivía probablemente en equilibrio con las poblaciones indígenas desde hace milenios», mientras que «hoy se ha convertido en un riesgo mayor cuando los avatares de la historia la han introducido en las sociedades de poblaciones más numerosas».

El Covid-19 proviene de un sitio tan recóndito para Occidente como lo es Wuhan. Las antiguas costumbres alimentarias allí, desde luego, jamás se pensaron como una amenaza global sino hasta hoy. El virus salta del alimento al ser humano tal como pudo haberlo hecho a través de milenios en esa civilización, pero hoy ha conseguido la forma de ir más allá por medios que antes no tuvo, o bien por formas de contacto que históricamente no existieron sino hasta la globalización reciente. No llegó a Europa a lomo de mulas ni camellos, como la seda, sino en avión, del mismo modo que alcanzó a América Latina. Los vectores de propagación no solo deben apreciarse en la tecnología moderna del transporte, sino en quiénes se trasladan. Uno de los pacientes que mayores contagios inoculó en Montevideo, por ejemplo, fue una modista de clase alta que poco antes había estado en Madrid y en Milano. En Santiago de Chile se ha registrado el mayor número de contagios en comunas privilegiadas, como Vitacura o Las Condes. Se trata de una distribución diferencial del contagio, quizás socialmente determinada. Si el virus salta de estos hábitats espaciosos y cómodos hacia el hacinamiento y la superpoblación de sectores menos favorecidos observaremos una región con tristes efectos epidémicos por un largo período.

Con todo, luego de declarada la emergencia en China a inicios de enero pasado, unos tres meses después los casos confirmados en el mundo, según la OMS, alcanzan a sobrepasar el medio millón y las muertes no llegan a cincuenta mil. Ése es el saldo en este lapso, incomparable con la pandemia de 1918-1919. Entonces, es cierto, no hubo fronteras cerradas como en la actualidad, pero la letalidad del virus resulta tan diferente en cifras que cabe la pregunta: ¿por qué este terror y estas medidas tan extremas?, ¿por qué cerrar el mundo? Si bien no hay cura todavía conocida, las medidas dan cuenta de una reacción propia de la falta de preparación ante una amenaza recurrente en los últimos siglos. Si pensamos en el cólera del siglo XIX, la influenza antes mencionada o la gripe del año 2009, por solo indicar casos conocidos, ¿cómo es que el mundo entero no se hallaba preparado para un contagio transcontinental? Tal ausencia de preparación ante una amenaza solo puede conducir a un desastre, como en efecto se observa.

Se trata de un desastre por haber coincidido, en tiempo y espacio, una amenaza y un (inmenso) contexto vulnerable. Este contexto vulnerable hoy ya no es una sociedad, sino un conjunto de sociedades mal preparadas y descuidadas ante una amenaza predecible. No existe prácticamente ninguna previsión para contener un virus; tampoco se aprecian técnicas predispuestas para el manejo masivo de cadáveres o para la atención multitudinaria de pacientes en estado crítico. Ni siquiera ha sido posible contar con métodos de despistaje confiables y distribuidos equilibradamente en el mundo. No se trata de culturas en desventaja ante el ejemplar autoritarismo oriental, sino de Estados enfocados en intereses que viven de espaldas a la prevención y reproduciendo vulnerabilidades. La vulnerabilidad no es una fragilidad irrevertible ante amenazas inconmensurables: es una condición producida histórica y socialmente, con una participación determinante de las relaciones de poder en ese resultado.

China no es ningún ejemplo planetario en el éxito del control del virus, antes bien –del mismo modo que cuenta con una sociedad de tradición milenaria en la obediencia–, pudo haber advertido que sus costumbres alimentarias, de igual profundidad histórica, tarde o temprano podrían convertirse en una amenaza ante sí mismos como ante vecinos cercanos y distantes, y nada se hizo al respecto. Los hábitos de consumo occidentales le han servido para la ampliación global de su mercado, pero no ha tomado en cuenta de esa cultura (la Occidental) la importancia del trato profiláctico a los alimentos. Con una sola disposición sobre el problema ante una sociedad tan obediente, los virus con los que ha convivido desde hace milenios continuarían contenidos en ese equilibrio cultura-naturaleza que advirtió Lévi-Strauss y no habrían saltado hacia el resto del planeta en forma de pandemia.

El Estado chino no puede vanagloriarse del control del virus pues es corresponsable de su propagación. De haberlo advertido más temprano quizás lo hubiese contenido a tiempo. Pero eso ya no sucedió y toca comprender el proceso a través del cual el resto del mundo es vulnerable ante una amenaza por el estilo. Igualmente, es pertinente analizar cómo una amenaza que no parece tan letal comparativamente con otras de su misma condición (como el sida, el dengue, la hepatitis, el zika, la malaria, entre tantos otros) hoy ha enviado a cuarentena al planeta entero. Vale la pena rastrear los caminos recorridos por el capital en medio de este desastre; seguramente hallaremos allí a los oportunistas de costumbre, más preparados que la salud pública para enfrentar el problema. Junto con el capital aparecerán los imperios de mayor alcance en el presente, como la propia China o Rusia, ejemplos de cómo se administra un desastre global.

Ya lo podemos apreciar en la propaganda, nunca tan desvergonzada ni reprochable, que el autoritarismo chino ha desplegado escondiendo su irresponsabilidad ante la internacionalización de un contagio originado en su propio territorio. O bien lo vemos en la llegada de médicos cubanos a Italia, cuando se trata de contingentes que no tienen ninguna preparación clínica ni científica comparable con otros profesionales del mundo. Los ha padecido Venezuela, entre otros países de la región que no esconden relaciones de contraprestación política con la isla caribeña. Hemos visto médicos cubanos recetando medicamentos descontinuados hace décadas o bien enseñando en universidades creadas como catapultas ideológicas. Están para eso. Su presencia en Italia dice más de las condiciones de vulnerabilidad de ese país que de la prestancia y beneficio que estos médicos puedan aportar.

Del otro lado de la moneda hay que observar, sin duda, el individualismo occidental. Cerrar fronteras es algo más que una cuarentena: es dar la espalda a todo, incluso a sus propias sociedades. Cuarentenas basadas en aislamientos absolutos no solucionan el problema, solo permiten ganar algo de tiempo. Mandar a la gente a sus casas no es una medida basada en ninguna preparación: es una reacción que indica la ausencia de medidas al respecto. Los Estados y sus gobiernos deberían garantizar aislamientos coordinados que aseguren los circuitos de abastecimiento y ofrecer formas igualmente coordinadas –no solo entre autoridades internas, sino también entre países– que permitan sostener los intercambios en beneficio de asistencias mutuas. Ninguna asociación regional lo ha propuesto e incluso observamos cómo en Europa se ha cuestionado, a lo interno de su comunidad, el uso de fondos comunes para la asistencia de los países más golpeados por el virus.

El desastre es global y quizás estamos asistiendo a un hecho de esta condición por primera vez en la historia, con la excepción de la influenza de 1918-1919. Los efectos de la pandemia han sido sistémicos, en correspondencia con las formas de propagación del contagio y en relación directamente proporcional con las condiciones de cada sociedad, cada país, cada Estado. No obstante, la misma relación se aplica en sentido contrario: cada sociedad aporta al desastre en proporción a sus condiciones. De esta manera, podemos entender el efecto sistémico global del problema. Los antecedentes, como la «gripe española», permitirían establecer ciertas estimaciones sobre la duración de los efectos; en aquel caso, y en escalas que deben ser comprendidas a partir de niveles geográficos y sociales, el contagio tuvo tres oleadas: entre marzo y abril, cuando alcanzó Europa, Asia y el norte de África; luego en julio cuando llegó a Australia y, finalmente, en octubre al tocar México y el resto de América Latina. El Covid-19 tiene una primera escala en China y el oriente entre finales del año pasado y febrero de 2020; en ese mes llega a Europa y en marzo, en general, a América. Las próximas oleadas o rebrotes están por verse, en esa misma relación proporcional con las condiciones de cada lugar y sociedad afectada.

Parece ambicioso pensar en el mundo después del coronavirus cuando en realidad no podemos dar cuenta del mundo durante el coronavirus. El desastre está en pleno desarrollo y del mismo modo que no existió una preparación para esta amenaza, tampoco pueden desarrollarse estimaciones sobre el post desastre. Y allí se encuentra el peor efecto de todo esto: la incertidumbre, ahora asida al miedo que flota en el aire y se anida en la orden de aislamiento general. La condición global del problema nos conduce a revisar las premisas con las que se analizan regularmente los desastres, ahora comprobadas en su despliegue planetario: la producción histórica de amenazas y de múltiples contextos vulnerables, la ausencia de preparación, las respuestas reactivas, la carencia de prevención y un conglomerado mundial de poderes que han vivido de espaldas a la prevención. La globalidad del desastre se despliega y redespliega sobre tales condiciones, todas ellas preexistentes. Aquellos que ven en la globalización como la occidentalización del mundo olvidan que la seda ya estaba en Europa muchos siglos antes de la expansión ibérica. La pandemia del Covid-19 es la manifestación de un proceso histórico, como todos los desastres, que en este caso es global, y su alcance nos demuestra que la globalización no posee sentidos cardinales, sino problemas comunes a todos.

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¿Cómo prevenir el contagio?
La recomendaciones principales de la Organización Mundial de la Salud son:

  • Lavar las manos con agua y jabón con frecuencia, o usar gel desinfectante con una base de alcohol de al menos 60%.
  • Evitar tocarse la cara con las manos.
  • Cubrirse al toser o estornudar con la parte interna del brazo.
  • Evitar el contacto con personas infectadas.
  • Mantenerse al menos a un metro de distancia de otras personas en lugares públicos.
  • Desinfectar las superficies con las que se tiene contacto frecuentemente.

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Si usted ha viajado o ha tenido contacto con personas que hayan estado en países afectados, o presenta síntomas similares a los de la enfermedad, consulte a su médico.

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