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En 1934 la Universidad Central de Venezuela contaba con 1.259 estudiantes y apenas 64 profesores, repartidos entre cinco escuelas. Por entonces el país estaba conformado por una población cuyo 65 % vivía en condiciones rurales; el resto podría ser llamado “urbano” por una simple oposición, y se distribuía en centros poblados que, salvo unos diecinueve de todos ellos, carecían de saneamiento, infraestructuras, vialidad, y especialmente acceso a la educación. Cuando los años dictatoriales de Juan Vicente Gómez ceden ante su muerte, Venezuela se abre a nuevos horizontes y el problema de sus condiciones más hondas será un consenso indiscutible, una sola voz entre aquellos intereses emergentes que se apresuraban a llegar al poder para ser los protagonistas de un giro indispensable. La cita con la historia estaba pautada.
Entre 1936 y 1948 se vivieron unos pocos años que podrían calificar como democráticos, suficientes para que se pensara en una necesidad básica: elaborar proyectos de desarrollo. El asunto no era tan fácil como esperar a que despunte el alba; la aparición de planes específicos y sobre todo adecuados a la realidad del país solo podría sobrevenir de la mano de profesionales, una carencia estructural que no habría de resolverse con magia. Para hacerse una idea de aquellas circunstancias vale decir que en 1941, en todo el país, había solamente 1.000 médicos. Llevar a Venezuela hacia el desarrollo, cualquiera que fuese la noción al respecto, pasaba por cambiar la calidad de la sociedad, y en eso todos parecían estar de acuerdo.
Los grandes proyectos de entonces provinieron, en su mayoría y sin faltar a los hechos, del breve trienio adeco. Entre otros de sus planes se hallaba el de vialidad, elaborado en 1947, base de lo que desarrollará la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y continuará el período democrático. Así de bueno era. Para llevar a cabo proyectos de tal envergadura, suficientes como para dotar al país de carreteras y autopistas que lo interconectasen como nunca antes, hizo falta dinero. La fuente de aquella transformación emanó del petróleo, la esencia de la modernidad en Venezuela, qué duda cabe.
Todos los gobiernos se vieron favorecidos por el crecimiento de la industria petrolera y sus ingentes ingresos. La administración del petróleo cambió el rostro del país, y para ello asumió un protagonismo excluyente. Hacia las primeras décadas del siglo XX, por ejemplo, la economía venezolana, basada en una agricultura rudimentaria y dependiente de las oscilaciones del mercado y los fenómenos naturales, era la base de los ingresos nacionales. En 1920, del total de las exportaciones nacionales, el 92 % provenía de las actividades agropecuarias. En 1941, solo veinte años después, el 94 % de las exportaciones totales ya le pertenecía al petróleo.
Aun así, las condiciones estructurales de esta sociedad continuaban dibujando un panorama más acorde con alguna acuarela decimonónica que con los tiempos que ya le exigían acomodarse adecuadamente con el futuro. En 1950, para mayores datos de aquellas circunstancias, el 54 % de las viviendas venezolanas era de bahareque; solo un 17 % era de cemento. El 52 % de los pisos de todas las viviendas todavía era de tierra, el 67 % no poseía agua corriente, y el 59 % no tenía ningún tipo de saneamiento. Las necesidades eran claras, y parecía más urgente emprender una autopista o dotar de servicios y viviendas adecuadas a un país sumido en la ruralidad, que pensar en diseños arquitectónicos de avanzada. No obstante, fue en ese contexto cuando el Estado decidió acometer el proyecto de la Ciudad Universitaria.
Más elocuente que los techos de paja y la falta de cloacas fue la confianza en el futuro, en el crecimiento de la sociedad, y en alcanzar las herramientas necesarias para ello. Dedicar dinero a la construcción de una universidad con la suficiente capacidad como para recibir decenas de miles de estudiantes se antojaba una quimera. Sin embargo, la convicción sobre la cual se levantaba al país en ese momento superaba cualquier discusión sobre proporciones o monumentos. La Ciudad Universitaria, aquella explosión creativa que brotó de Carlos Raúl Villanueva y el equipo que dirigió, hechizó la hacienda Ibarra y le dio forma al espíritu que será identidad universitaria en adelante. Es posible que el término ucevista no existiese antes de esta obra, o bien que no tuviese la fuerza identitaria que alcanzará a partir de entonces. Creado el símbolo surgió el referente.
Allá cuando la Ciudad Universitaria era una idea nada más, se compuso su himno, un presagio de la emoción que viste con traje de moza y adorna con brisa de mar cada espacio de la UCV en sus estrofas. «Libre viento que ronda y agita / con antiguo, desnudo clamor: / ¡nuestra sangre de gesta cumplida, / nuestras manos tendidas al sol!». Quizás por haberse escrito entre 1946 y 1947, en medio de una Venezuela todavía rural, se invita al campesino a sumarse al orgullo del estudiante y evoca su Alma Mater como abierto Cabildo donde el pueblo redime su voz. La universidad y el pueblo se pensaron como una misma vena por donde corre la misma sangre.
El 2 de diciembre de 1953, en un acto protocolar, se inauguró el Aula Magna. El espacio que hoy representa el corazón de los ucevistas, y quizás su mayor obra de arte, fue abierto el mismo día que se inauguraba la autopsita Caracas-La Guaira, en elocuente simultaneidad del horizonte tras el cual corrían las obras públicas por entonces. Sin embargo, la inauguración definitiva del lugar donde las nubes de Calder custodian a cada graduando tendrá lugar poco después, en marzo de 1954, cuando se celebró la X Conferencia Iberoamericana de Jefes de Estado y Gobierno, el antecedente de la Organización de Estados Americanos. Tal es la calidad y la dimensión de este espacio.
Allí se encuentra un órgano de madera que fue diseñado para que sirviese de consola que controlase la iluminación de la sala. El aparato, que se mandó a fabricar en Inglaterra, aún funciona, y solo existen dos en el mundo; el otro yace en un museo del Reino Unido y no está operativo, mientras que el nuestro todavía late con cada corazón que visita al Aula Magna, bajo togas y birretes, o en cada pecho que se emociona con el grado de un familiar. Es el parentesco que nos une en la UCV, un entramado de orgullos que acude a cada batalla con cantos infinitos de paz.
El espacio de esta ciudad, y vaya que le cabe el nombre, esconde además una idea que sugiere una de las esencias del ser universitario. Todas sus caminerías y senderos ofrecen varias alternativas para llegar a un mismo destino sin que representen grandes diferencias en la distancia a recorrer. Es una metáfora de la vida del estudiante. Cada una de las carreras que se estudia es un camino hacia un destino que puede ser diferente, pero con el que se comparten tiempos similares en su recorrido. Son veredas que no enredan ni extravían, son ámbitos que envuelven los pasos del estudiante en esa forma peculiar de sentir la identidad universitaria. Algo nos cobija con cada huella propia y compartida entre luces de verde y azul. Es verde el campus y azul el mundo de los ucevistas, como sus boinas y su corazón.
Aquella fe en el futuro que manaba a mitad de siglo fue a dar en la piel de quienes han vivido en la universidad. Cada disciplina, cada escuela, cada profesor y estudiante están allí para construir el futuro, y no simplemente para pasar por allí. Aprendimos en la UCV que existe una diferencia entre pasar por la universidad y dejar que la universidad pase por nosotros. Quienes han entendido tal diferencia comprenden que ese campus es una fábrica de futuros. De allí que los intereses que viven en las sombras de los tiempos y explotan las almas ajenas han despreciado a la universidad desde el fondo de sus espíritus. Son espíritus tenebrosos, enemigos de esos senderos que ayudan a caminar entre metáforas.
Tampoco nos engañemos. Muchos de los que han pasado por la universidad han salido de ella para adversarla, en un recorrido que va de la luz a la sombra con la misma facilidad que la bajeza se ceba entre sabandijas sin moral. Solo la repugnancia por el aprendizaje, común entre sujetos que viven en la obsecuencia, es capaz de blandir el sable ante los libros. Temen, aun así, al filo de las letras, elocuentes aceros que derrumban muros de ignorancia y arrinconan cobardías con la templanza del saber que descansa sobre anaqueles y nutre a los pueblos. En el mayor acto de deshonra y peor demostración de estupidez, los enemigos del pensamiento universal quemaron la biblioteca de la Universidad de Oriente. Erinias de papel y tinta vengarán esa atrocidad y su peor castigo será encerrar sus almas anodinas entre párrafos y teorías, eternamente.
Manojos de farsantes también han vivido de la universidad. Los ha habido de antiguo. Se pasean con orgullos de palabrerías y eligen ser delatores. Contratan con los gobiernos para sentirse paladines de la ideología y la detracción, y vibran con almas de funcionarios, por eso jamás serán investigadores. Persiguen esconder a la universidad tras la propaganda y deambulan con la lobreguez de sus ánimos. Arrastran incautos en forma de séquitos que exhiben como collares de alcahuetes. A estos indignos oportunistas los derrota el tiempo. Languidecen de olvido en la miseria de sus vacíos y les consume el profundo dolor de no ser nada más que seres grises, perversos, frustrados. Son bacterias de anonimatos que enferman ante la pedagogía, gandules que miran con satisfacción el deterioro de la Ciudad Universitaria.
Los seres ensombrecidos han estado ahí siempre, agazapados, al acecho, armados de botas y uniformes como si fuesen disolventes de letras y teorías. Ya nos dieron zarpazos antes y sin embargo aquí seguimos. Cerraron la universidad en tiempos de Caldera, incendiaron la Federación de Centros Universitarios en años de Lusinchi, les dispararon a compañeros indefensos cuando Chirinos. Y continuaron en su obstinación en este siglo XXI de mayores sombras: con armas en la mano también incendiaron la Escuela de Trabajo Social y antes ya habían destruido al rectorado a nombre de cualquier consigna prefabricada y barata en medio de una “toma” financiada y dirigida por el Estado. Cada embate de mediocridad solo ha demostrado que la UCV es un bastión de pensamientos críticos, el mayor estímulo de malestares para cualquier intención de perpetuidad en el poder. Olvidan que los gobiernos pasan y las universidades quedan.
Las almas oscuras también agreden por otros flancos. Desde 2014 hasta lo que va de 2020, el Instituto de Medicina Tropical de la UCV ha sufrido 76 asaltos que atentan directamente contra las investigaciones que allí se realizan sobre enfermedades emergentes y reemergentes que son epidemia en estos tiempos: zika, chikungunya, dengue, sarampión, malaria. Solo el menosprecio por el conocimiento es capaz de asestar golpes a la investigación, similares a los que se han dado desde otras instancias, como cuando se destruyó el Programa de Promoción del Investigador en 2009 o se depaupera el ingreso de los profesores universitarios en el país, acaso el de mayor calidad en la región hasta hace unos quince o veinte años atrás.
Cada ucevista puede escribir de mil maneras diferentes un mismo sentimiento ante la situación de nuestra casa de luces. La vida como estudiantes nos enseñó a conjugar los verbos ser y estar en una misma dimensión y un mismo tiempo. Somos estudiantes para siempre porque aprendimos a aprender, una esencia que se encuentra al otro lado de aquellos que denuestan el crecimiento de los espíritus. En un gesto de aplastamiento que da cuenta de ese desprecio por la esencia universitaria nos han prohibido acudir a elecciones internas, una maniobra que solo puede ser lo opuesto a la naturaleza del pensamiento universal, significado que subyace a la etimología de la palabra universidad.
A los seres de la penumbra eterna no les basta ser derrotados con el pensamiento crítico: necesitan agredir permanentemente para alimentar sus almas oscuras. Miraron con desdén cuando en diciembre de 2000 la UNESCO nombró Patrimonio Mundial a la Ciudad Universitaria. No era un héroe, no fue un milico, no se trataba de un icono de poder: era el corazón de todos los futuros, el espacio donde se aprende a ser estudiante y se asume que pasar por el Aula Magna con una toga representa un compromiso con la sociedad, no solo el orgullo de una carrera culminada. Ese es el patrimonio que llevamos en nuestras venas, azules de mundo estudiantil, torrente de pensamiento universal.
Entre aquella Venezuela que apenas podía sostenerse sobre sí misma allá por 1936 y esta que hoy se planta firme ante las sombras que nunca ha dejado de combatir, han egresado 216.686 ucevistas de pregrado y postgrado hasta el año 2009. Son cientos de miles de almas que dejan sus huellas como un aporte más a los cimientos de la Ciudad Universitaria y a su espíritu. Bajo los pasos que dimos allí queda generoso un pedacito de cada uno de nosotros, una contribución plena de ambiciones que se parece a la luz que iluminó nuestros pupitres. Somos parte de ese parentesco inexorable que nos une bajo la misma identidad, que hace de cada voz una invitación para ser escuchadas, que empuja el alma hacia la vida, que está al otro extremo de la desidia fascista y energúmena que se regodea en las tinieblas de la humillación.
La Ciudad Universitaria se levantó como una promesa de florecimiento. Fue pensada para decenas de miles de estudiantes en un mismo momento, y cientos de miles, millones, que pasarían por allí con el correr del tiempo. Se concibió como un espacio que habría de encarnar la enseñanza, el conocimiento, la ética, el arte, las ciencias, enlazadas con la solidaridad y la sangre de gesta cumplida y manos tendidas al sol. Nació en una Venezuela que se había empeñado en transformar la sociedad con acento de desarrollo y urbanización, y maduró transformándolo todo. Hoy sigue erguida en medio de un país donde ha prosperado la pobreza y la enfermedad, amenazada por la misma oscuridad que envuelve tantos hogares y ampara al crimen. Faro entre tinieblas, la UCV corta incertidumbres con cada acto de grado.
Desangrada de estudiantes y profesionales que caminan por el continente entre millones, pervive cobijando a todos quienes entran a su espacio buscando el aire que se escapa en la ciudad. Entre los Andes y la selva, con la Tierra de Nadie en el alma y el reloj en sus latidos, esos universitarios que se fueron llevan el campus apretado en sus ojos. La entereza de la universidad les endureció los huesos y acendró sus pieles en una marcha que también lleva a un país entero con su caminar.
El alma ucevista es una sola, llena de huellas que dicen metáforas, de corazones azules con forma de boinas, de suspiros que dibujan tribunas y grama. Somos mucho más que cientos de miles. Es un universo infinito de compromisos con la vida, de llamas que iluminan futuros, de café con pizarrón y laboratorios. Tras muchos años de desidias y olvidos, de prepotencias criminales y fascismos galopantes, el campus enjugó una lágrima con el llanto de los vitrales y las butacas del Aula Magna, con cada estudiante, cada profesor, cada mano obrera que levantó las aulas que soñó Villanueva, cada empleado que transcribe una nota, cada generación que sigue saliendo a la calle a enfrentar tiranías y despotismos. Nos acompaña también el crujir de todos los libros de la humanidad que lloran solidarios las cenizas de sus hermanos en la UDO. Cunde un dolor hondo entre almas de luz que no se arrodillan. Nunca una tristeza ha sido tan pesada como esa lágrima de concreto que derramó el pasillo techado el 17 de junio de 2020 en la Ciudad Universitaria.
Rogelio Altez
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