Perspectivas

Los desastres no son naturales. A propósito de los terremotos de Turquía y Siria

Vista aérea de los edificios colapsados en el sureste de Turquía. Fotografía de Ozan KOSE | AFP

17/02/2023

En 1798 se sucedieron fuertes lluvias que desbordaron la quebrada de La Guaira. Fue necesario disparar con cañones a la muralla que servía de contención al mar para dar paso al flujo de sólidos arrastrados por el alud. No hay noticias de qué pasó entonces en Los Corales; claro, no las hay porque no existía. Los aludes de ese año deben haber corrido por el lugar, tal como la evidencia topográfica y geomorfológica lo demuestra, pero al no estar ocupado no causó ningún daño. Más tarde, a partir de la década de 1950, aquella zona se desarrollará como resultado del urbanismo explosivo del litoral. Cuando al fenómeno le tocó retornar en diciembre de 1999, Los Corales fue arrasado.

La lluvia, torrencial o apacible, como todos los fenómenos naturales, opera con leyes propias y lo hace desde antes de la presencia de nuestra especie sobre el planeta. Cada espacio que ocupamos, cada sitio en el que nos asentamos, ha sido conformado durante millones de años al ritmo de esos fenómenos. No solo son anteriores a nosotros, sino que son independientes: lloverá, venteará, temblará sin tener en cuenta si estamos preparados para ello o no. La ocupación de los espacios por los seres humanos debe hacerse en correspondencia con las condiciones naturales del lugar escogido; cuando esto no sucede así, entonces tienen lugar eventos como el del litoral en 1999.

Este aserto permite entender, por ejemplo, que el establecimiento de los europeos en América, básicamente impulsado por la captura de riquezas minerales, condujo a la fundación de villas y ciudades expuestas a todo tipo de riesgos geológicos, como lo representan los asentamientos a lo largo de los Andes, de norte a sur en el continente. Los derroteros seguidos entonces para hallar metales preciosos indicaban que habrían de estar encerrados, esencialmente, en las estribaciones andinas. No se fundó un vínculo con la naturaleza, se implantó una forma de ocupación del espacio en correspondencia con ciertos intereses. De ese proceso, con apenas cinco siglos de antigüedad, surgieron sociedades cuya relación con la naturaleza que les rodea es, cuando menos, equívoca. No obstante, culturas milenarias de antigua presencia en regiones similares han padecido igualmente destrucciones por fenómenos que liberan grandes cantidades de energía.

Un asentamiento humano exitoso no es aquel al que no le pasa nada, sino el que se encuentra preparado para convivir con la naturaleza que le envuelve, y con todas sus características y manifestaciones. Tampoco se trata de levantarse después de caer, sino de existir sin tener que caer. Antes que habilidad o resiliencia el asunto está en el equilibrio. Y esto no se logra por contar con dinero, conocimiento y tecnología, como tampoco es cuestión de romanticismos ingenuos que confían en despojarse de todo y convertirse en originarios. Equilibrio significa producción material y social de ambientes que no se construyan de espaldas a los fenómenos con los que convive, y que no produzcan, a su vez, desigualdades insalvables. El dinero y la tecnología, por cierto, han demostrado ser dos variables decisivas para la reproducción de la desigualdad.

Equipos de rescate revisan los escombros de los edificios colapsados de Kahramanmaras, Turquía. Fotografía de Ozan Kose | AFP

Lo anterior también ayuda a entender que no es la furia de la naturaleza la que destruye ciudades y vidas. La naturaleza no está furiosa porque no tiene personalidad, no es un ser humano. No es domesticable ni indomable porque no es un animal. No es indolente porque no es Terminator. Es lo que es, y no puede ser otra cosa, por más que se insista en dotarla de voluntad. Cada vez que se llama “desastre natural” a un evento en el que sobrevienen destrucción y muertes se está culpando a la naturaleza de ese resultado, como si fuese natural que Los Corales se haya desarrollado sobre terrazas aluviales.

Convertimos la naturaleza en amenaza porque producimos contextos vulnerables ante su manifestación. Cuando una amenaza se cruza con un contexto vulnerable, el resultado es un desastre. Conviene repasar el asunto: si el contexto no es vulnerable, la amenaza no existe como tal. Un temblor de tierra solo es un peligro potencial ante construcciones que no están preparadas para resistirle. Cuando tembló en Haití el 12 de enero de 2010, la destrucción fue masiva, como las muertes. El sismo tuvo una magnitud de 7,0. Un mes después, el 27 de febrero, sucedió el terremoto de Chile, con magnitud 8,8. Los resultados, aunque hondamente lamentados por los chilenos, son tan incomparables como las magnitudes.

Las escalas de magnitud no se dividen en grados; son geométricas o logarítmicas. Esto significa que no son lineales; la diferencia entre un valor y otro es un factor de 10. Es decir, cada unidad de la escala representa un movimiento diez veces mayor que la unidad anterior, pero no de forma gradual, sino progresiva. Un terremoto de magnitud 7 no es tres o cuatro veces mayor que uno de magnitud 3, es 1.000.000 de veces más grande. La escala de Richter, o la del momento sísmico (Mw), cuantifica la liberación de energía de cada terremoto siguiendo esos valores. Lo que permitió desarrollar estas escalas proviene de la experiencia bélica y sus primeros avances tecnológicos. Es decir: la tecnología de guerra ayudó a entender la energía de los sismos. Los experimentos con el trinitrotolueno (TNT) ya tenían lugar antes de la Primera Guerra Mundial. Las primeras escalas de magnitudes que comenzaron a asignarse a los temblores se hicieron en comparación con el nivel de explosión que podrían alcanzar las detonaciones con TNT. La Segunda Guerra Mundial proporcionó mejores elementos de comparación. Por ejemplo: un sismo de magnitud 4,0 equivale a una bomba atómica promedio.

Terremoto y destrucción parecen ir de la mano, alimentando el imaginario sobre una naturaleza en guerra contra la humanidad, armada de voluntades telúricas, climáticas o víricas para castigar infelices. Tal percepción subyace a la noción de “desastre natural”. Este concepto se fue creando en el siglo XIX, desplazando la antigua denominación de “calamidad pública”, propia de la fe cristiana. Antes era la voluntad de Dios, ahora será la de la naturaleza. Sin embargo, no es casualidad que esa idea se haya forjado en aquel siglo de violentas y profundas transformaciones. Fue entonces cuando comenzó a ser global el efecto de la revolución industrial y del urbanismo moderno, junto con el crecimiento de las ciudades y la concentración demográfica. Ese horizonte urbano colmado de gente amasada con cemento, hierro y asfalto será escenario de destrucciones cada vez mayores.

Labores de Rescate en Hatay, Turquía. Fotografía de Yasin Akgul | AFP

La relación insoslayable entre ciudades más grandes y vulnerabilidad ha producido el aumento exponencial de desastres y muertes masivas. No se trata de culturas milenarias ni del lugar que ocupan, sino de cómo se ha transformado la forma en que se ocupan los espacios y de cómo se convive con los fenómenos que son propios de cada ambiente. El crecimiento urbano y demográfico ha sido directamente proporcional a la producción de contextos vulnerables y resultados desastrosos, y ha convertido a los fenómenos naturales en amenazas cada vez más poderosas. Lo que produjo un sismo 7,0 en Haití expresa una articulación indefectible entre desigualdad, fragilidad material, pobreza y terremoto. El desastre no es natural, sino histórica y socialmente producido.

Cuando asistimos hoy a una nueva catástrofe en donde los muertos aumentan a diario por miles, se corrobora el axioma: los desastres no son naturales. Más aún, la ruina en sí misma puede ser peor si tiene lugar en un contexto estremecido de antemano por sus propios conflictos. Guerras confesionales, exterminios, millones de desplazados, hambre, pobreza, autoritarismos, terrorismo y sociedades asentadas con esas condiciones sobre una región en la que convergen los límites de cuatro placas tectónicas solo podrían hallarse en una encrucijada hacia el abismo al dispararse dos terremotos, uno de 7,8 y otro de 7,5 de magnitud, a los que se deben sumar las réplicas.

Kahramanmaras, Turquía. Fotografía de Ozan Kose | AFP

En este momento se estiman más de 35.000 muertos, aunque seguramente la cifra irá creciendo, siempre en números redondos, porque no existía (ni existe) ninguna prevención sobre la probabilidad de tropezarse de manera explosiva con muertes masivas. Tal prevención no la tienen Turquía o Siria, pero tampoco la tienen Estados Unidos, Francia o Venezuela. A pesar de que las epidemias, los huracanes, los terremotos, las inundaciones o los aludes nos arrojen miles de muertos en breves lapsos, nadie se ha detenido a prepararse para atender tantos cadáveres en tan corto tiempo y en un mismo lugar. La pandemia del covid lo ha demostrado; los terremotos sirio-turcos también, y ya lo había hecho el tsunami de 2004, el mencionado sismo de Haití, o la tragedia de Vargas.

Los desastres, mal llamados naturales, no solo representan la adversidad ante un fenómeno potencialmente destructor o ante enfermedades desconocidas, sino también la deshumanización de las muertes que sobrevienen al caso. Ha sido más exitosa la medición de los fenómenos que la gestión de los fallecidos. No se han desarrollado herramientas eficaces y certeras para manejar cientos o miles de cadáveres en corto tiempo y un mismo lugar, y no existe ninguna infraestructura dispuesta para ello. Poco interesa contar los muertos si con ellos se recibe ayuda internacional. Un desastre de miles de víctimas atrae miles de millones de dólares; unos pocos cientos de cadáveres solo serán una noticia pasajera. Esto explica por qué hasta el día de hoy no ha habido una cifra oficial de muertos sobre la tragedia de Vargas, con nombres y apellidos.

Equipo de rescate trabajando en Kahramanmaras, Turquía. Fotografía de Ozan Kose | AFP

Estamos ante un hecho histórico, y no ante castigos de la naturaleza ni de Dios. Los sismos de Turquía y Siria son ejemplo de vulnerabilidad, no de desastres naturales ni azotes divinos. Los desastres no distinguen religiones, pecadores, fieles ni vírgenes; tampoco saben de clases sociales. Cuando irrumpen, lo hacen en correspondencia con la vulnerabilidad de una sociedad, en todos sus aspectos. La destrucción de Los Corales en 1999 sucede con el mismo evento que sepultó a La Veguita en Macuto o a Carmen de Uria. Las causas de las pérdidas se hallarán en los procesos que levantaron esos asentamientos sobre cauces o en sus márgenes y no en la violencia de los aludes. Tampoco en el comportamiento de creyentes o ateos.

Hatay, Turquía. Fotografía de Yasin Akgul | AFP

Las terribles escenas turcas y sirias que hoy dan la vuelta al mundo conmoviendo nuestras miradas esconden situaciones aún peores, encerradas en las condiciones de cada lugar, las mismas que estaban ahí antes de los temblores. Las dificultades para la asistencia y la ayuda en ciertas regiones de ambos países, la decisión de no continuar con la búsqueda de supervivientes, el uso de maquinaria pesada para barrer edificaciones caídas sin reparar en vivos o cadáveres y la imposibilidad de alcanzar recursos y medicamentos a ciertas comunidades más alejadas de las ciudades, conforman el desastre. Pronto sabremos, como sucedió en Haití o luego de la destrucción del litoral central, que se trafica con niños o que se incineran cuerpos. Nada de lo que aparece con una catástrofe es ajeno a la sociedad donde tiene lugar.

Cada sociedad produce sus condiciones de vida. No hay demiurgos ni espíritus detrás del desastre, sino la propia sociedad que lo padece, sus procesos, su historia. Los escombros que se recogen sintetizan su vulnerabilidad, y las víctimas son doblemente condenadas, ya por morir como por correr el riesgo de ser olvidadas en su propia ruina. Turquía y Siria hoy son espejos donde podemos hallarnos nosotros mismos, naufragando entre la destrucción y los cadáveres, en un futuro que acaso ya existe y no necesita terremotos para ser un desastre. Cuando llegue, porque llegará, no será natural.


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