Entrevista

Antonio López Ortega: «El chavismo destruyó la visión cultural que tenía el Estado»

Fotografías de Roberto Mata

11/03/2018

Todo un siglo de marchas y contramarchas, pero con una síntesis, un balance, que arrojó un saldo positivo, posteriormente vaciado, por una visión doctrinaria que es totalmente anacrónica.

Antonio López Ortega es un gerente cultural de comprobada solvencia, pero además es un narrador, un intelectual en el sentido amplio de la palabra. Su obra escrita habla por sí sola. Sus reflexiones sobre el país acaban de publicarse bajo el título La gran regresión, una crónica de la desmemoria venezolana.

Un país desencajado, en el que se evaporó un esfuerzo que comenzó en los años 40. La cultura, la libertad de pensamiento, la creación como expresión espiritual siempre han sido grandes incomodidades para los regímenes totalitarios. La doctrina, además, ha preferido mirar a los márgenes para destruir uno de los pilares de la vida democrática.

En contraposición a esos dos conceptos del arte: el arte como un hecho colectivo o el arte como un hecho individual, a simple vista dos propuestas contradictorias. ¿Qué opinión tiene?

Deberíamos ir al siglo XX para entender la intensidad de esa confrontación. Esa visión colectivista de la cultura se vio muy clara en la extinta Unión Soviética versus una corriente, no sé si llamarla liberal, que tenía que ver con el hecho de que la función intelectual es esencialmente crítica y no debería estar asociada o abrazada a cualquier tipo de doctrina. Yo creo que cuando el intelectual deja de pensar claudica. ¿Cómo vivió la cultura en ese siglo? En una tensión constante entre el control del Estado, de las ideologías, de los sistemas políticos y los procesos culturales. Eso lo vimos en el fascismo italiano o alemán, no se diga en el franquismo, la cooptación de intelectuales para que declinaran, muchas veces forzados por la tortura, la prisión, el exilio y todo tipo de amenazas. Fue muy fuerte en Rusia. Recuerdo haber leído una tesis de Octavio Paz en la que sostenía que, desde el punto de vista de las revelaciones, la primera mitad del siglo XX fue esencialmente ruso. Todo lo que se produjo allí, Tolstoi, Dostoievski y, por supuesto, la poesía; pero ese florecimiento fue hostigado y todos esos grandes autores se fugan o mueren o caen en presidio o enloquecen. Es algo que está muy presente en el libro de Igor Barreto, el Muro de Mandelshtam. Es un libro extraordinario y tiene el mérito de haber recolocado a Mandelshtam en este contexto con legitimidad.

¿Podría referir cómo se vivió esa tensión en Venezuela?

La tesis del intelectual al servicio de las causas políticas triunfó durante muchísimas décadas. Lo vimos aquí hasta bien entrados los años 60. La vida académica e intelectual estaba controlada por la doctrina y por la política. Tú no podías, por ejemplo, estar fuera de la admiración por el comunismo ruso a riesgo de sufrir una condena, un cuestionamiento. La doctrina había fosilizado el pensamiento.

Ni la revolución produjo una novela como Memorias del subdesarrollo, ni quienes se rebelan o se oponen a esto que se llama el chavismo han dado con ese libro que marquen un antes y un después. Está, por supuesto, el libro de Igor Barreto, el diario de Victoria de Stefano o el suyo. Ciertamente, ha habido una producción intelectual importante. Pero tengo la impresión de que falta algo.

A mí sí me parece que los narradores, los poetas, los intelectuales venezolanos han estado a la altura de la circunstancia. Como narrador estoy muy consciente de lo que se ha producido en los últimos años. Quizás esa respuesta está más en la poesía que en otros géneros literarios. Ha sido un gran desafío en un momento donde no se puede editar nada. A mí me impresionó mucho, cuando dirigí la colección Los rostros del futuro, todos escritores nacidos en la década de los 80, por supuesto que les tocó vivir, formarse y crearse en el peor país posible. Un país sin becas, sin bolsas de trabajo, sin talleres, sin concursos, sin editoriales, el vacío, la muerte absoluta de las políticas públicas. Pero estos creadores no se amilanan.

Quisiera enmendar la plana. Seguramente por una mezcla de ignorancia y la urgencia de ver realizaciones concretas en medio de la catástrofe que vivimos, me resulta difícil si no imposible, ver realizaciones concretas. El tiempo de la poesía y de la literatura no es el tiempo de la angustia. ¿Cómo cree que se va a valorar la obra de los intelectuales venezolanos en el futuro?

Se va a valorar como uno de los más importantes documentos para entender lo que nos pasó en estos años. Yo creo que los escritores, los poetas, están definiendo un enorme diagnóstico, de orden cultural, de orden espiritual, de por qué caímos o nos despeñamos en esta situación y cuáles eran, de alguna manera, las raíces culturales, las constantes, que teníamos de años anteriores para que eso se produjera. Yolanda Pantin, por ejemplo, cuestiona en su poesía el sujeto que habla. Ella está señalando permanentemente nuestra incapacidad para crear subjetividad. Y eso me parece muy poderoso. En otra dimensión, Salvador Garmendia, a quien tuve ocasión de entrevistar para la revista Imagen, me dijo que lo que más echaba de menos de la novelística venezolana era la falta de subjetividad. Necesitamos más personajes con los que nos podamos identificar.

«Los pequeños seres».

Sí, con los personajes de su propia obra. Incluso, nuestras mamás se identificaban con los personajes de Gallegos, porque eran unos prototipos. Marisela era una cosa y Doña Bárbara, otra. Eso es muy importante, cómo la literatura te da modelos de comportamiento, modelos de conducta. Pero decir en la poesía que tú tienes un sujeto incapaz de hablar es una cosa muy tremenda. Es un diagnóstico que nos deja desnudos, en el desamparo. Pero, a la vez, tiene la riqueza de haberlo encontrado, ¿no? En La épica del padre, Yolanda se va a otra cosa. A lo que ha significado el paternalismo en nuestra sociedad.

En el feedback de mi trabajo, varios lectores me han dicho que han encontrado en los poetas —Igor Barreto, Yolanda Pantin, María Fernanda Palacios— una visión más clara del país y de lo que nos está pasando, una energía, una vitalidad para confrontar al chavismo que no se advierte en otros agentes de la sociedad.

Completamente de acuerdo. No es fácil hacer creación cultural en Venezuela, por eso hablo con insistencia de la sociedad creadora y me concentro en lo que más domino que es la literatura. Yo creo, sin duda, que ellos han estado a la altura de la circunstancia, en el sentido de hablar de diagnósticos, pero también de nuestras carencias. Y nos dan una pista muy firme de cuáles fueron las causas y sus consecuencias. Por eso creo que se va a poder leer muy bien en el futuro estos tiempos, justamente por ese grupo de obras que se están produciendo actualmente.

Eso nos lleva a la política como hecho cultural. ¿Qué estrato o base cultural debe tener una sociedad para confrontarse con el autoritarismo, con esto que estamos viviendo, esta manifestación de la muerte en varias de sus facetas, en varios de sus rostros? Y voy a lo siguiente: si los poetas han podido leer el país, ¿por qué los políticos no han podido? ¿Por falta de cultura?

Yo creo —y lo señalo en mi libro, La gran regresión— que en las últimas décadas ha habido y ha sido dramático un gran divorcio entre cultura y política. De alguna manera, señalo a la clase política. Es decir, los niveles de conocimiento, de lectura, de los pensadores de Venezuela, de parte de los políticos, es nulo. Y eso, definitivamente, nos crea una clase política muy débil, muy desorientada, con un concepto del país que en verdad no existe. Yo no entiendo, por ejemplo, cómo un político pueda ejercer sin leer Comprensión de Venezuela de Picón Salas. Un libro como el de Ángel Rosenblat (Buenas y malas palabras), que sencillamente estudia la manera de hablar en Venezuela y cómo Venezuela ha aportado léxico al idioma castellano, revela mucho de nuestra idiosincrasia… mucho más de lo que de pronto dice un parlamento de un político que uno siente vacío, que uno ve sin referencias. No sé si a eso ha contribuido una cosa nefasta que ha hecho este gobierno.

¿A qué se refiere?

Nosotros teníamos, más o menos, unas convenciones culturales que estaban presentes en la academia, en la educación que recibíamos, en el bagaje que tenían nuestros padres, porque, bueno, finalmente, tenemos una historia muy corta; ésta es una república que no tiene ni 200 años, pero nosotros teníamos un tronco común que definíamos: Andrés Bello, un custodio del idioma y de la legislación, fundador de universidades, el humanista por excelencia del siglo XIX, Fermín Toro, más cercano a la política, también un pensador de los procesos y no se diga del pensamiento de la emancipación y de todo lo que hubo allí, y si recorremos el siglo XIX, tenía mucha importancia que nuestro primer presidente haya sido José María Vargas, un científico, un hombre del saber, ¿no? Entonces, el chavismo ha dinamitado esa línea medular que tenía la cultura venezolana, que era como central y gozaba de un gran consenso y ha volteado a mirar a los márgenes, a una cultura marginal, porque el centro nunca le ha interesado, entre otras cosas, porque conspira contra esa doctrina. Se ponen a buscar perdedores como Zamora, como Pedro Pérez Delgado, Maisanta, en el fondo es un ejercicio para dinamitar algo que nos ha sostenido como república.

Ahí entramos en el conflicto que han tenido los intelectuales con los sistemas políticos de los más variados signos, desde el autoritarismo hasta la democracia, pasando por períodos revolucionarios o incluso de transición. Al final, los intelectuales salen derrotados en esas batallas, pero tarde o temprano se convierten en referentes de ese tronco que has mencionado y que, de alguna manera, nos define como venezolanos.

Es muy cierto que muchas veces pierden la partida. Voy a hacer, y me disculpas, un paréntesis. En 2011, publicamos, junto con Carlos Pacheco y Miguel Gomes, una antología de cuentos venezolanos que lleva por título La vasta brevedad del siglo XX, ahí quedaron 80 autores seleccionados, 80 relatos, que me parece que es una forma de recorrer el país desde la ficción. Ahora, te vas a ver la vida de esos escritores y te encuentras muchas desgracias personales y colectivas, gente enferma, gente que enloquece, gente que se hundió en la bebida, gente que se suicidó, en fin, son muy recurrentes los destinos trágicos. No se diga los que por ideas los encarcelaron, los exiliaron. Todo eso está presente. De alguna manera, la situación política del país los perseguía y les condicionaba la vida. Entonces, uno puede pensar, como síntesis, que el país finalmente los trató muy mal. Pero ellos, en su obra dieron todo por esta cultura y por este país. Lo que quiero poner de manifiesto es el gran desbalance que hay en esa relación.

Lo escucho y me viene a la cabeza la figura de Huber Matos y su gran libro de memorias, Cómo cayó la noche. El hombre que, pese a toda adversidad, se sobrepone a una condena de 25 años impuesta por el régimen despiadado de Fidel Castro. De alguna manera, los intelectuales venezolanos, al igual que Matos, son unos plantados. El país también los ha tratado muy mal. Pero adonde voy es a lo siguiente: ¿por qué hemos permitido como sociedad ese maltrato?

Lo que voy a decir es muy obvio. El país vive un conflicto permanente entre dos cosas que se contraponen: o adoptamos las formas republicanas o nos dejamos llevar por nuestras taras históricas que muchos pensamos que estaban enterradas, pero que resucitan, sobreviven. Esas taras poco o nada tienen que ver con una visión moderna de vida, es el hombre fuerte, el militarismo, la barbarie, que de alguna manera copó el siglo XIX, desembocando en la guerra federal y la guerra entre caudillos. Entonces, ¿cómo pensar en un intelectual en el siglo XIX? Sobreviven por las obras que quedaron. Un periodista como Antonio Leocadio Guzmán, con su periódico El Liberal, un hombre de posturas arriesgadas, era algo excepcional, en realidad hay muy pocos ejemplos de gente que haya tenido una figuración pública. El resto es como si hubiera trabajado en las sombras, como pensando en un país del futuro, como pensando en lectores que no eran, precisamente, los que ellos tenían.

Acaba de decir, si se quiere, que su respuesta es una obviedad, pero lo que no es tan obvio es el accidentado recorrido de este país en su búsqueda de las formas republicanas. Y aún no lo hemos conseguido. Lo digo porque ha habido recurrencia, insistencia, en ese propósito, pero vemos que se ha saldado con una cadena de fracasos. Y el chavismo, o lo que pretenda ser, podríamos decir…

que es el macro fracaso. En nuestra generación pensamos que el mundo era ése, esos 40 años de democracia. Es impresionante cómo esa visión se nos ha achicado a lo largo de lo que hemos vivido. Es un periodo, si se quiere, muy estrecho de nuestra historia. Ahora, yo no descartaría el esfuerzo que la sociedad venezolana hace, e incluyo a la clase política, en las postrimerías del gomecismo por avanzar hacia ese país que, finalmente, pudimos consolidar. Que fueron marchas y contra marchas. Medina, el golpe que finalmente derivó en la dictadura de Pérez Jiménez, digamos, entre el 36 y el 56, quizás un poco más, fue ese debate: lo logramos o no lo logramos. ¿Se va a afianzar la democracia o no? Tuvimos subidas y bajadas, pero, finalmente, el país se enrumbó a partir del 58. Pienso que alrededor de ese hecho, de esa realización que tuvo su comienzo en el 36, hubo un consenso importante. Tuvo, además, pensadores.

Políticos con una faceta intelectual muy sólida. ¿Qué cargos le formularía usted al chavismo en el terreno cultural?

Pensaría en dos campos. Uno, el de las políticas públicas, en el cual un Estado tiene que responder, bueno, la destrucción total de esas políticas como las entendíamos desde 1940, cuando el Estado venezolano crea una primera figura, la dirección de Cultura del Ministerio de Educación. Esa dependencia crea la revista Tricolor que inunda a las escuelas y comienza a darles a los niños una visión de país que no existía. Asimismo, crea la Biblioteca popular venezolana, que es nuestro primer gran esfuerzo bibliográfico de ordenar la cultura venezolana desde que el país es país, pequeño detalle, ¿no? Esa dirección se convierte en el INCIBA en los años 60 y posteriormente en el CONAC, en los años 70. Se promulgan y desarrollan las leyes sectoriales —la ley del libro, la ley del cine, por ejemplo—, fue un crecimiento de políticas públicas y de legislación cultural importante cuando lo comparas con cualquier país.

¿Y el segundo campo?

La propia visión que el chavismo tiene de la cultura, que es una cosa despreciada y le crea animadversión. La cultura, entendida como ese ejercicio libre del pensamiento y del espíritu, es algo que a cualquier régimen totalitario le resulta absolutamente incómoda. Entonces, las políticas públicas se han anulado por completo. Los museos son fantasmas. Monte Ávila se convirtió en un sello doctrinario. En fin, toda esa cosa espantosa. Eso se desmanteló por completo. A nivel del Estado no se puede contar con nada. No hay libertad de pensamiento, pero sí una visión colectivista que es el horror. Es, por decir algo, amable, una cosa totalmente anacrónica. El desarrollo del arte contemporáneo, de disciplinas como el cine, nada de eso existe en esa mentalidad.

Ésta será una nueva ocasión para que algunos de sus detractores, incluidos aquellos con quienes mantuvo amistad, digan: «Ahí está López Ortega añorando los 40 años de la democracia, extrañando el puntofijismo, reunido con un periodista que anda en la misma onda». ¿Al final qué podemos hacer? Y no lo digo sólo por nosotros, sino como sociedad, para que no seamos nostálgicos.

Yo pensé que lo vivido en el siglo XX iba a resultar suficiente antídoto para que el ejercicio intelectual fuera en función de la crítica de las ideas y no de doctrinas, de populismo, y de pensamientos que finalmente no piensa. Yo pensé que había suficientes razones para que los intelectuales venezolanos, por ejemplo, entendieran que la función intelectual es otra. Pero, si algo me ha sorprendido, y lo digo en mi libro Diario de sombra, incluso a nivel personal, de amistades cosechadas en 20 o 30 años, si algo no termino de entender es cómo tantos creadores, tantos intelectuales, claudicaron frente a la libertad de creación, de libre pensamiento intelectual, y se apegaron a doctrinas y dejaron de pensar.


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