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Alejandro Otero, en su centenario, visto por Ricardo Armas

28/03/2021

Fotografía de Ricardo Armas. ©Archivo Fotografía Urbana.

El 7 de marzo se conmemoró el centenario de Alejandro Otero, uno de los artistas plásticos más importantes de Venezuela en toda su historia, así como uno de los creadores latinoamericanos de más brillante figuración en el mundo. Había nacido en El Manteco, estado Bolívar, el 7 de marzo de 1921, en el hogar de María Luisa Rodríguez y José María Otero Fernández, quienes se instalaron en Upata, donde transcurriría la infancia del hijo. La estancia bolivarense del joven Otero terminaría cuando se trasladó a Caracas ya con la idea de estudiar en la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas.

El fotógrafo

Esta imagen, del Archivo Fotografía Urbana, fue hecha a comienzos de 1985 por el fotógrafo caraqueño Ricardo Armas, quien se desempeñó como jefe del Departamento de Fotografía del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, desde finales de 1983 hasta 1992. Sofía Ímber, fundadora y directora del museo, y Armas habían acordado que éste retrataría a los artistas que expusieran allí y que haría también el registro del montaje de cada muestra. En febrero de 1985, se inauguró una gran exposición retrospectiva de Alejandro Otero en esa institución, que publicó un catálogo con muchas fotografías, varios textos del propio artista y una detallada cronología.

Para hacer esta instantánea, Armas usó una cámara de 4×5 pulgadas, marca Deardorff, hecha en Chicago, y película de placa Kodak. «La misma cámara», bromea, «que usó toda su vida mi tocayo Richard Avedon».

«Alejandro siempre fue cercano a mi familia», explica Ricardo, hijo del intelectual Alfredo Armas Alfonso. Los Coloritmos me fascinaron desde niño. Cuando mi papá me llevaba al Museo de Bellas Artes, porque él era miembro de la Asociación de Amigos del MBA, yo experimentaba una gran fascinación por estas obras. 

No era la primera vez que Armas fotografiaba a Otero, pero sí la ocasión en que proyectó la imagen con mayor detalle y antelación. «La planifiqué mucho», concede el fotógrafo. «Alejandro venía al museo con frecuencia y yo le sugerí hacer un retrato. No le dije lo que iba a hacer, pero preparé el escenario, de manera que cuando él llegó al Departamento de Conservación ya yo tenía los Coloritmos dispuestos en una especie de escenario y las luces preparadas. De hecho, fueron muy pocas las correcciones que hice una vez que él llegó. Le dije: ‘Alejandro, ponte aquí’. Se paró donde yo le había indicado y tomé varias placas. Yo tenía una cámara de formato grande, que había traído dos años antes de Nueva York, cuando regresé de una etapa en esa ciudad, y quería usarla con él. Yo era consciente de que aquél debía ser un retrato emblemático, histórico. Es una de las fotografías favoritas de toda mi retratística de tantos años».

Al preguntarle por qué optó por hacer la imagen en blanco y negro, Armas explica que esa era la manera más formal, más seria, de hacer fotografía en la época. «Además, me parecía más interesante. Yo pensaba que el blanco y negro me permitía enfocarme más en el sujeto y en la composición. Hoy en día, creo que esa aproximación a la composición, así como la intensidad de la mirada, no tienen que ver con el blanco y negro o el color. De hecho, desde 2005 no hago fotografía en blanco y negro, sólo en color».

Han transcurrido 36 años desde el día en que Ricardo Armas hizo esta foto y, al preguntarle qué le cambiaría si pudiera hacerla otra vez, dice con sencillez que nada. «Esa fotografía me satisface. Cada vez que la veo me hace muy feliz. Entre Alejandro y yo se dio ese milagro, esa magia, necesarias para crear una imagen icónica, que condensa todo lo que yo sentía sobre él; y creo que en ese momento él estaba consciente de estar cerrando un capítulo. Alejandro muere en el año 90, es decir, cinco años después de hacerse esta fotografía».

Curiosamente, la foto no fue incluida en el catálogo y, muy raro también, se ha publicado muy poco y se ha expuesto sólo una vez, en la Galería de Arte Nacional. 

La escenografía

Los paneles pintados con figuras geométricas, por donde se asoma Alejandro Otero, son piezas de su etapa de los Coloritmos. La crítico de arte María Elena Ramos sugiere que, por la edad que tiene el creador en el momento de la fotografía, «no se trataba de rodearse de obras recientes, sino que es un artista maduro, que aparece con una parte de sus obras de décadas anteriores, como un padre orgulloso de sus hijos nacidos mucho tiempo antes, unos hijos que mantienen su energía y su sentido. Su amplia serie de Coloritmos había sido creada entre 1955 y 1960».

La investigadora consultó con Mercedes Otero, hija del artista, para precisar la ubicación actual de esas piezas, que en 1985, cuando Armas hizo la foto, estaban en Caracas. «El Coloritmo a la izquierda es el número 1 del MoMA», explica Ramos. «Hay dos versiones más del mismo, Estudio para Coloritmo, creo que un par de centímetros más pequeños, uno está en la GAN (Galería de Arte Nacional), el otro en el MAO (Museo Alejandro Otero)».

«Los Coloritmos», expone María Elena Ramos en un libro suyo, sobre la obra de Otero, de reciente publicación, «fueron en su momento un acto de concentración esencial sobre la bidimensionalidad del soporte. Cerrados en tanto experiencias pictóricas, eran también proyecciones potenciales hacia la condición y el destino de las obras abiertas. Vista la trayectoria del artista a posteriori, los Coloritmos fueron obras bisagra, que recogían y profundizaban sus experiencias plásticas previas y que, además, iban a significar una relevante transición hacia las piezas de los años siguientes, en las que Otero se fue saliendo cada vez más radicalmente del plano, urgido en abordar ámbitos más extensos, lugares de la vida urbana cuya tridimensionalidad real es habitada, o transitada, por sus contemporáneos».

Esa luz 

«La foto es fascinante», sentencia el historiador del arte Luis Enrique Pérez Oramas, tras tomarse el tiempo para observarla. En el ángulo superior izquierdo hay un dispositivo, una especie de lámpara, fuera del cuadro. Es, ciertamente, la fuente de luz (la fuente de luz es básica para la pintura). En ese borde superior izquierdo hay un fragmento de algo que no se logra distinguir… no sé si es un reflejo, dificulto que lo fuera… o si es un fragmento de otra cosa… no me lo explico, pero pareciera un fragmento de líneas inclinadas. En cualquier caso, yo veo ahí la clave autográfica de los Coloritmos, que son, como sabemos, heterográficos. Bueno, relativamente heterográficos. Son hechos con aplicación de pintura industrial, con lo cual no hay pincelada, y con matrices, con patrones, pero de pronto hay un fragmento puramente gráfico y autográfico, que da la clave arqueológica de los Coloritmos.  

«Lo otro que me sorprende en la imagen», sigue Pérez Oramas, «tiene que ver con aquella frase de Leonardo: ‘Todo pintor se pinta a sí mismo’, que se suele citar como una especie de afirmación inevitable, pero en el caso de Leonardo ese hecho era problemático, algo a evitar, porque desde su perspectiva el pintor estaba llamado a reconocer la realidad objetivamente, a percibir la naturaleza como algo distinto, separado. A partir de esta fotografía podemos preguntarnos hasta qué punto esta obra es un espejo de Alejandro Otero, de su vida, de revelarse detrás de su obra… Lo cierto es que en el Coloritmo que él sostiene, contra el cual él tiene la mano, hay una cualidad especular. La superficie de los Coloritmos, cuando no están patinados, son espejos. Curiosamente, Juan Araujo, uno de los pintores venezolanos jóvenes que ha dado continuidad a la obra de Alejandro, por una vía totalmente diferente, tiene una serie de cuadros donde él se ve en el reflejo del Coloritmo; es decir, donde trabaja el Coloritmo como espejo. La pregunta es: ¿hasta qué punto el Coloritmo es un espejo de algo más que sí mismo y hasta qué punto Alejandro está saliendo de atrás, no sé de dónde?»

La cercanía de la muerte

El artista plástico Carlos Ignacio Sánchez Vegas estuvo cerca de Alejandro Otero y de la también artista Mercedes Pardo –con quien se casó en 1951–, desde que era niño. Puede decirse que creció en la casa de los Otero Pardo. Y mantuvo la cercanía con los dos, después de la separación de la pareja.

«En esta foto veo un Alejandro asustado, inseguro, resignado. No es el Alejandro que siempre se mostraba confiado, alegre, optimista. Además, lo veo molesto, quizá porque a él no le gustaba el montaje de esa sala en particular, porque no era su idea original. Cuando esa obra se presentó por primera vez en conjunto, se hizo sobre paredes blancas, ya que la obra estaba nueva y no se había deteriorado ni amarillado, así que debió ser un espectáculo maravilloso, con todos sus colores y esas franjas oscuras flotando en el aire, mezclando la obra con la pared. Pero, por razones de conservación y del estado en que se encontraban las piezas en 1985, para la retrospectiva se resolvió montarlas sobre negro, con lo que esa obra se convirtió, prácticamente, en un vitral. Y, aunque el efecto era igualmente maravilloso, por las transparencias, por la luz que emanaban las piezas, uno estaba como encerrado en una caja negra mirando hacia afuera, no era parte de la obra, era simplemente un espectador, y eso tenía contrariado a Alejandro». 

«Y luego estaba la conciencia de la muerte», dice Sánchez Vegas. «Todos convivimos con ella, pero nos salva la inconsciencia: no sabemos cuándo vendrá por nosotros. Pero él tenía fecha de caducidad. Estaba enfermo ya y sabía que estaba rindiendo cuentas. Mucha gente le recomendó que no hiciera la retrospectiva en ese momento, que se diera más tiempo, pero él sabía que no tenía ese tiempo. Por otra parte, Alejandro estaba consciente de que él había hecho dos cosas en paralelo: había creado al personaje Alejandro Otero, que era maravilloso, una especie de mago de Oz, pero su obra era escasa. Eso quedó en evidencia cuando tuvo que llenar el Museo de Arte Contemporáneo, cuyos espacios eran enormes, y hubo que recurrir a piezas que él no aprobaba. Lamentablemente, Alejandro dedicó mucho tiempo a pensar y vivir, a crear la obra en su cabeza, y poco al taller. Desde luego, en aquella muestra había cosas magníficas, el Alejandro estudiante, el de la época de Las Cafeteras, el de los primeros Coloritmos (los últimos no me gustaban, porque el color había desaparecido, el color había dado paso a tonos agrisados, cuya explicación siempre he atribuido a la desaparición de Mercedes en su vida y a la cercanía de la muerte, porque Alejandro ya estaba enfermo)». 

En la entrada de Wikipedia sobre Otero se establece lo que era un secreto a voces. Alejandro Otero se había contagiado de sida. «Que en ese momento equivalía a una sentencia de muerte», dice Sánchez Vegas. «Sin embargo, vivió más de lo que se previó al principio. Cinco años. En esa época era raro que un paciente de sida viviera tanto tiempo tras el diagnóstico. La enfermedad fue muy penosa para Alejandro y el deterioro fue brutal. Yo lo vi el día antes de su muerte y estaba irreconocible».

En el curso de la entrevista, Carlos Sánchez Vegas recuerda que unas cuatro décadas antes de la foto de Ricardo Armas, un fotoperiodista de El Nacional había hecho una bastante parecida. Es la imagen donde el de El Manteco aparece muy joven y delgado.

Alejandro Otero en 1960.

«Es muy interesante comparar las dos fotografías», propone Sánchez. En la más antigua se ve el Alejandro vigoroso, joven, talentoso, lleno de fe en el futuro, sabiéndose llamado a hacer historia. En esa época albergaba el sueño de la Bauhaus. Regresaba de Francia y tenía muy fresca la fantasía de modernidad. Él no sabía que ya la modernidad no existía, que había muerto antes de la Segunda Guerra Mundial. Él creía en la modernidad y, 40 años después, más o menos, que es lo que distancia a una foto de la otra, vemos que al final estaba consciente de que la modernidad no había pasado de ser un sueño, una de esas fabulosas quimeras que inventa el ser humano. Pero sí se dieron modernidades: existe la modernidad de Alejandro, la de Mondrian y Malévich, la de tantos que creyeron en ese futuro maravilloso para la raza humana… aunque la historia es otra cosa. La historia es distópica: nos parecemos más a la obra de Orwell que al sueño de la modernidad. 

«Cuando hace su retrospectiva, en 1985, ya Alejandro era pasado, ya había mostrado lo mejor que tenía. Aunque todavía, después de esa exposición, hizo cosas interesantes; y el último, el de las estructuras, las maquetas y los modelos, yo lo llamo el Alejandro relojero, porque esas obras son como maravillosas piezas de relojería fina. Al ver toda su obra junta se me hizo evidente que el hilo que conectaba la obra de Alejandro Otero, aparte de su pensamiento y sus intereses, era la línea diagonal; de hecho, es el único elemento que se mantiene y prevalece desde el principio hasta la última obra. Su obsesión por la diagonal unifica casi toda su propuesta plástica, tanto en el plano como en el espacio. La diagonal, junto con la luz, el movimiento y el espacio lo caracterizan, más allá del color, y es el elemento más común desde que Alejandro sintetiza Las Cafeteras y llega, de tanta síntesis, a las líneas como protagonista de su espacio pictórico. Éste es el paso previo para la aparición de sus Tablones o Coloritmos y hasta cuando comienza con sus Estructuras hasta llegar a las Agujas Solares. Y su otra obsesión era el movimiento: cómo le encantaba ver un bailarín haciendo piruetas. Pasaba horas viendo videos. Los vio todos. A Nuréyev, a Barýshnikov. Amaba a Barýshnikov».

En esta imagen, el amigo que lo frecuentó por tantos años no lo percibe saliendo de algo, sino, más bien, como quien se esconde. «En la foto de su juventud, él sobresale. Se le ve impetuoso. En la última, en cambio, está agazapado, encerrado en sí mismo, en su dolor, porque si había alguien que amaba la vida y la disfrutaba, era Alejandro. Para él todo era una fiesta, un banquete. Vivía del festín. Le encantaba el público, el aplauso. Era sumamente vital. Todo el tiempo estaba haciendo cosas. Era muy inquieto, obsesivamente curioso. Y en esa fotografía no aparece ese Alejandro. Para el momento de esa fotografía, aquel Alejandro ya se había ido».

Conmovido y solar

En mayo de 1985, Sofía Ímber y su esposo Carlos Rangel, conductores del programa de televisión “Buenos días”, tuvieron como invitado a Alejandro Otero para conversar acerca de la retrospectiva, que clausuraría a finales de ese mes. La periodista y directora del MACCSI comentó que Alfredo Boulton había afirmado que aquella muestra era «la exposición más importante y completa que se haya hecho jamás de un artista venezolano». Por su parte, el aludido estaba «conmovido» con la reacción del público, que había asistido en masa. 

Hay que decir que Alejandro iba casi todos los días al museo y atendía a los espectadores, incluidos los salones de clase en pleno que acudían con los maestros. «Hay un enorme entusiasmo», dijo el artista, «que yo pensaba que en Venezuela sólo lo podían despertar los caballos de carrera o los políticos, pero no los artistas. Me llama la atención que siempre hay gente en todas las salas viendo con interés las obras. Eso me ha sorprendido mucho, porque me da la impresión de que la gente ha entendido mi obra en cada una de sus etapas. Eso me parece sorprendente, porque no dejo de entender que mi trabajo no es fácil, es un trabajo que globalmente tiene sus complejidades».

Y ya al final del programa dijo que la respuesta de la audiencia constituía para él «un estímulo fabuloso, gigantesco». Y añadió: «estoy sumando fuerzas para ponerme a trabajar ya». 

El año siguiente, 1986, se instaló la Torre Solar en el Complejo Hidroeléctrico Raúl Leoni, en su natal estado Bolívar. En 1987 se incorporó al Centro de Investigaciones de IBM de Venezuela para experimentar con el diseño de obras con computadora, luego incluidas en el libro Alejandro Otero: Saludo al siglo XXI. En 1987, fue objeto de un homenaje con ocasión de la Primera Bienal de Arte de Guayana, en el Museo de Arte Moderno Jesús Soto, para cuya colección había donado obras.

Y el 13 de agosto de 1990 falleció en Caracas.


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