Telón de fondo

Al cura de Altagracia le gustaban las mujeres, pero…

Detalle de "Éxtasis de Santa Teresa", de Gian Lorenzo Bernini

04/03/2019

En al Archivo Arquidiocesano de Caracas pasan del centenar las causas seguidas a religiosos por faltas graves al voto de castidad. Son papeles ocupados de situaciones de curas lascivos hasta finales del siglo XIX, la mayoría tratados con indulgencia o cerrados sin llegar a sentencia firme. En general describen episodios de sujetos lujuriosos a quienes se amonesta en medio del sigilo, para no provocar escándalos. El fuero eclesiástico permite su tratamiento sin participación del poder civil, para que la mayoría de las conductas pecaminosas y libertinas de los miembros de la Iglesia queden protegidas por las paredes de la curia. De esos legajos rescatamos la vicisitud del cura doctrinero de Altagracia de Orituco, José Francisco Aponte, joven aguijoneado por las solicitaciones de la carne que pide auxilio a sus superiores para salir con bien del desafío.

Como no puede soportar las arremetidas de Venus, el padre Aponte pide al Arzobispo la dispensa del voto de castidad para contraer nupcias. Así se expresa ante el prelado, en 5 de noviembre de 1810:

Si bien es de pensar esta materia, más urgente es mi necesidad, y más inminentes, frecuentes y violentos son mis combates que he comunicado a S. S. I; son superiores a mis fuerzas, son irresistibles e inexorables.

Si damos crédito a sus afirmaciones, fue abundante la energía que gastó en la contienda contra el impulso carnal. Dice:

Me esforcé cuanto pude en honrar con la pureza mi estado… en sujetar la carne al espíritu, refrenando las pasiones, hostilizando mi cuerpo, valiéndome de todos los remedios espirituales, naturales y extraordinarios, guardando compostura y honestidad, y por último recogiéndome al asilo del Padre de las luces y a su divina inspiración: con todo enfrentado, con las tempestades de las tentaciones, veo ante mis ojos el naufragio espiritual… pierdo la esperanza, vivo desesperado. Oh, Señor. ¡Qué caudal de auxilios no necesita este género de fragilidad!

La estatura del drama se debe medir con la vara del acostumbrado discurso sobre la castidad que colocaba a los eclesiásticos desobedientes en las pailas del infierno, como traidores a Dios a sus instituciones. De allí que Aponte intentara convertirse en una suerte de cenobita de Orituco, en una especie de tropical San Francisco que disciplina el cuerpo levantisco. Pero de allí que también sintiera una profunda decepción por el intento perdido. Pese a que quería emular a las eminencias del santoral que tenía como ejemplo, se derrumbaba ante la simple observación de un objeto provocador del enemigo. Afirma ante el Arzobispo:

Aún San Pablo la vista sola de un zapato viejo y roto de mujer, botado en las calles de Roma, le estimulaba la carne, le recordaba. Si esto sucedió a San Pablo, mereciendo aquel eficacísimo auxilio de su conversión en el camino de Damasco, ¿cuán será mi peligro en las tentaciones?, ¿cuál mi victoria?

Pero el Arzobispo Coll y Prat no responde. Ante el silencio de la mitra escribe una nueva Representación, el 12 de julio de 1811, en la cual olvida la narración de sus sufrimientos para cuestionar las disposiciones sobre la continencia. La continencia de los eclesiásticos, asegura, no tiene fundamento bíblico: «fue inventada y prevenida por la Iglesia». De lo contrario, agrega, el Concilio de Trento hubiera referido pasajes de la Escritura para confirmar el celibato. El tridentino se apoyó en reglamentos antiguos, cosa que también hace ahora el urgido solicitante cuando cita casos de dispensas a favor de curas, frailes, abades, obispos y cardenales. Además, alude al hecho de haber sido conducido al sacerdocio por la influencia de su tiránico padre, quien contrarió su vocación laica.

Ahora si responde el Arzobispo, para advertir que el cura de Altagracia hace «varias indecorosas expresiones en sus enunciadas representaciones». Decide entonces suspenderlo ab officio et beneficio, mientras dilucida el entuerto. Quizá agobiado por la actitud del prelado, el padre José Francisco Aponte resuelve olvidarse de la dispensa matrimonial. Con auxilio de un procurador tonsurado, comunica lo siguiente ante el juez comisionado por la curia:

Se retracta de semejante petición, para ejercer y continuar pacíficamente en el desempeño de su ministerio.

El joven sacerdote José Francisco Aponte descubre sus flaquezas ante un Tribunal Eclesiástico parecido un pedernal. Dentro de las normas de la ortodoxia pide una salida decorosa para su inclinación por la carne, pero el ordinario no se inmuta. Suplica sanación de la mano de San Pablo, sin que el prelado lo atienda. Pero cuando abandona el papel de acólito para meterse a litigante, se le amonesta y suspende. Entonces vuelve a la religión de la que nunca ha salido y, por lo menos en el expediente, entierra su deseo de mujer. Desalentador desenlace de una historia acicateada por la honestidad.


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