Literatura

Jean Améry: tortura y exilio

06/08/2018

Jean Améry

Uno de los textos más notables de la poesía tardía de Zbigniew Herbert está dedicado a la memoria de Jean Améry. Lo tituló “De una teoría aún no escrita sobre los sueños”. Esta es la primera de sus secciones:

Los torturadores duermen sin problemas sus sueños color rosa
genocidios amables, extranjeros y domésticos
ya perdonados por la brevedad de la memoria humana
una suave brisa pasa las páginas del álbum familiar
las ventanas de la casa le abren al mes de agosto
la sombra del manzano en flor bajo la cual un arroyo ha surgido
el coche descapotable del abuelo una expedición a la iglesia
el abrazo en la primera comunión de mi madre
un campamento bajo el cielo estrellado sin señales o misterios
                                                                sin un Apocalipsis
de esta manera sueña sin problemas sus sueños
son saludables llenos de comida bebidas voluptuosas
cuerpos femeninos para practicar juegos eróticos
en los arbustos y arboledas y sobre ellos flota
una voz inolvidable tan pura como una fuente
y tan inocente como un eco cantando como un chico
que espiaba una rosa en el arbusto la campana
de la memoria no despierta fantasmas ni pesadillas
la campana de la memoria repite su gran absolución
se despiertan temprano llenos de fuerza y voluntad
con cuidado afeitan sus burguesas barbas
lo que queda lo convierten en corona de laurel
en las aguas del olvido que todo lo lava
lavan sus cuerpos con jabones marca Macbeth.

No estoy seguro de la fecha en la que el vate polaco escribió su formidable poema. Lo seguro es que lo hizo después de 1978, después del octubre de ese año, del día 25, cuando Hans Chaim Mayer (el verdadero nombre de Améry) se quitó la vida a sus sesenta y seis años. La poesía de Herbert es una muestra bien lograda de los criterios de la poética de la modernidad que, no sin excesos, se ejerció a lo largo del novecientos. La sintaxis entrecortada que se apoya en la ausencia de puntuación, creando una angustiosa ambigüedad, una intención alegórica (“todo gran arte es alegórico”, había sentenciado Heidegger) y una deriva hermética. La comunicación poética se resiente, algo que no parecía importar mucho a los poetas de la modernidad. Como tampoco la intuición de Machado, según la cual la “poesía es cosa cordial”.

De lo que sí puedo estar seguro es que el poema habría conmovido hondamente a Jean Améry, para quien las alusiones de Herbert no resultarían tan ambiguas. En especial cuando se refiere, desde la primera línea, a los torturadores. Frente a los cuales Améry estuvo en reiteradas oportunidades durante su encarcelamiento, a partir de julio de 1943, en el infame Fort Breendonk de las afueras de Amberes por haber participado activamente en la resistence contra los nazis. A la tortura dedicará Améry textos devastadores. Con precisión clínica ha descrito los procedimientos a los cuales fue sometido por los esbirros de la Gestapo, y por los colaboradores de origen flamenco que se prestaron al ultraje:

Del techo abovedado cuelga una cadena enrollada y en su extremo tiene un grueso garfio que llegaba al grillo que mantenía mis manos atadas a la espalda. Uno era levantado hasta un metro de distancia y, en estas condiciones, con un poco de fuerza muscular, podía mantener una posición oblicua. Algunos minutos más tarde, cuando se te agota la fuerza, cuando el sudor comienza a aparecer en la frente y los labios y respiras con dificultad, ya no estás en condiciones de responder a ninguna pregunta: ¿direcciones? ¿cómplices? ¿lugares de encuentro? Apenas si puedes escuchar lo que te dicen… Torturar, del latín “torquere”, torcer. Una etimología de lo más instructiva.

En otra página, Améry se refiere a la tortura, en términos que hacen recordar a Jesucristo, como la experiencia definitiva del cuerpo:

La tortura no fue un invento del nacional-socialismo, sino su apoteosis… Sólo en la tortura la transformación del cuerpo en carne se hace completa… Indefenso frente a la violencia, gritando de dolor, sin esperanza de ayuda, incapaz de cualquier resistencia, la persona torturada es solo cuerpo y nada más.

Se trata de una buena ilustración de la escritura de Améry, desapasionada, sin autocompasión ni patetismo y de una tersa ironía. Esto le permitió acercarse al tema espinoso de la tortura con una envidiable objetividad. En su opinión, “La tortura tiene un carácter indeleble. Quien ha sido torturado, permanece torturado”. La interpretación de Sebald en Historia natural de la destrucción me parece la más justa: “(Para Améry) la práctica de perseguir, torturar y exterminar a un adversario arbitrariamente seleccionado no es un signo accidental y lamentable del totalitarismo, sino su expresión esencial”. El ensayo de Sebald, de hecho una conferencia dictada en Zúrich en otoño de 1977, es una precisa introducción al mundo de Sebald, escrita por un escritor alemán, paisano de los nazis que encarcelaron, torturaron y enviaron a Auschwitz a Jean Améry.

Hans Chaim Mayer nació en Viena en 1912, de padre obviamente judío y de madre católica, también de origen hebreo. A los seis años, como todos los súbditos del imperio austrohúngaro quedó huérfano de nacionalidad con el colapso de la nación que durante varios siglos había gobernado buena parte de Alemania central. También el padre murió durante la Primera Guerra, y la madre habría de educarlo de acuerdo a la religión católica, el culto oficial de los austríacos del imperio. Hizo estudios en la universidad que fueron abandonados por un trabajo como bibliotecario. De 1923 es su primer libro una novela, El puente. Tempranamente antinazi, por lo menos desde 1935, cuando, con la promulgación de las Leyes de Núremberg sintió, por primera, vez que efectivamente era judío, y, convencido de los proyectos genocidas de Hitler, abandonó Austria en 1938, apenas consolidada la anexión de Austria al Tercer Reich. Refugiado en Bélgica, se integró activamente a la oposición hasta su detención en 1943 y posterior traslado a Auschwitz, donde coincidió, aunque no se encontró, con Primo Levi, y de donde será liberado en 1945. Después de doce años de silencio, se dedica al ensayo y a los escritos autobiográficos. De 1966 es su difundido Más allá de la culpa y la expiación (Pre-textos), donde refiere la situación intelectual de los campos de concentración. Aquí incluyó sus ensayos sobre la tortura y “La necesidad e imposibilidad de ser judío”. Escribió sobre la vejez, y publicó un libro sobre el suicido dos años antes de quitarse la vida, acosado por el fantasma de sus torturadores, impertérritos “lavando sus cuerpos con jabones marca Macbeth” (Revuelta y resignación. Acerca del envejecer y Levantar la mano sobre uno mismo. Sobre la muerte voluntaria. Ambos asimismo pulcramente editados por Pre-Textos).

Para Primo Levi a la experiencia inefable de Auschwitz sólo era posible aproximarse a través de la poesía o la ficción autobiográfica. Para Améry, menos poeta y siempre ensayista, el acercamiento apenas era realizable mediante el ensayo autobiográfico. Este fue su género y lo dominó con maestría. Consciente de los límites del instrumento, Améry se empeñó en la búsqueda de una objetividad no siempre probable. En uno de sus libros más apasionantes, Lugares en el tiempo, (Örtlichkeiten) se lo propuso y lo logró. En una carta citada por la traductora al español del libro, escribió “Creo que he controlado hasta cierto punto el problema de volver a ser excesivamente autobiográfico, o que lo controlaré a lo largo del trabajo. He puesto en primer plano los lugares y su atmósfera, así como los acontecimientos de la época, y he mantenido lo subjetivo tanto como ha sido posible”. Difícilmente descripción más ajustada de un proyecto que fuera pensado, en 1974, como una serie de emisiones radiofónicas. Lugares en el tiempo reúne, en orden cronológico, las escalas de los exilio de Améry, antes y después de la Segunda Guerra: Bad Ischl-Viena; Colonia-Amberes; Gurs-Bruselas; Zúrich-Londres; París y lo que llamó “Mi escena alemana”. Lugares en el tiempo es una interesante memoria de la historia europea del siglo XX, desde los distantes tiempos del imperio austrohúngaro, hasta el París de Sartre y De Gaulle, y la Alemania dividida de Günter Grass y Uwe Johnson. Amèry describe las ciudades, sus casas, calles, hoteles, plazas y, sobre todo, gente, con la mirada aguda de un impresionista como su admirado Utrillo. Su realismo no es agobiante y su cromatismo es variado sin exceso de brillo o ruido. Los paisajes urbanos más variados que vieron el paso tímido, en ocasiones temeroso, de un “extranjero” agobiado por la más terrible de las culpas, la del sobreviviente. En su estudio sobre Améry, Sebald refiere la opinión de W.G. Niederland, el psiquiatra que se ocupó de estudiar las consecuencias psicológicas de los sobrevivientes de Auschwitz:

La existencia prolongada más allá de la experiencia de la muerte tiene su centro afectivo en un complejo de culpa, la culpa del sobreviviente, que Niederland describe como la peor carga psicológica de los pacientes que se libraron de ser asesinados. Se trata de una ironía particularmente macabra que sea el sobreviviente y no los nazis que cometieron los crímenes que los que tuvieron que soportar el peso de esa culpa.

La literatura europea pagó caramente esta circunstancia nefanda. Paul Celan, cuyos padres desaparecieron en un campo de concentración, se dejó ahogar por el Sena en 1970; Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz dejó de lado las escaleras de su edificio y prefirió el vacío. Améry, después de teorizar sobre el suicidio, lo llevó a la praxis al dormirse para siempre con la ayuda de sus fieles barbitúricos. No se sobrevive en vano a la tortura. El complejo de culpa se inventó para los inocentes.


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