Elenco de "Asesinato en la catedral" de T. S. Eliot, Quarry Theater, House of the Resurrection, Mirfield, West Yorkshire. 1935 / Lonnergan
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A los interesados en el teatro de vanguardia de antes y después de la Segunda Guerra Mundial, no debe haberles llamado especialmente la atención el estreno, en 1935, de una obra titulada Asesinato en la catedral. Su autor, el anglo-norteamericano T.S. Eliot, había sido uno de los más destacados protagonistas del sonoro triunfo de la lírica moderna en la literatura anglosajona. Todavía se recordaba la radical ruptura que se produjo cuando publicó su largo poema La Tierra Yerma (The Waste Land) hacía unos trece años. Un texto incomprensible, inquietante y formalmente aventurado, que sería asumido como manifiesto de la nueva poesía escrita en inglés. Sin embargo, apenas una década después de este gesto, Eliot había abjurado de su pasado revolucionario y, en una de esas conversiones tan a la moda en la Europa de l’entre deux guerres, se había declarado “anglo-católico en religión; monárquico en política, y clásico en literatura”. La sintaxis fracturada de La tierra yerma había dado paso a una impecable escritura en versos regulares y rimados. Sus nuevos libros eran un reflejo de la conversión. Los textos de Ariel Poems estaban recorridos por un tono no lejano a la reflexión religiosa. Y los nuevos volúmenes teóricos, como After Strange Gods, eran claros en el apoyo a una ideología reaccionaria y antisemita. De modo que el estreno de su versión del asesinato de Thomas Beckett, patrono de la iglesia católica de Inglaterra, no podía atraer la curiosidad de las nuevas generaciones que, a ambos lados del Atlántico, insistían en profundizar en los cambios que Mr. Eliot, en compañía de Ezra Pound, entre otros, habían protagonizado en las dos primeras décadas del XX.
Asesinato en la catedral es un compendio de todos los asuntos y formas repudiados por las vanguardias occidentales: un tema tan religioso como el martirio, un escenario tan cerrado como una catedral católica, una estructura estrictamente aristotélica y una dicción con base en pulidos hexámetros y tetrámetros. Además, la historia que se representa no tenía nada de hermética —una de las exigencias de la modernidad—, y podía entenderse sin dificultad, dejando para los eruditos la hermenéutica de sus alegorías. La obra respondía al encargo del arzobispo para su montaje en el Festival de Canterbury de ese 1935. Y ningún tema más apropiado que el homicidio, el 29 de diciembre de 1170, de otro arzobispo, el gran Thomas Beckett, a manos de los caballeros de su majestad Enrique II. Se trataba apenas de la segunda incursión de Eliot en el teatro, un género al cual había dedicado influyentes y contradictorios estudios. Para el año de la composición de la obra, Eliot, director de la revista The Criterion, era, ciertamente, el criterio más influyente de la poesía escrita en inglés. Y no sólo en inglés, su gravitación se hacía sentir en Alemania, Francia, Italia y Latinoamérica. Sus opiniones llegarían a convertirse en ideología, una falsa conciencia, que animaría actitudes no desprovistas de inaceptable ceguera y egoísmo.
Para 1935, el genio de Eliot como poeta lírico parecía agotado. La inspiración, que había dado vida a textos como “Miércoles de ceniza”, estaba, a todas luces, menguada. Al menos así lo pensaban sus lectores, e incluso el mismo Eliot. En realidad, no sería así. Las musas todavía premiarían sus desvelos y, con rara generosidad, lo favorecerían con la escritura de Cuatro cuartetos, uno de los grandes cantos a la “alta edad” de la literatura de Occidente. No obstante, ese año, llegado a sus cincuenta, pensaba en el teatro como una alternativa a sus disminuidas capacidades como poeta lirico. De modo que fue una gran oportunidad, la que le ofreció el arzobispo de Canterbury, cuando le encargó un drama basado en la vida y muerte de Santo Tomas Beckett.
La historia es suficientemente conocida. Enrique II y Thomas Beckett mantuvieron una entrañable amistad que los convirtió en cómplices de todos los desmanes y excesos a los cuales se creía con derecho un monarca medioeval. Enrique contaba con un poderoso crítico, sin embargo, el Arzobispo de Canterbury, cuya obediencia le era debida tan solo al Papa. Desde su oficina como Canciller del reino, Beckett sería mudado al arzobispado, que quedara vacante por la muerte del incómodo titular. Una vez ungido, el buen Thomas llegó a la inevitable conclusión de que no podía servir a dos señores, al rey y a Dios. Con una convicción no necesariamente obvia, y por ninguno esperada, menos que nadie por Enrique, optó por el segundo, con toda la dedicación que conocemos de los conversos. Incapaz de asimilar lo que consideraba una traición, el monarca acudió a todo su poder para tratar a su nuevo crítico, convirtiéndolo, de opositor en enemigo, como recomendaría Carl Schmitt. A la persecución, siguió el exilio de Beckett en Francia, luego de excomulgar a los obispos nombrados por la casa real. La obra comienza con el regreso del arzobispo a Inglaterra, pocos días antes de Navidad. Su estructura no es la de cinco actos, como en el teatro renacimental, sino en dos partes, como el de la Edad Media. Su dependencia de las teorías clásicas ya ha sido mencionada, lo mismo que su respeto a las unidades aristotélicas y la incorporación del coro de las pobres mujeres de Canterbury, que, con un tono profético de procedencia griega, advierten al protagonista sobre los peligros y le recomiendan que vuelva al destierro. Sin embargo, Beckett había llegado para quedarse. La mayoría de las veces, el exilio no es la mejor manera de enfrentar a un déspota. Es apenas un modo, no siempre seguro, como descubriría mucho después León Trotsky, de mantenerse con vida. El fin de la historia se va a presentar con la llegada de las fuerzas armadas, en la forma de cuatro caballeros leales a la corona, a la catedral de Canterbury. Sus intervenciones, escritas en prosa y pronunciadas con un estatismo gótico, tienen el aire de las piezas morales de la Edad Media, y su aire tentador recuerda las tentaciones del Nuevo testamento. El asunto de la pieza es el enfrentamiento secular entre la iglesia y el poder, una contienda que se ha mantenido viva hasta nuestros días, cada vez que un dictador opta por el control totalitario de la sociedad. Beckett, como tantos sacerdotes en países bajo un control totalitario, no pudo desdoblarse, no se puede “servir a dos señores”.
Una lectura convencional de Asesinato en la catedral corre el riesgo de limitar su lectura, un riesgo más que frecuente, considerándola una manifestación del teatro religioso contemporáneo, a la manera de Paul Claudel. Ciertamente que drama religioso lo es, y de los más notables escritos en tiempos modernos. Sin embargo, la intención de Eliot no se limita a esta interpretación. Escribiendo en 1935, estaba más que consciente de los alcances de los “procesos” totalitarios de Lenin-Stalin, Mussolini y Hitler. Asesinato en la catedral es, también, teatro político, como los de Sartre y Camus o Jean Anohil, autor de una versión contemporánea del drama de Beckett. Una prefiguración, asimismo, de las luchas contra el poder desmedido, que distinguió buena parte del XX y parece distinguir al XXI, y no solo en Venezuela. Eliot asumió la defensa de una sociedad inscrita en una lucha en contra de las tentaciones hegemónicas de una dictadura coronada. Beckett no se sacrifica mezquinamente para garantizarse el acceso a un improbable paraíso. No lo mueve “el infierno tan temido”, para enfrentarse a las espadas desenfundadas de un ejército traidor al servicio del más corrupto despotismo. No es “el cielo que me tienes prometido” lo que lo conduce al sacrificio final. Lo que se propuso, asumiendo la tarea del héroe, fue demostrar a los amos del poder que el miedo colectivo no es una garantía segura para mantenerse al mando. El miedo siempre será superado, a pesar del uso excesivo de la represión, por la gente de Canterbury que, al final, terminará imponiendo a los sucesores de Enrique, importantes limitaciones a la hegemonía. Más que el miedo, lo que importa son la convicciones y la negación a todo tipo de apatía que conduzca a aceptar el “mal radical” como destino. El poder, convertido en abuso, está condenado a la desaparición más ruidosa y humillante. Mussolini terminó colgado en la plaza Loreto de Milán. Y es apenas un antecedente. Casi cien años después de su estreno, cuando los gomas de la modernidad han sido desplazados, Asesinato en la catedral parece tan vigente como el día de su estreno. Los reiterados reveses de las democracias occidentales han animado la insurgencia de nuevas hegemonías con aspiraciones totalitarias. Por fortuna, cada sociedad guarda en su seno un Thomas Beckett que no teme el sacrificio para contribuir a la eliminación del inaceptable “mal radical” que se ha extendido en países como Venezuela.
Alejandro Oliveros
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