Telón de fondo

El cura despótico de Paraguaná

09/07/2018

Iglesia de Santa Ana, en Paraguaná, estado Falcón. Es uno de los templos más visitados de la localidad. Fotografía tomada del Centro de Historia de Paraguaná

Como sabemos, después de la Independencia se insiste en la creación de un estado laico. Lo ha proclamado la Constitución mediante la eliminación del fuero eclesiástico, a través de la continuidad de la Ley de Patronato aprobada por el gobierno de Colombia y mediante la eliminación de los diezmos que mantienen los ministros del altar, pero una cosa dicen las regulaciones y otra la realidad de una sociedad apegada a las costumbres antiguas.

Las autoridades eclesiásticas, cabezas de la vida durante el período colonial, se resisten a perder la influencia que habían ejercido en la colectividad, y no solo protestan contra las innovaciones en sus sermones y en sus periódicos. También se atreven a meterse en alzamientos contra el orden recién establecido, como ocurre en 1835. La Revolución de las Reformas contra el presidente Vargas cuenta con la bendición del Arzobispo de Caracas, por ejemplo, y con la participación de párrocos levantiscos que pretenden la defensa de algo que consideran como parte sacrosanta de su potestad: la existencia de prerrogativas en los tribunales de justicia y en la aplicación de las leyes.

No estamos solo ante el empeño de un antiguo poder que lucha por el mantenimiento de sus privilegios, sino también ante un trastorno de los hábitos que puede terminar en situaciones que no habían ocurrido antes y que deben presenciar, o sufrir, los habitantes de unas comunidades en la cuales jamás se habían presenciado escenas de enfrentamiento como las que van a ocupar su atención. ¿Los curas solo deben reinar en sus sacristías? ¿La autoridad civil se puede mezclar en decisiones que eran del dominio del templo? No son preguntas que se pueden responder con tranquilidad de conciencia cuando la república da sus primeros pasos. En el marco de tales inquietudes se debe considerar el caso del cura de almas que se describirá a continuación.

Es un hecho protagonizado en 1833 por un párroco de la diócesis de Coro, Jesús María Oberto, quien es acusado de despotismo y promotor de divisiones en el pueblo por el jefe político de Paraguaná. El jefe político comunica el caso ante la Secretaría de Estado del Interior, pidiendo consejo para no tomar “decisiones de complicación”. ¿Qué pasa en Paraguaná para llevar el caso a la consideración de un ministro? El padre Oberto prohíbe el entierro de un feligrés en tierra consagrada, para que de inmediato se formen partidos enfrentados en el pueblo. Al principio muchos miembros de la congregación apoyan la decisión del sacerdote, mientras otros consideran que se trata de un abuso, sin que sucedan hechos de violencia debido a la intervención de tres gendarmes armados. La situación se puede controlar de momento, según el jefe político, pero se puede enredar.

El padre Oberto quiere impedir dicho entierro en el cementerio del lugar porque el ahora difunto no frecuentaba las funciones normales de la liturgia, ni acudía a los sacramentos como el resto de los pobladores. Ante tales argumentos una representación de lugareños le implora una rectificación, pero el cura los vitupera en el púlpito mientras pide el cese de la injerencia en asuntos que son de su dominio exclusivo. Llega a arrojar de la iglesita a unas señoras cuyos esposos habían tomado parte en favor de los deudos del fallecido. El cura grita que solo está dispuesto a obedecer una carta pastoral del obispo de Jericó, Mariano de Talavera, divulgada en 1822.

Decía el documento:

«Todos los renuentes y rebeldes que no se confiesen, se tengan por descomulgados si permanecen en su renuencia, y si mueren así se enterrarán en los campos como desmembrados de la Iglesia, como enemigos declarados de ella. Y que los cuerpos vayan con el rostro por el suelo como que miran para el infierno a donde van a parar, pues no son dignos de que miren al cielo quienes no han procurado amor a Dios ni guardar sus santos preceptos».

Se habla al cura sobre la desconsiderada manera que ha sugerido de llevar el cadáver de un hombre que jamás ha provocado a la comunidad con su conducta, pero desatiende los llamados. Se argumenta que el feligrés jamás había sido excomulgado, pero tacha de ignorantes a sus interlocutores. A última hora se le implora en nombre de la caridad, pero se mantiene en sus trece. Ni la Ley de Patronato, ni una carta cortés del gobernador, ni las súplicas de la mayoría del pueblo encuentran respuesta. Solo una parte mínima de los fieles juzga ahora que hace lo correcto y algunas señoras rezan un rosario en la plaza como señal de apoyo a la decisión del sacerdote, mientras el cementerio mantiene cerradas sus puertas para los restos de un vecino que hasta entonces no le ha dado motivos al escándalo. Es entonces cuando el ministerio ordena “una averiguación con carácter de urgencia”.

El padre Oberto se marcha del pueblo cuando se entera de los trámites ministeriales, pero profiere unas amenazas que conmueven a las ovejas. Se trata de unas palabras tomadas de la pastoral de 1822, que ha respaldado su contumacia:

«Que se vayan huérfanos sus hijos y sus mujeres viudas. Que el sol se les oscurezca de día y la luna de noche. Que las plagas enviadas por Dios sobre Egipto vengan sobre ellos. Amén».

¿Puede existir una tiranía más inflexible en la escala local, un desacato mayor de las leyes humanas, del decálogo y de las virtudes teologales? Nadie formula este tipo de preguntas en 1833, mientras el cura se marcha con sus maldiciones y sus intemperancias porque le da la gana, sin que la autoridad le siga un proceso ajustado a derecho. No olvidemos que el Jefe Político no sabe lo que debe hacer y consulta a un ministro. No está ante un procedimiento expedito, ni los pobladores tampoco. Por eso las cosas no adquieren mayor tamaño. La república no está preparada para unos enfrentamientos tan peliagudos.


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