Telón de fondo

El Tuerto Mérida: sin paz ni en el sepulcro

Fotografía de Javier Carcamo / Flickr

15/01/2018

Una crónica del periódico caraqueño El Liberal, incluida en su entrega de 16 de noviembre de 1841, describe unas exequias controversiales. No solo importan porque dan testimonio de las reacciones de la iglesia ante el establecimiento de la república laica, sino también porque concluyen el ciclo vital de Rafael Diego Mérida, el célebre Tuerto Mérida, uno de los protagonistas más tumultuosos de la Independencia.

Bolívar expresó una vez su deseo de arrancarle el ojo bueno que le quedaba. Los negocios públicos se volverían serenos si el tuerto quedaba ciego, dijo. La reacción no fue sino una más en la urdimbre de respuestas airadas que provocó la conducta de un personaje vinculado a la política desde 1795, cuando fue escribano de la Real Audiencia de Caracas. A partir de entonces comenzó a ganar enemistades.

Desde las funciones en la Audiencia, Mérida recogió los detalles de las acusaciones contra la intentona de Gual y España, pero se alejó de los despachos oficiales para involucrarse en la Conjura de los Mantuanos. Después hizo un viaje a Cádiz, que manchó su reputación ante los criollos más conservadores. Se alarmaron por su participación en una logia de los “Caballeros Racionales” fundada por un argentino de apellido Alvear para fomentar revoluciones en las colonias.

Como alardeaba de su pertenencia a la logia, a nadie extrañó que después trabajara como Secretario de la Sociedad Patriótica, la “casa de locos” que presionaba al congreso para que librara a Venezuela de la coyunda monárquica. Provocó entonces mucha roncha por una reacción contra Miranda, a quien motejó de calumniador. Envió un memorial de acusaciones contra el Precursor e interrumpió una sesión de la Cámara para llenarlo de improperios. Debido a los excesos de su intervención, el Presidente del Congreso ordenó que lo expulsaran del recinto y su arresto durante veinte días.

Volvió por la puerta grande después de la Campaña Admirable. Ocupó entonces el cargo de Secretario de Gracia, Justicia y Policía en el gabinete del Libertador. De la época datan unas cartas en las que amenazó con el cadalso al arzobispo de Caracas, si no publicaba una pastoral favorable a la causa republicana, y episodios que no dejaron de producir estupor. Arrojó personalmente del púlpito a dos o tres religiosos que predicaban por la gloria de Fernando VII.

Después destacó como agitador de las reuniones de exiliados que ocurrieron en Haití. Conspiró entonces contra la comandancia que aspiraba Bolívar. Aliado con José Francisco Bermúdez, no solo promovió altercados entre los oficiales del destierro. También concibió la idea de librarse de su antiguo jefe mediante procedimientos violentos que incluían el asesinato. Formó parte de la expedición de Los Cayos, pero se alejó cuando concluyó en Carúpano. No explicó los motivos de su distancia, pero se pueden desprender de los papeles que redactó en breve.

Establecido en Curazao, se dedicó a escribir libelos contra Bolívar. Lo acusó de inepto y deshonesto, a través de una catarata de tinta que remitía por correo a la tierra firme. De la fábrica se alimentó más tarde José de la Riva Agüero, presidente del Perú, para menoscabar el prestigio del Libertador en una obrita que publicó bajo el pseudónimo de Pruvonena.

Mérida regresó a Caracas luego del triunfo de Carabobo, para tratar de que se olvidaran sus intemperancias. El Vicepresidente Santander lo designó cónsul en Curazao, pero después se negó a concederle el cargo que pedía de jefe de la Tesorería de Diezmos de Caracas. Cuando solicitó la posición, aseguró que se había arrepentido de sus injurias contra El Libertador. Volvió a las andadas en un impreso titulado Angustias de Colombia en 1828, debido al cual Páez lo suspendió del cargo consular y le prohibió la entrada a Venezuela. Bolívar aplaudió la decisión, en carta llena de regocijo por lo que consideró como medida sanitaria. El Tuerto retornó a Caracas en 1839, para sobrevivir en un oscuro rincón que casi nadie del futuro ha querido visitar y del cual lo sacamos ahora gracias a la polémica provocada por su entierro.

El 2 de noviembre de 1841, el ciudadano Gerónimo Méndez se presentó ante J. Aguado de Suárez, Provisor y Vicario General de la diócesis de Caracas, para llenar los trámites conducentes al entierro de su suegro, Rafael Diego Mérida. El Provisor negó la solicitud y se apresuró a impedir que el cadáver fuese inhumado en el cementerio general. ¿Por qué? Mérida, de acuerdo con las razones del prelado, murió sin aceptar la administración de los sacramentos, pese a los ruegos de algunos sacerdotes piadosos.

El Provisor envió oficio al celador del cementerio, para que impidiera las labores de sepelio:

En caso de que por alguna autoridad civil se le mande recibir y enterrar el cadáver de Diego Mérida, me dará inmediatamente parte de esto; y no le dará sepultura, sino que lo dejará fuera del cementerio hasta que se le prevenga a usted otra cosa.

Mientras el religioso enviaba la conminación, Méndez se presentó ante el Jefe Político con el Reglamento de Policía expedido en 1834. En atención al Reglamento de Policía, como se habían prohibido las inhumaciones en las bóvedas de los templos y en los campos de las inmediaciones, todos los cadáveres se deberían enterrar en el cementerio de la ciudad con la debida prisa y según prevenciones sanitarias. El incumplimiento de la orden acarrearía una multa de doce pesos. Con la regulación frente a sus ojos, el Jefe Político autorizó el depósito de los restos mortales en la parcela que correspondiese. Cumplida su faena y para explicarse ante el Provisor, el celador recordó la obligación que tenía de atender las disposiciones de la autoridad civil: “Yo como súbdito suyo no hallé otro remedio que obedecer al inmediato jefe bajo cuyas órdenes estoy”.

El Provisor no se dio por vencido. Solicitó ante el Jefe Político la exhumación del cadáver. Los parientes del difunto, para evitar lo que consideraron como una vejación, se atrevieron a argumentar la demencia del moribundo. El famoso tuerto Mérida se había negado a recibir la extremaunción porque había perdido la chaveta, aseguraron. Nada extraño en la carrera de un personaje habituado a nadar contra la corriente. Se había refugiado en la insania para continuar sus andanzas después de la muerte. Podía ser, decía la gente después de hacer memoria de las obras del insólito luchador. No obstante, el sacerdote sacó una nueva carta de la manga de su sotana.

Había una razón superior para arrojar del camposanto los despojos, proclamó: por escribir contra los dogmas de la religión cristiana, Mérida había sido excomulgado en 1816. Un individuo públicamente segregado del cuerpo místico de Cristo no podía dormir el sueño eterno en tierra consagrada. El Jefe Político prefirió guardar silencio frente al manejo, pero ordenó al celador que se abstuviera de hacer movimientos en el túmulo recién habitado.

Fue entonces cuando los redactores de El Liberal quisieron participar con una primera aproximación que, sin detenerse en los aspectos de fondo, arremetió contra la argucia. Aseguraron que no se conservaba en los archivos eclesiásticos ninguna referencia a un decreto de excomunión contra el tuerto Mérida, ni que se había colocado entonces en las puertas de los templos una copia de la suprema condena, como se estilaba en la época. Después se animaron a profundizar en el arduo tema.

Afirmaron, en primer lugar:

Damos por sentado que haya existido excomunión contra el difunto Mérida, que haya muerto en sano juicio e impenitente, y que se pretenda por la Curia eclesiástica la exhumación del cadáver en conformidad con los Cánones. ¿Y podrá conseguirlo? Parécenos que no: dependiendo el cementerio general única y exclusivamente de la policía, y no pudiendo ni debiendo exhumarse los cadáveres por disposición de otra autoridad que de la civil, para lo cual no pueden ser admisibles los motivos en que se funde el procedimiento de la autoridad eclesiástica obrando ella con arreglo a los Cánones que están en oposición con las leyes de la república.

Y más adelante:

Para juzgar si hay abuso en caso de negativa de sepultura por un sacerdote, es preciso distinguir lo que toca a los oficios y ceremonias religiosas de lo que toca propiamente a la administración. En cuanto a lo primero, es enteramente potestativo al sacerdote negarlos o concederlos. En este respecto no puede haber abuso. Pero en cuanto a la inhumación o depósito de los cadáveres en el cementerio, siendo la policía de ellos exclusivamente de las atribuciones de la autoridad municipal, la oposición del sacerdote a que el cuerpo sea colocado en el lugar designado para ello por la autoridad competente, o la acción de hacerle depositar en un lugar impropio y no bendito, constituye un abuso que debe reprimirse.

El suceso que hoy rescatamos da cuenta de los esfuerzos de la república laica para imponerse frente a un poder respetado desde el período colonial, o de cómo ese poder trata de arreglárselas para mantener su influjo. Según se desprende de lo que debe considerarse como un trámite de rutina en situaciones de normal convivencia, en cuyo molde cada quien sabe a qué atenerse, los esfuerzos para el establecimiento de una colectividad liberal desconocida hasta entonces desembocan en escaramuzas inesperadas, en situaciones de incertidumbre de la cuales dependen destinos importantes para las personas. Para meter en cintura el dominio espiritual, como sucede después, se debió primero atender a satisfacción un asunto como este de 1841.

No deja de ser curioso que el hecho girara en torno a don Rafael Diego, el pertinaz personaje que puso en jaque a las autoridades de su tiempo, aún a la que ascendió a la cima de las estatuas. Quizá no solo fuera aquello un pleito entre potestades, sino también ocasión de pasarle factura al Tuerto Mérida por su actitud contra Miranda, por sus cartas contra el arzobispo, por echar del púlpito a unos curas que nadie recuerda y por su encono contra el Libertador. De ser así, en el refugio del féretro también le cumplió a su fama.


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