El señor Luis y su esposa Emilia luchan para no perder sus cultivos durante la cuarentena. Fotografía referencial de Andy Rogers | Flickr
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El día que Luis y Emilia lograron regresar a sus tierras estaban asustados. Divisaron en el camino una alcabala militar y rogaron a Dios que los ayudara a pasar. No sabían qué represalias podía tomar la Guardia Nacional si algún funcionario notaba que llevaban la copia de un salvoconducto ajeno.
La noche anterior acordaron asumir el riesgo. No podían esperar por la burocracia. En la finca solo quedaba un vigilante cuidando las 38 hectáreas. Sabían que en la zona había antecedentes de robos y asaltos. También podían perder sus cosechas si no atendían a tiempo el trabajo de la tierra. Habían pasado dos semanas sin ir a la hacienda. Dos semanas de cuarentena.
Luis trabaja en el campo desde hace 40 años. Ni siquiera la pandemia podía separarlo de la tierra. Al menos eso se decía a sí mismo. La noche del lunes 16 de marzo de 2020, escuchó a Nicolás Maduro decretar la cuarentena nacional por televisión. Venezuela acumulaba 33 casos confirmados de COVID-19. La medida se aplicaría a partir de las 5:00 de la mañana del día siguiente.
Los trabajadores de la salud y de la red de alimentos estaban exentos del encierro, pero debían salir protegidos. Luis miró su reloj. Eran cerca de las 9:00 de la noche. No tenía mascarilla y las farmacias ya estaban cerradas. Tampoco decidía si decirle a sus empleados que no fueran a la hacienda, temiendo el contagio del nuevo coronavirus. Habló con su esposa, Emilia. Tienen 30 años juntos y ella lo ayuda en la administración de la finca. Sabía que descuidar los cultivos solo traería pérdidas. Esa noche, Emilia cosió para Luis un tapabocas hecho con retazos de tela. No era lo mejor, pero era lo que tenían.
El primer día de cuarentena, como todos los días, Luis subió a su camioneta al amanecer y tomó la ruta desde Cagua, en Aragua, hacia su parcela en Carabobo. Confiaba en que al ser agricultor no tendría problemas si no acataba la cuarentena. Cuando llegó a la frontera entre los dos estados, lo detuvo la Guardia Nacional. Un muchacho uniformado insistió en que no cruzaría el punto de control. “Nadie puede circular. Son órdenes”. Luis estaba confundido. “¡De la vuelta ya! Regrese a su casa”.
Su esposa lo vio entrar y preguntó qué había pasado. ¿No había funcionado la mascarilla de tela? Luis nunca estaba de vuelta antes de las cuatro de la tarde y la mañana apenas comenzaba. Emilia escuchó lo que había ocurrido. Sintió rabia, porque esta vez no sabía cómo ayudar a Luis. Se desahogó en Twitter: “Toman esta medida a las 8pm sin planificación. Hay oficios que no pueden detenerse, la agricultura es uno de ellos. No solo se pierde dinero, también los alimentos”.
De la cosecha de verano quedaban dos hectáreas de cebollas que la pareja estaba por vender. Había que cortar la maleza que atrofia su crecimiento. En el Mercado de Maracay había un comerciante interesado en el cilantro que estaba por llegar a término. Tenían también que retirar el jojoto, antes de que los granos perdieran la humedad.
Lo primero que aprendió Luis sobre la tierra es que siempre tiene trabajo. Su padre fue campesino, también su abuelo. Cuando Luis tenía 15 años, ya sabía suficiente sobre agricultura como para tener sus propios sembradíos. A principios del año 2000 quiso emprender un nuevo proyecto. Desde entonces trabaja las tierras arrendadas de San Joaquín. Tierras a las que ahora no puede llegar. Sus campos equivalen a 38 canchas de fútbol.
Escogió los mejores años para iniciar su proyecto agrícola. “Entre 2003 y 2008 había un sentimiento de bienestar en el campo, porque existían políticas estimulares y grandes activos”, dice Juan Luis Hernández, quien desde la década de los 60 lidera la Red Agroalimentaria de Venezuela. Agrega que San Joaquín es una de las mejores zonas para el cultivo en la región central del país.
Los suelos de San Joaquín están entre los más ricos de Venezuela, por su cercanía al Lago de Valencia. “Estas áreas son aptas para rubros de hortalizas, leguminosas, cereales, musáceas, raíces y tubérculos”, dice un estudio en el que participó el Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas. Hace 20 años, se podía ver los sembradíos de cambur y caña de azúcar desde la autopista regional del centro. Hoy la historia es otra.
“Esta es la zona donde se está acabando la agricultura en Venezuela”, advierte Hernández. Los campesinos compiten con el crecimiento urbano y con las barriadas que aprovechan terrenos baldíos para expandirse. Pero las tierras son tan nobles que los hacendados no abandonan el lugar, aunque en los alrededores del lago se haya creado un cordón de pobreza y “presenta graves problemas de contaminación y degradación ambiental”. No es un lugar seguro. Un agricultor de cambures pasó cuatro meses secuestrado, hasta que su familia pagó el rescate. Luis también fue secuestrado una vez. Pero no se habla de eso.
Luis es agricultor en un país con alto riesgo de seguridad alimentaria. La prevalencia de la subalimentación (el hambre) casi se cuadriplicó en Venezuela, según el último informe de 2019 de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés). “El aumento significativo del hambre en Venezuela en los últimos años coincide con el período de recesión del país, cuando la inflación alcanzó aproximadamente 10 millones por ciento y el crecimiento del PIB real empeoró”, dice la FAO.
La pandemia de COVID-19 remarca los puntos vulnerables. Significa una alteración de la cadena de distribución. La FAO advierte que en todo el mundo la red estará limitada por el cierre de las fronteras y las órdenes de movilidad restringida, y alienta a los gobiernos a garantizar el abastecimiento interno con medidas especiales para los productores del campo. Los expertos en nutrición pública, como la venezolana Susana Raffalli, consultora en Seguridad Alimentaria y Gestión de Catástrofes, discuten con otros colegas lo que se espera en los próximos meses. Raffalli afirma que el sistema alimentario venezolano vive “un proceso de desmantelamiento y destrucción desde, al menos, el año 2010”. Ante este escenario, el país tiene “muy poca capacidad para responder ante los posibles impactos que va a tener la crisis alimentaria mundial”.
Raffalli hace una lista de las dificultades que existían antes de la pandemia: escasez de materias primas, fallas en los servicios básicos, como agua y electricidad; dificultades para acceder a divisas, control de precios, y expropiaciones y multas a las que ha estado sometida la industria del agro. “El componente nacional del abastecimiento alimentario está sobre un 18% según Fedeagro, es decir, estamos solo en capacidad de producir dos de diez arepas que nos comemos”.
Luis siembra cebollas, caraotas, tomates, cilantro, maíz y auyama. Lo que plantará en cada ciclo agrícola depende del abono que consiga para sus terrenos. Cada cultivo es diferente y tiene requerimientos minerales distintos. También piensa en el valor de las semillas y el precio al que podrá vender su cosecha. Los mayoristas suelen pagar hasta tres meses después, al cambio de un dólar paralelo diferente al que existía al momento de comprar los insumos para la siembra. Este año, Luis trabaja en producir sus propias semillas de cebollín. Los cultivos que requieren mayor tecnología, como el maíz, los dejó a un lado. Cuando comenzó a labrar las tierras de San Joaquín producía hasta 32 hectáreas de maíz dulce. Hoy apenas puede sembrar una.
El déficit de la producción nacional fue compensado con importaciones de alimentos; pero comenzaron a caer hace siete años. La Red Agroalimentaria de Venezuela calculó, utilizando datos del Instituto Nacional de Estadística, que las importaciones del sector se redujeron 64% entre 2013 y 2018.
Antes de que la COVID-19 llegara a Venezuela, la Confederación de Asociaciones de Productores Agropecuarios de Venezuela (Fedeagro) advirtió en enero que este sería un “año negro” para los productores del campo. Denunciaron que la falta de créditos agropecuarios afectaba el desarrollo del sector primario y que el gobierno había centralizado los insumos y las maquinarias en Agropatria.
La empresa estatal Agropatria nació el 4 de octubre de 2010, cuando el expresidente Hugo Chávez firmó el decreto de expropiación de Agroisleña. La vieja compañía tenía 52 años en el país y era el principal distribuidor de semillas, agroquímicos y fertilizantes. Durante una transmisión del programa dominical Aló Presidente, Chávez dijo que Agroisleña era un oligopolio, y acusó a los empresarios de especular con los precios. Prometió que eso cambiaría al ser convertida en Agropatria.
Han pasado 10 años. Luis y Emilia no creen en la propaganda del gobierno que asegura ayudar a los campesinos. Dejaron de acudir a Agropatria para abastecerse de insumos cuando se dieron cuenta de que la empresa estatal no tenía suficientes recursos para todos los agricultores. Cada vez que preguntaban por semillas, Agropatria respondía que no tenía inventario. Lo mismo ocurría con el abono.
La pareja de agricultores compra semillas y agroquímicos a compañías privadas, sin la ayuda de créditos del Estado o de los bancos. Los precios de los insumos se consiguen en dólares desde el año pasado. Los comercios aceptan cash o bolívares al cambio del dólar paralelo. Luis y Emilia pagaron el año pasado 5.500 dólares solo en semillas para 10 hectáreas de cebollas. En cada 10.000 metros cuadrados de tierra se siembran 100.000 semillas, esperando que al menos un 80% florezca.
Cuando empezó la cuarentena, quedaban dos campos de cebolla por vender. La inversión estaba en riesgo. Ya había pasado la fecha de recolección. Las hojas de la planta no tardarían en marchitarse, y poco a poco la cebolla se desprendería del tallo seco. Luis solo esperaba que no lloviera. Al mojarse, las cebollas comenzarían a pudrirse. La única forma de comprobar que seguían sanas era tocándolas y oliéndolas. Debía ir a la finca.
Los militares comenzaron a pedir salvoconductos en las alcabalas. Solo así permitían la circulación de quienes debían ir a sus trabajos. Los primeros días de la cuarentena nadie sabía cómo tramitar el documento. Tampoco existía una página web que facilitara el proceso, o que al menos diera información al respecto. Los guardias que impidieron a Luis llegar a su finca el 17 de marzo ni siquiera mencionaron la posibilidad de gestionar un pase de movilidad. En redes circulaban fotografías de los salvoconductos, y ninguno se parecía entre sí.
Emilia había escuchado que las empresas y los distribuidores de alimentos podían pedir el pase. No quedaba claro que se incluyera a los productores en la medida. En la primera semana de cuarentena, uno de sus hijos preguntó en la sede del Instituto de Investigaciones Agrícolas sobre los salvoconductos para los productores. Le dijeron que no sabían nada de aquello. Emilia sentía que, una vez más, habían dejado a los agricultores por fuera. “Si hubieran conversado con los productores antes de la cuarentena uno podría organizarse mejor. Las medidas tomadas sin planificación crean mucha frustración. No provoca seguir trabajando la tierra. No provoca seguir viviendo aquí. Solo a los que trabajamos la tierra nos duele el campo. Estoy decepcionada”.
Una amiga de la familia contó que la empresa en la que trabajaba había tramitado el pase para los empleados. El papel se expedía en la Zona Operativa de Defensa Integral del estado Aragua, la unidad militar creada para la “defensa regional” conocida por sus siglas ZODI. Todas las empresas e industrias debían acudir allí y cada semana estaban obligados a renovar el salvoconducto. Si los campesinos querían pedirlo, debían llevar documentos que probaran su oficio. Se rumoreaba que para agilizar el proceso los militares pedían un pago en dólares.
Luis y Emilia estaban desesperados. Su amiga accedió a dejarles una copia del salvoconducto. Cambiaron los datos a mano y al día siguiente se prepararon para ir a su parcela.
Así llegó el día en el que lograron regresar a sus tierras, después de dos semanas de encierro. En el punto de control militar, Luis acercó a uno de los uniformados la carpeta en la que guardaba el pase. También anexó una copia del título de propiedad de la finca. El militar examinó los papeles y, no convencido con lo que veía, le preguntó a Luis si de verdad era agricultor. Luis trató de ocultar su nerviosismo con una voz seria, y explicó que iba al asentamiento de San Joaquín desde hacía 20 años, de lunes a sábado, sin falta.
El guardia alzó la mirada. Notó que Luis llevaba costales cargados de granos en la parte trasera de la camioneta.
―¿Qué es eso? ―preguntó el guardia.
―Son caraotas ―dijo Luis. Miró con más detalle al funcionario. No llegaba a los 20 años.
―Lo dejaré pasar, pero… ¿será que usted me puede dejar unas caraotas para llevar a mi casa?
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Emilia y Luis probaron que la copia del salvoconducto servía para, al menos, llegar a la finca. A mediados de abril volvió la incertidumbre. La escasez de combustible amenazaba con dejarlos, de nuevo, en pausa. En el camino a la parcela, Luis veía las colas en la estación de gasolina a la entrada de San Joaquín. Lo ponían nervioso. Un amigo le había dicho por teléfono que estaba contento porque había conseguido llegar a la gasolinera antes de que saliera el sol. Tenía el puesto 32 en una cola de más de cien carros. Pero no pudo llenar su tanque ese día. Cuando estaba por llegar a la estación, un militar gritó que la gasolina se había acabado.
La estación de San Joaquín era la única opción para Luis. La gasolinera más cercana a su casa, en Cagua, se habilitó solo para farmaceutas, médicos y personal sanitario. Se decía en los chats de Whatsapp que en la ciudad de Guacara, a 51 kilómetros, llegaba gasolina hasta tres veces por semana. Un absurdo en un país petrolero. El combustible era protegido contra cualquier forastero. Los accesos a la bomba estaban cerrados para las personas que no vivían en la ciudad. Se rumoreaba que la guardia nacional pedía una carta de residencia para echar gasolina allí.
La relación de Venezuela con el petróleo comenzó hace tres siglos, y para 1959 ya se había ganado un puesto entre los países con las mayores reservas del hidrocarburo en el mundo. Fue la única nación no árabe invitada ese año a la conferencia de El Cairo, donde nacería la OPEP. De esto han pasado 60 años. Los socios extranjeros han reducido las actividades en el sector y los ingresos por las exportaciones de petróleo son restringidos, porque aproximadamente solo la mitad genera ingresos en efectivo. El petróleo que se procesa no alcanza. Para 2018, ya se reportaba escasez de gasolina. La agencia Reuters publicó ese año que el parque refinador de Venezuela “no logra aportar lo suficiente para atender la demanda nacional de 325.000 barriles por día (bpd) de combustible”. Hoy, en tiempos de pandemia, el país espera la llegada de Clavel, el tanquero que zarpó de Irán y trae combustible para aliviar la crisis.
Luis agotó la gasolina de su camioneta y usó la reserva que quedaba en el carro de su esposa. Después la de su hijo. Para la tercera semana de abril, los indicadores de combustible en el tablero llegaron a cero. Luis estaba donde había comenzado en los primeros días de cuarentena. Varado, sin poder moverse hasta su parcela.
Recibió una llamada del capitán de la guardia nacional que organiza la distribución de la gasolina en San Joaquín. Todos los agricultores de la zona lo conocen. El militar le pidió una foto del carnet de circulación para anotar sus datos. Dijo que cuando la gasolina llegara a la estación, todos los agricultores serían despachados primero. Emilia escuchó la noticia y sintió alivio. Tener gasolina significaba seguir. El ciclo de invierno comenzaría en junio y la tierra debía quedar limpia, abonada, y lista para recibir las semillas que comenzarán a florecer en diciembre.
Esperaron la llamada del capitán durante cuatro días, sin noticias del combustible. Luis decidió telefonearle para preguntar qué había pasado con lo prometido. “Luis, olvídate. La gasolina no va a llegar”. El militar no explicó las razones y solo dijo que se trataba de “problemas políticos”.
Emilia y Luis hablaron. Dejar pasar la zafra de junio no era una opción. Emilia había comprado cien paquetes de cebollas para 10 hectáreas. Esta vez invirtió 12.000 dólares. La pareja también quiere cultivar caraotas y auyama. La cosecha entre diciembre y febrero es la más importante del año. Las ganancias se usan para comprar agroquímicos, reponer las reservas de semillas, garantizar el gasoil para los 6 tractores, y pagarle a los treinta jornaleros que vienen desde Lara a ayudarles en la siembra.
Llegó mayo. En casa, el único transporte que podían usar era el camión chuto; una gandola que se usa para llevar a la finca los sacos de abono y agroquímicos. El transporte de carga larga, de 6 ruedas, se veía como un monstruo al lado de los pequeños carros familiares que circulaban en la carretera. Emilia vio salir a su esposo de casa por la mañana y se dijo a sí misma que aquello le parecía absurdo. Pero sobre todo le daba tristeza.
Emilia se quedó en casa con sus hijos y su madre. Sus vecinos y conocidos dejaron de hablar sobre el nuevo coronavirus cuando comenzaron a preocuparse por el combustible, pero ella temía contagiarse de COVID-19 e infectar luego a los suyos. La familia no tenía seguro médico. Sentían miedo al pensar que si enfermaban deberían acudir a un hospital. Pasó la mañana atendiendo las llamadas de los mayoristas, que se lamentaban porque tampoco tenían gasolina para ir a buscar las cosechas y llevarlas a los mercados.
La pareja no pudo vender la hectárea de cilantro que iría al mercado de Maracay. El distribuidor que pagaría por los jojotos tampoco pudo pasar a recogerlos. No hay restaurantes ni cachaperas abiertas durante la cuarentena a las que pudieran ofrecerlos. Emilia le dijo a su familia que no había más opción que comerlos en casa. Cachapas, bollitos, sopa y jojoto hervido serían los almuerzos para los meses siguientes. Los jornaleros larenses que esperaban para junio comerían también de esta cosecha. “El resto quedará de alimento para la tierra. No podemos hacer más nada”. Luis llegó a casa a las 5:00 de la tarde. Trató de animar a su esposa. Había revisado el cultivo de cebollas y todas estaban sanas. Podrían venderlas. Emilia respondió que no había distribuidores que pudieran ir a la finca. La red estaba en una pausa obligada.
La alteración de las cadenas de distribución de alimentos influirá en lo que comemos. Cambiará lo que llega a nuestra mesa. Susana Raffalli advierte que la dieta de la población desmejora si no se tiene acceso a los alimentos frescos. A su vez, ante el miedo del encierro, la gente prefiere comprar los productos procesados que pueden almacenar. Los mercados de comida rápida no experimentan el impacto de las medidas contra la COVID-19 con la misma intensidad que los productores y los mercados tradicionales. Tienen posibilidades de reducir el contacto físico sin dejar de vender sus productos. La comida procesada está más disponible que los alimentos cosechados en las tierras venezolanas.
El 12 de mayo de 2020, Nicolás Maduro anunció que extendería el estado de alarma un mes más. Pidió mantener la cuarentena. Esta vez, los esposos no miran la televisión. Están cansados de escuchar malas noticias.
El capitán que controla la gasolina en San Joaquín les confirma por teléfono que el sector no recibirá combustible hasta nuevo aviso. Los esposos temen que la escasez se agrave, incluso cuando acabe la cuarentena. Luis se dice a sí mismo que la pandemia no lo alejará de sus tierras. Le ha encontrado otro uso a su camión chuto. Lo carga de gasoil en la estación de combustible cerca de su casa, y vacía luego parte del tanque en el depósito de la finca que surte a los tractores. Así se asegura de tener una reserva para los meses que vienen.
Luis le dice a Emilia que se siente desorientado. Junio está a dos semanas de distancia y no sabe qué esperar. A último minuto, los esposos cambian los planes para el ciclo más importante del año. Emilia dice que no pueden arriesgarse a cultivar lo que no pueden vender por la falta de combustible. Este año de pandemia no habrá siembra de tomates en la finca de los esposos. Las cuatro hectáreas quedarán vacías. Tampoco se trabajarán las 10 hectáreas de cebollas. Los 12.000 dólares invertidos en los 100 sobres de semillas no llegarán a la tierra. En la zafra de invierno solo cultivarán caraota negra. Si la cuarentena y la falta de combustible insisten en seguir la pausa, al menos podrán almacenar el grano. Solo queda esperar una oportunidad para venderlo.
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Luis y Emilia son nombres ficticios. Los protagonistas de esta crónica pidieron que su identidad no fuera revelada, por su seguridad y la de su familia.
Indira Rojas
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