Perspectivas

Curveball

Fotografía de Sean Winters | Flickr

17/08/2021

No sabía nada de curvas hasta junio de 1995. Hasta ese sábado soleado todo había sido sencillo, franco, directo. En mi vida sólo había bateado y abanicado rectas. La pelota siempre venía de frente, sin vacilaciones ni burlas. No se detenía ni me esquivaba. No jugaba al misil programado. Era una pelota, inanimada y predecible. Las curvas eran algo que veía en la televisión como quien mira un documental de ovnis.

Era un campo de softball de Cumaná. Aquel polvo anaranjado, salitroso, aplacado por el rocío nocturno, estaba seco y la brisa lo levantaba como si estuviese aterrizando un helicóptero. Jugábamos una final de campeonato que perdimos. Pero aquella mañana fue gloriosa, entre otras razones porque nadie creía que podíamos ganarle ni uno de los cinco juegos de esa final a un rival por cuyos jugadores algunos cazatalentos de la Major League Baseball iban a los estadios con sus libretitas para apuntar nombres y habilidades. Ya empezaban a acercárseles, disfrazados de oportunidades, a enamorar a los padres, a regalarles spikes, guantines y muñequeras.

Seguramente esos agentes sabían mucho de curvas. Quizá conocían una historia de la que me enteré después. La curva, a mediados del siglo XX, se convirtió en objeto de estudio científico porque algunos escépticos creían que era físicamente imposible que una bola de cuero, tomada por sus costuras granate y lanzada con astucia, pudiera desviar su trayectoria camino al plato y burlar a los bateadores que siempre le terminan haciendo swing al aire porque la pelota, pícara como es ella, se mueve de sitio cuando la madera se aproxima.

El primero en indagarlo fue Lyman Briggs, un físico estadounidense que había contruibuido, entre otras cosas, con las investigaciones que llevaron a la construcción de la bomba atómica. Además, porque no todo es ciencia y armas de destrucción masiva, el tipo había sido outfielder en sus tiempos de estudiante en Michigan State.

Briggs trabajó con Cookie Lavagetto, entonces mánager de los Senadores de Washington y, tras dos años de experimentos, lo demostró. El diario The New York Times publicó este titular en marzo de 1959: “El Gobierno de Estados Unidos, tomando un respiro de asuntos tan complicados como Berlín, Irak, energías atómicas e impuestos, anunció ayer que la pelota de béisbol realmente se curva”.

La fe incondicional en la curva se mantuvo por décadas hasta que otra duda surgió: Sí, muy bien —decían— creemos que describe una curva desde que abandona la mano del lanzador hasta que llega a su destino, pero ¿puede ser la bola tan traviesa como para cambiar su trayectoria en el camino? ¿Puede generarse ese quiebre repentino en el aire?

El neurocientífico Arthur Shapiro, especialista en percepción visual, mordió esa interrogante como un Pitbull y en 2010 concluyó que no aunque parezca que sí. Que una cosa es el movimiento y otra la percepción de ese movimiento. La breaking ball, esa bola que se cae antes de llegar, es un acto de ilusionismo, un truco del que, en el peor momento posible, yo estaba a punto de convertirme en víctima y cómplice ese sábado crucial del que les cuento. Yo, el hijo de Nancy y Fernando, en Cumaná, estaba a un swing de ser la acompañante que el mago corta por la mitad con un serrucho.

Partido empatado 3-3. Inning 8. Hombres en primera y segunda. Dos outs. Me toca batear a mí. Tengamos en mente que no soy precisamente el Miguel Cabrera del equipo y todos en el estadio, más concurrido que de costumbre, lo saben. Saben que soy más la clase de jugador que resuelve de otros modos su permanencia en la alineación. Pero me toca a mí. Soy yo y más nadie quien debe decidir.

Jugamos contra Cadafito, diminutivo de Cadafe, equipo de los hijos de trabajadores de la compañía de electricidad. Y nosotros somos Suodito, diminutivo de Suode, siglas del sindicato de obreros de la Gobernación de Sucre. Aunque son dos equipos que se escriben en diminutivo, todo parece importante. Los mayores apuestan dinero ilegalmente y sin mucho disimulo; y los que no, también se toman el partido muy en serio. Cada descanso entre innings, Perdomo, nuestro mánager, y El Zurdo, nuestro coach de tercera (que alguna vez lanzó para los Tiburones de La Guaira), recurren a una botella de Cacique estratégicamente escondida en los vestidores detrás del dogout. Se echan un palo seco cada uno y regresan a sus funciones carraspeando, más serios que jueces.

Mis compañeros son hijos de obreros de la gobernación, pero yo no. Yo soy el hijo de la mujer cuatriboliada que administra el dinero público con el que le pagan a los papás de todos ellos. Pero aquí no hay nóminas, ni cheques ni contratos ni escalas salariales ni brazos caídos. Con mi uniforme blanco de rayas amarillas y letras negras, con los cachetes ligeramente encharcados sudando bajo los 30 centígrados de cualquier mañana cumanesa, nada me distingue. Nada importa allí del niño privilegiado. Nada, salvo un mascotín Mizuno que podría usar un grandeliga.

El mánager de Cadafito es un gordo moreno y bigotudo. Un tipo bonachón al que en ese momento veo como a un Darth Vader caribeño con uniforme beisbolero. Busco una excusa para salir corriendo y lo que encuentro es a ese villano haciendo sus señas maliciosas al receptor para que se las transmita al lanzador. Me tensa ese triángulo comunicacional conspirando para joderme a mí. Veo al fondo, más allá de los jardines, que hay ranchos y playa, que hay una vida fuera de este atolladero de película en el que estoy. Veo en la grada a mi papá que me susurra —no sé cómo lo oigo entre tanta gritería, pero lo oigo—: «Concéntrate, espera los picheos buenos; a las malas no les tires». Y veo después al coach, al Zurdo que fue profesional, cerca de la tercera base, con 7 shots de ron en el cerebro, diciéndome lo mismo. Vuelvo a buscar una salida que no sea vergonzosa, pero no la encuentro. Me toca. Trago la poca saliva que tengo y doy pasos cortos hacia el cajón e inicio mi ritual: acomodo la tierra para fijar bien el pie derecho a centímetros del catcher, entierro ése y luego poso el otro ligeramente como el extremo de un compás, sin garbo, como un golfista malandro. Estiro los brazos, levanto el codo derecho y me paro firme con el metal del bate Easton haciendo giros leves sobre mi cabeza. Todo el mundo calla. Es uno de los pueblos más bullangueros del país, pero en este momento puedo oír la brisa marina, la respiración del catcher y, a otro ritmo, la del umpire apoyado detrás de él. Los técnicos, los padres, los vendederos de cotufa y malta, todos guardan silencio. Irrumpe un grito de Migdalia, una mujer que siempre nos anima y a la que quiero porque además es caraquista como yo, madre de uno de mis compañeros que siempre consigue cualquier cosa que necesitamos para jugar, sobre todo el papelón con limón: ¡Vamos, Titooooo, nojooodaaa! Y yo ahí, casi congelado en ese horno, pensando en Omar Vizquel, Andrés Galarraga, el difunto Baudilio Díaz y la maldita antena parabólica que lo mató. Invoco a Antonio Armas, por quien llevo el 20 en la espalda aunque beisbolísticamente no tengo un carajo de Antonio Armas.

Ahí viene. Viene un lanzamiento que se desvía de su curso. Que primero parece bonito para castigarlo y saborear la gloria, pero que se va, lejos de mí, como Noelia la de Nino Bravo. Relamiéndome, hago el swing con fuerza, corto el aire y veo que ella cae lejísimo, afuera, en la mascota del catcher. ¡Estraiiiiiic! El catcher sonríe porque sabe que me acaban de vacilar. Le hace gracia la posición absurda en la que quedo después de abanicar con todas mis fuerzas de Frescavena con arenque.

El segundo lanzamiento hace lo mismo. Pero a ése no le tiro porque temo que me rompa el codo. Lo esquivo y esta vez la bola, picarísima, más pícara que la anterior, pasa acariciándome y cae exactamente en el pecho del receptor. Cuando me siento aliviado de haberme ahorrado un pelotazo, el umpire canta el segundo strike como un mariachi amanecido. El pitcher también sonríe malicioso porque ahora todo el estadio, Migdalia y mi papá, los papás de los demás jugadores, mis compañeros y mis rivales, los técnicos, los vendedores de cotufa y malta, el vigilante del estadio y hasta un perro callejero que está allí más por la sombra y las sobras que por el béisbol, absolutamente todos saben que acabo de experimentar el engaño de una curva por primera vez en mi vida. O por segunda, si contamos la anterior. Y la adolescencia, lo sé ahora que ni juego, consiste en aprender a batear curvas. Aprender a adivinarlas. Desarrollar un radar para la gente que siempre está a punto de arrojarte un garabato. Una mentira. Un metamensaje cizañoso. La franqueza es una virtud de muy pocos en el juego de la vida adulta.

El gordo bigotudo, el Darth Vader cervecero, se sale de su dogout y le grita a su lanzador, rompiendo todo protocolo:

—¡Tito no sabe batear curvas! ¡Tírale otra!

Ahora estoy en una situación del tipo noticia mala-noticia buena. La mala, que no sé batear curvas. La buena, que ahora sé que me van a lanzar una. El hombre ha tenido el descaro de mostrar sus cartas. Está tan seguro de mi incapacidad, tan absolutamente confiado de mi derrota, que ha matado el secreto, tan sagrado como la última carta en una partida de truco.

Veo a todas partes. Quisiera salir corriendo e irme a casa a jugar Nintendo. Mi papá, que no es hombre de lanzar curvas (mi mamá sí es una experta bateándolas, aunque nunca ha jugado béisbol), es quien vuelve a hablarme en medio de la gritería. Él sabe exactamente cómo me siento y qué estoy, o no, pensando. No sé cómo pero lo oigo. Muy bajito y con calma, me da un tutorial express: «Sigue la curva con la vista, ¡síguela!». Todo lo demás se ve borroso, pero a él lo veo nítido a través de las rejas que me separan de las gradas en las que me gustaría estar, tranquilo, comiéndome una empanada con malta. Mi coach también rompe el protocolo, pide tiempo al umpire y se acerca a aconsejarme. Nos reunimos a medio camino entre home y tercera. El estadio está que arde de calor y tensión. Todos los ojos puestos en esa conferencia/lección, en mi cara de pánfilo que no hizo la tarea.

—Sigue la trayectoria de la curva. No la pierdas de vista. Si viene por dentro, prepárate para tirarle —yo no hago más que asentir y decir OK, OK, OK—. Sino, déjala pasar. Pero síguela y haz el swing al final. No antes. ¡Espérala! ¡Vamos vamos vamos!

Como un autómata, vuelvo sobre mis pasos repitiendo mentalmente las instrucciones. Las de mi papá y las del coach. Síguela, síguela, síguela. Lo repito como un mantra mientras camino al cajón de bateo dándome con el bate en la base de los zapatos, sacando de entre los tacos un charco que no tienen. Y otra vez muevo la tierrita, dejo el pie derecho atornillado, estiro los brazos, alzo el codo. Me imagino mi expresión de francotirador con la mira en la mano derecha del pitcher.

El tercer lanzamiento no se parece al primero, que se fue lejos, y tampoco al segundo, que me pasó rozando los codos. La ubicación de éste promedia la de los otros. Lo voy leyendo como en cámara lenta, veo a la condenada pelota que no va a amenazar con pegarme ni se irá lejos de mi alcance. Calculo. Casi puedo sentarme a esperarla, y viene cayendo ligeramente afuera pero suficientemente cerca como para darle si extiendo bien los brazos. La apruebo: es buena. Y ¡Clinnnng! El Easton me timbra, me vibra en las manos, me martilla las articulaciones. Le doy mal pero le doy, y sale una pelota loca, mañosa, un roletazo coñoemadre hacia la izquierda. «Ese rolling tenía ojos», diría mi papá más tarde, feliz, tomándose una cerveza. El tercera base se mueve rápido hacia su izquierda. Lo veo de reojo mientras corro. Se inclina y no puede pararla. La bola pasa a centímetros del guante. Detrás de él, el campocorto lo da todo avanzando hacia su derecha y nada. Tampoco. La pelota es vivísima. Sigue rodando y se duerme lo suficiente para complicarle aún más la vida a Cadafito, al Darth Vader con sobrepeso y a todos los que desconfiaban de mi bate inocente en materia de curvas. ¡Agarren ahí, mal baña’os! Nadie se lo creía al ver esa pelota atravesando el campo, levantando polvo, evadiendo defensores como un futbolista brasileño.

Emocionado, jadeando, hago el arco respectivo antes de pisar la base. ¿Recuerdan que había hombres en primera y segunda y que el partido iba 3-3? Bueno, cuando veo al jardinero izquierdo tomando la bola y devolviéndola al cuadro, ya el de segunda viene llegando al plato relajado con la carrera de la victoria. El yunque que me pesaba en los hombros se esfuma, convertido en plumas. Me envalentono y hasta amenazo con correr hacia segunda, presionando al contrario como los grandes, como Vizquel y Galarraga y Baudilio y Armas. Regreso a la base y, mientras me saco los guantines y me acomodo el casco, saludo a mi dogout, donde están todos saltando. Oigo a Migdalia: ¡Esooo eeesss, carajoooooo! Volteo hacia la grada y veo a mi papá arremillado, chocando las manos con todos los que lo rodean. Cuando respiro profundo, triunfal, satisfecho, veo al primerabase rival, un chamo gigante al que le llego por el hombro con todo y casco. Le digo: «¿Qué más, pana?» Es una estrella de la liga que seguramente está en los apuntes de los cazatalentos. Me devuelve el saludo, resignado, con un guantazo amistoso, y me responde:

—¿Fue tu primera curva?—. No habla con el tono del aguafiestas envidioso. Lo pregunta por mera curiosidad. Y una vez que asiento, remata con una media sonrisa cómplice.

—¿Le diste de pura leche, no?


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