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El pasado jueves 10 de junio, la Universidad Católica Andrés Bello, junto con su editorial ABediciones y la Fundación para la Cultura Urbana celebraron los 120 años del nacimiento de Mariano Picón Salas con conferencias y presentaciones de libros propios y dedicados al autor venezolano. El historiador Edgardo Mondolfi Gudat, participó en el evento titulado El placer y el riesgo de pensar en Mariano Picón-Salas. A propósito de los 120 años de su nacimiento que tuvo lugar vía Zoom. A continuación, publicamos su ponencia llamada Una valoración de lo venezolano según Mariano Picón Salas.
Quisiera subrayar lo dicho por la Directora Carole Leal en el sentido de que, para la Academia de la Historia, constituye un privilegio poder participar, y dar inicio a este evento que se celebra a propósito de los 120 años del nacimiento de Mariano Picón Salas, organizado de manera conjunta por la Universidad Católica Andrés Bello y la Fundación para la Cultura Urbana, y el cual lleva el muy apropiado nombre de “El placer y el riesgo de pensar en Mariano Picón Salas”.
Invitado como me veo a compartir ciertas reflexiones que sirvan de inicio, quisiera –ante nada– verme ante la posibilidad de circunvalar la obra de Picón en tanto que biógrafo, o como historiador a su manera e, incluso, como novelista y cuentista, para concentrarme, en cambio, en el género al cual el tiempo terminó confiriéndole su mayor robustez, tal como lo revela su destreza en el manejo del terreno ensayístico.
De hecho, y para no ser tan ambicioso ante los pocos minutos de los cuales dispongo, quisiera limitarme a utilizar como asiento de la visión que pudiera ofrecer acerca de Picón Salas como ensayista una pieza suya en particular la cual sirve, a la vez, como vitrina, recorrido y diagnóstico del país ante el cual el autor que hoy celebramos se plantó a finales de la década de 1940. Me refiero al ensayo que lleva por título “Comprensión de Venezuela”, fechado en 1948, y publicado junto con otros textos que integran el volumen titulado Suma de Venezuela. Vale observar por cierto que, a la hora de compulsarlo, no existe ninguna edición que supere en pulcritud y cuidado la que corriera a cargo de Cristian Álvarez en 1988, la cual forma el Volumen Tercero de la “Biblioteca Mariano Picón Salas” publicada por Monte Ávila Editores.
De acuerdo con Gregory Zambrano, biógrafo de Picón, “Comprensión de Venezuela” es uno de los textos más optimistas del autor. Yo diría más: es un texto a ratos casi visual y olfativo a juzgar por muchos de sus pasajes (sobre todo, cuando Picón Salas se entrega al reto de ir describiendo al país región por región), si bien uno resiente algunos juicios que reclaman una nueva mirada o que podrían ser susceptibles de reexaminarse a la distancia, tal como ocurre también, desde luego, en el caso de otros textos suyos.
De allí que, a propósito de lo anterior, valdría la pena hacer una observación preliminar, antes de entrar en materia, y referirnos justamente a lo que significa, en este sentido, leer a Picón ante los desafíos que impone la distancia. Tal vez sobresalga, como resultado de tal ejercicio, uno que otro juicio que –como ya he querido adelantar– incomode o que lo lleve a uno a sentirse poco complacido al releer al ensayista merideño.
Un caso concreto de lo que pretendo señalar en tal sentido tiene que ver con una frase tentadora que ha hecho célebre a Picón Salas, pero que podría terminar siendo discutible a la hora de tender una mirada más amplia y más atenta, o menos prejuiciada si se quiere, a lo que fuera la formación del Estado y de la sociedad venezolana hasta el momento escogido por Picón para urdir la frase en cuestión. Es aquella que corre enunciada así: “Podemos decir que, con el final de la dictadura gomecista, comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo”.
Como rápidamente puede verse, se trata de una frase discutible por todo cuanto tiene de marcada intencionalidad política; pero ha resultado tan efectiva que, al formularla así, y habiéndose convertido, de paso, tan del gusto de alguien que supo multiplicar la palabra como Rómulo Betancourt, tal frase ha contribuido como pocas a alimentar la equivocada idea según la cual los venezolanos llegamos traumáticamente tarde a las puertas del siglo XX, suponiendo –como lo hace Picón– que ello sólo fue posible que se verificara al producirse el fallecimiento de Juan Vicente Gómez el 17 de diciembre de 1935.
Pero, además, se trata de una frase engañosa por otro conjunto de razones. En primer lugar porque el advenimiento de un siglo jamás podría verse determinado por el fallecimiento de una persona o por el fin de un régimen político, por más poderosa que fuera la presencia de ambos en el imaginario colectivo. En segundo lugar, el siglo XX venezolano jamás podría entenderse sin la existencia de lo que Diego Bautista Urbaneja ha querido definir como el “sistema político gomecista”. Tal sistema supuso, entre otras cosas, la formación de una burocracia civil acorde con un tipo de Estado que pasaría a desempeñar funciones que traspasarían sus márgenes tradicionales y, lo más importante de todo, que no desanduvo sus pasos al darse la desaparición física de Gómez.
Esto explica que ese Estado “moderno” implicara necesariamente un aumento en el número de administradores de lo público y, especialmente, la continuidad y experticia acumulada a partir de entonces. No existe, por tanto, mejor forma de desmentir el aserto de Picón Salas que trayendo a colación un ejemplo, entre muchos, que serviría para hacerlo visual. Hablamos en este caso de Manuel Egaña quien, mucho antes de desempeñarse como ministro de fomento de Eleazar López Contreras entre 1938 y 1941, de Carlos Delgado Chalbaud entre 1949 y 1950 y de Raúl Leoni en 1964, había adquirido sólidos conocimientos jurídicos y económicos como integrante de la burocracia gomecista desde los inicios de su carrera pública en el Banco Agrícola y Pecuario en 1929.
Otro tanto podría decirse acerca de Néstor Luis Pérez y Gumersindo Torres, ambos formados en las mismas entrañas y ambos elogiados además, en virtud de la calidad de su desempeño, por un antagonista tan tenaz de Gómez y de su elenco como lo fuera el ya citado Betancourt. De modo que visto así, la lenta pero sostenida formación de esa burocracia estimulada por el gomecismo no respondería, a fin de cuentas, a la descripción interesada que Betancourt hiciera al respecto al generalizar en estos términos: “Hombres sin ninguna preparación técnica eran [los] colaboradores más inmediatos [de Gómez] en las funciones más delicadas de la administración pública, y ese equipo cerril ninguna importancia pudo atribuir nunca a las ciencias económicas”. El juicio de Urbaneja, al discurrir por la banda contraria, es absoluta y totalmente rotundo a los fines de lo que aquí interesa señalar al referirnos a la frase de Picón: “Muerto Gómez –sostiene Urbaneja– queda como estructura objetiva la burocracia civil y militar que pudo haberse construido en esos años de modernización personalizada”.
En tercer lugar la de Picón Salas es una frase engañosa porque es propia de esas horas “aurorales” que han existido siempre en la historia de la república. En el fondo se emparenta y tiene su razón de ser en la idea de lo “fundacional”, es decir, en lo que significara la hora del “arranque” o de la “lucha final” ante un pasado que se hacía preciso desterrar de la memoria. Baste señalar, para que pueda apreciarse aun con mayor claridad cuán largo ha imperado entre nosotros esa tradición auroral, esa tradición adánica, que la idea de un “nuevo amanecer” estará presente inclusive en el primer número de El Venezolano editado por el alborotado Antonio Leocadio Guzmán en 1840.
Luego de esta licencia regreso a lo que de veras me debe ocupar, que es el ensayo titulado “Comprensión de Venezuela”, el cual, además, figura repleto de una diversidad de temas, abriéndole camino así a amplias posibilidades a la hora de abordarlo.
Líneas más abajo voy a terminar afincándome en dos temas que en particular me interesa tocar de este ensayo; pero, antes, no dejaría de ser aconsejable comentar lo siguiente a fin de comprender aún mejor a Picón Salas. Aquí, en este ensayo, y en franco contraste con otros autores que formaran parte de nuestra tradición ensayística hasta la década de 1940, o que aún convivían junto al merideño como autores reconocidos dentro del paisaje literario nacional, Picón Salas tendrá la particularidad de sublevarse contra todos los determinismos.
Se sublevará, por ejemplo, contra lo que él mismo denominara una sociología desesperanzada que no sólo le negaba virtudes al calor sino que intentaba hallarle rebuscadas explicaciones a las carencias que experimentaba nuestra sociedad, paseándose inclusive por lo que significara la formación racial del venezolano común. Para decirlo en otras palabras: Picón Salas se sublevará ante la idea de que el Trópico nos condenaba –en términos bíblicos y eternos– a la inercia o a la inacción, rechazo que ya expresara, mucho más temprano, Jesús Muñoz Tébar, quien, tal vez por haberlo hecho tan temprano, corrió con la suerte de que sus palabras no cobraran resonancia dentro de un ambiente intelectual dominado por el Positivismo. Pero el rechazo a tal condena también se emparenta con lo que pensara al respecto un coetáneo y coterráneo tan cercano a Picón como lo fuera Alberto Adriani. Basta revisar el ensayo de Adriani titulado “La Colonización de Venezuela”, publicado en 1929, para verlo confirmado así. En cierta forma, ése será también el caso de Augusto Mijares a la hora de lidiar con los sociólogos de la fatalidad.
De modo que, frente a los teóricos del letargo tropical y de los exponentes del fatalismo, Picón Salas se propondrá reivindicar la civilización del calor y sus posibilidades económicas a partir de sus distintos matices, es decir, desde el calor húmedo hasta el calor seco. Para muestra del primero de tales calores estará, según Picón, el azúcar de la región de Bobures, el arroz del Delta del Orinoco o el cacao de Barlovento; del segundo, el calor de Maracaibo, donde –a su juicio– la actividad intelectual se mostraba tan dinámica como podía serlo la industria del petróleo.
Picón Salas se sublevaba, a fin de cuentas, contra los “positivistas funcionales”, como ha querido llamarlos por su parte Elías Pino Iturrieta y, por tanto, ante la supuesta necesidad de hallarle una respuesta “autocrática” a los problemas venezolanos. Picón resulta tan anti-determinista que incluso se propondría afirmar que el marco geográfico no nos ahogaba, ni nos paralizaba el hecho de cargar a nuestras espaldas con un pasado abrumador, contradictorio, conflictivo, volcánico y movedizo. Por si fuera poco, en estas páginas de “Comprensión de Venezuela”, el prosista merideño expresaría abiertamente su fe en el elemento popular.
Tal como ya he querido hacerlo observar, en este ensayo asoma una diversidad de temas. Voy a tratar, por tanto, de enumerar rápidamente algunos de ellos antes de detenerme en los dos que, como también llevo dicho, me interesa destacar de manera particular. Por ejemplo: al hablar acerca de la proverbial reciedumbre del venezolano, en rechazo a quienes, desde la izquierda o desde la derecha, se referían más bien a su lastimosa condición de mansedumbre, Picón figurará entre quienes sostengan que, fuera por la razón que fuese (obra, como lo sostiene él, del “Divino Matarife” o de la arbitrariedad geológica), nos había tocado desde muy temprano, como venezolanos, tener que lidiar con una geografía y una hidrografía difícil de domar por sus innumerables obstáculos. Si como metáfora inicial en el ensayo asoma aquello de que “A un cuero de los Llanos, bastante secado al sol de la zona tórrida, se asemeja en los mapas el territorio de Venezuela”, pues esa misma tierra había reclamado, al decir de Picón, esfuerzo, persistencia y mucho sudor.
Habla por otra parte, en este ensayo, de la caficultura en el siglo XIX y de comienzos del XX, especialmente en contraste con el cacao, como expresión de una economía más democratizadora. Conviene retener la forma en que así lo expresa: “Si el cacao fue un cultivo esclavista; si durante la época colonial apenas sirvió para erigir sobre una gleba sumisa el dominio de la alta clase poseedora que adquiría títulos y a quienes apodaban, justamente, los ‘Grandes Cacaos’, el café fue en nuestra historia un cultivo poblador, civilizador y mucho más democrático. Algo como una clase media de ‘conuqueros’ y minifundistas comenzó a albergarse a la sombra de las haciendas de café”.
Sostiene en otro pasaje –como tesis que comparto plenamente– que no todo fue desorden ni violencia en la Venezuela del siglo XIX; que, durante ese siglo, el país había producido hombres de guerra, pero también esmerados emprendedores. Habla también de lo que fuera el dinamismo olvidado de las provincias (poniendo como ejemplo de ello a su propia Mérida) y no menos, al sentirse optimista en 1948 (fecha en la cual escribiría el ensayo), al señalar que un Estado, que había asumido mayores tareas garantistas y asistenciales, se había hecho cargo de ampliar no sólo las expectativas sino el propio horizonte de la participación ciudadana.
Ya al final de “Comprensión de Venezuela” Picón ofrecería inclusive el retrato de un país que, a su juicio, se erigía como promesa, entre otras razones, a causa de una acelerada densificación demográfica –producto, entre otras cosas, de la masiva e inesperada inmigración que se registrara después de la II Guerra Mundial– viniendo a saldarse así un desvelo que se remontaba a los programas liberales del siglo XIX con respecto a las potencialidades económicas que ofrecía el país.
Procedo –ahora sí, entonces– a referirme a los dos temas que me interesa tocar dentro de este ensayo constituido por tantas vertientes a la vez. El primero es cuando Picón se refiere a la formación de un “tipo venezolano” resultante de lo que fuera un proceso que había terminado asimilando una serie de divergencias regionales. Por algo hablará, remontándose al siglo XIX e inicios del XX, a la forma cómo, para provecho de las distintas banderías políticas, se tendían a acentuar los recelos y prejuicios regionalistas. El punto, dicho por él, corre expresado de esta manera: “El problema venezolano era de más cualificada cuantía que aquella división regionalista, aquella polémica entre ‘andinos’ y ‘centrales’. Sobre todo conflicto cantonal empezaba a erigirse la fuerza del espíritu nuevo”. Claro está que, en todo ello tendría mucho qué ver el vellocino petrolero, y así lo reconoce nuestro ensayista al agregar, de seguidas, lo siguiente: “El tránsito de una economía agrario-pastoril a la de las grandes explotaciones petrolíferas destruía la vida cerrada de los distritos”.
Picón Salas dará a entender entonces que esa “síntesis venezolana”, es decir lo que fuera la incorporación de territorios y gentes aisladas a una realidad que fuese capaz de exhibir un sentido de “nación”, comenzó a registrarse, pese a tropiezos y reveses, con los primeros intentos en firme en pro de la unificación nacional emprendidos por Antonio Guzmán Blanco durante el último tercio del siglo XIX. Picón agrega que a ese proceso, que venía dándose con Guzmán, faltaría aún la decisiva incorporación y participación plena de los Andes en la vida nacional al comenzar el siglo XX.
Tal vez a la distancia –puesto que el tema obliga a hablar nuevamente de la distancia en el tiempo que debemos guardar ante Picón– esa tesis resulte de sobra manejada, y profundizada, por la historiografía moderna. Pero el hecho de que Picón pusiera de relieve, en 1948, lo que Venezuela había alcanzado a exhibir como idea de “nación” sólo a partir de un pasado entonces reciente, redunda como crédito de novedad cuando el ensayista hablaba del país que conocemos como de una creación mucho más reciente de lo que, por lo general, tendía a admitirse.
De hecho, en esa década de 1940 de la cual sería producto el ensayo “Comprensión de Venezuela”, el fenómeno al cual aludía Picón, es decir, la idea de Venezuela como la suma de un tipo “nacional” lucía aún un tanto frágil en términos de su construcción. Me permito poner un ejemplo: cuando Rómulo Gallegos y Medina Angarita se midan en las elecciones de 1941, la prensa exhortaría a que ambos candidatos evitasen, en medio de ese clima electoral, avivar sentimientos y rivalidades regionalistas, “capaces de resucitar entre nosotros –dirá un periódico– pugnas dañosas para la República”. Estamos hablando de 1941, apenas siete años antes de que Picón Salas le diera forma a este ensayo que he venido comentando.
Mi único problema con Picón en este punto es que se niega a admitir, desde su marcado prejuicio anti-gomecista, que ese proceso de consolidación nacional se vio notablemente acelerado por Gómez, bien por el lado de lo que significara una mayor centralización administrativa, bien por el lado de lo que comenzara a traducirse en una efectiva articulación o integración territorial del país. Hay, en el fondo, incluso cierto desprecio, cierta caricatura de parte de Picón al hablar acerca de la “política de carreteras” del gomecismo. En este sentido dirá, por ejemplo: “El más escondido villorrio se hacía la ilusión de estar pronto unido a la Capital [mediante] una cinta de cemento”. De modo que, una vez más, cuando Picón Salas habla del “letal letargo de Gómez” me parece que se ve dejando deliberadamente por fuera cosas que, en realidad, resultan importantes para una adecuada comprensión de Venezuela como la que el autor pretendía llevar adelante.
El segundo tema de mi interés tiene que ver con lo que Picón Salas define en este ensayo como la incorporación del “adjetivo social” o, dicho de otro modo, el descubrimiento de la dimensión social de la política durante el siglo XX. Picón quiso expresarlo así: “Había que llevar el adjetivo ‘social’, el que verdaderamente mueve al pueblo y a la insegura clase media, al plano de la política”. Esto que observara nuestro autor en 1948 es algo que se emparenta con lo que más tarde, como tema medular, habría de desarrollar Manuel Caballero, en cuyo libro, Las crisis de la Venezuela contemporánea, figura todo un capítulo dedicado a lo que significó la “Generación del 28”, no sólo como retrato colectivo, sino con respecto al advenimiento de las nuevas doctrinas sociales y el vocabulario que, en lo político, habrían de manejar sus miembros tras su regreso del exilio. De hecho, el advenimiento de esa juventud “veintiochera” despejaría el camino, de ahí en adelante, para que se registrara el choque entre quienes continuaban reclamando cambios graduales y a cuentagotas y quienes, en cambio, exigían superar con técnica y decisión los males venezolanos. Ese mismo choque le despejaría también el camino al 18 de octubre de 1945.
A este respecto convendría cederle la palabra a Simón Alberto Consalvi, quien dedicó parte de sus desvelos a estudiar a Picón-Salas y a biografiarlo en su libro Profecía de la palabra. Vida y obra de Mariano Picón Salas. Consalvi, pese a sus propias reservas frente a aquella frase según la cual Venezuela llegó tarde al siglo XX, creerá ver en ella algo de auto-biográfico, y hasta en cierta forma veintiochero, de parte de Picón Salas (si bien, como se sabe, Picón no formó parte, en sentido estricto, de esa generación, como tampoco lo hizo Andrés Eloy Blanco, quien, sin embargo, llegó a identificarse hondamente con lo que expresaban sus integrantes).
Como he dicho, Picón Salas se detiene a explorar el ambiente del año 28, el año de la rebelión estudiantil, el cual, como lo observa Consalvi, expresaba ya un modo diferente de ver la política y de juzgar el poder. De algún modo, el propio Consalvi da a entender que, al hablar de la generación del 28, el escritor también se hallaba hablando de sí mismo, relacionándose de este modo a parejos apremios como los que embargaba a los protagonistas del movimiento estudiantil. Si bien, como también lo observa Consalvi, Picón pudo utilizar la primera persona, tal vez consideró, por el tono del ensayo, que resultaba preferible acudir a la generalización, lo cual resultaba más válido y elegante. De allí que Consalvi concluyese apuntando lo siguiente: “Los desterrados, principalmente los jóvenes (como el propio Picón-Salas) traen de su expedición por el mundo [luego del exilio y sus avatares] un mensaje de celeridad. Era necesario darle cuerda al reloj”.
Al margen de este recorrido en torno al ensayo “Comprensión de Venezuela” quisiera decir algo acerca del “riesgo de pensar en Mariano Picón Salas” que es, a fin de cuentas, el título que ha permitido darle sentido al evento que hoy, felizmente, nos congrega. Y lo hago a propósito de un riesgo en particular entre los muchos riesgos intelectuales que corrió nuestro ensayista. Fue durante la oportunidad en que, entre silencios y sin explicaciones, Picón Salas se vio destituido de su cargo como Encargado de Negocios en Praga.
Con enorme coraje resolvería reemprender regreso al mismo Chile de su auto-impuesto exilio en tiempos de Gómez y, con igual coraje, dirigirse desde allí al presidente Eleazar López Contreras a fin de despejar dudas, hacer las necesarias aclaratorias y, en suma, deslindar campos ante sus propios contemporáneos. Éstas serán, en parte, sus palabras que son, a fin de cuentas, las palabras con las cuales hará claro que su tolerancia como humanista se veía reñida a muerte con todo dogmatismo:
“Si sobre mi anterior actuación en Venezuela [habla del año 36] se tejieron falsas interpretaciones e intrigas –que no se avenían con el respeto y simpatía que Ud. me merece– creo que ellos procedieron de la muy explicable turbación mental que reinaba en el país en aquellos días, y de que acaso mi excesivo entusiasmo e inexperiencia no me permitieron medir las específicas circunstancias del ambiente.
Hubo momentos en aquel año de 1936 en que los más sinceros propósitos de servir lealmente al gobierno eran deformados por la presión de un ambiente imprevisible. Reinaron también otras causas sobre las cuales sería redundante volver, pero que por una como insalvable fatalidad, trataban de ahondar el distanciamiento y la desconfianza mutua entre los hombres, en vez de la necesaria unión a que Ud. llamaba a todos los venezolanos patriotas”.
Y proseguirá diciendo lo siguiente en esta carta dirigida a López: “Mi limitada capacidad no es la de la acción política. Si alguna idea política me entusiasma y estoy dispuesto a defender, cuando sea preciso, es que en un país como Venezuela, donde hay trabajo para tantas generaciones de venezolanos, la idea de Nación debe privar sobre todo otro concepto. ‘La Nación, antes y por sobre toda discordia de clases’, debemos repetir a los que guiados por utopías engañosas quisieran sembrar la guerra social, y al mismo tiempo a las oligarquías irresponsables –que también existen– y suelen cerrarse a la demanda de justicia, progreso y cultura que pide nuestro pueblo venezolano”.
Luego de escribirle a López en tales términos, tratando de librarse de toda sospecha que pudiese cernirse sobre él acerca de su adscripción a “doctrinas violentas” y hablándole en términos francos acerca de lo que, a su juicio, había sido el clima de “turbación” del año 36 que a tantos excesos, pero también a tantas males interpretaciones, se había prestado, las diligencias rendirían sus frutos. Al fin y al cabo, Picón Salas regresaría Caracas en 1938, donde sería designado Director de Cultura y Bellas Artes del Ministerio de Educación y desde donde fundaría, en tiempos de López, la muy prestigiosa Revista Nacional de Cultura.
Quisiera agregar una palabra al cierre, volviendo a mi recorrido en torno al ensayo “Comprensión de Venezuela” y, sobre todo, a fin de que no quede ninguna duda al respecto. La aventura venezolana, recogida en estas páginas que he querido comentar, cierra especialmente con altas notas de optimismo. De hecho aquí, al final, y viendo las cosas como creía verlas Picón en 1948, el autor deja firmemente rotulada en su ensayo la imagen del “país hecho promesa”, una imagen que, con toda seguridad, llevaría a cualquiera de nosotros a sonreír con amargura, o con sorna, en medio de los escombros en los cuales nos hemos visto acostumbrados a vivir pese a las muchas promesas que, efectivamente, terminaron verificándose más allá de los años de vida que aún le aguardaban a Picón Salas desde que diera a la imprenta su texto titulado “Comprensión de Venezuela”.
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Edgardo Mondolfi Gudat
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