En 1885 Caracas se había transformado en una especie de remedo provinciano de París. Los gustos (o delirios) de Guzmán Blanco, el “Ilustre Americano”, habían hecho que la ciudad resplandeciera algo más. Al menos, habían conseguido matizar el tierrero. Caracas, se sabe, tiene un encanto exuberante de puro don natural: un valle increíble ideado por los dioses para la vida. Pero lo que atañe a la construcción humana va con altibajos, pasó del ambiente de hacienda cafetera a una modernidad demasiado agresiva, y siempre a trompicones. En tiempos del guzmanato luchaba seriamente por deslastrarse de su pintoresca ruralidad.
Aquel gobierno hizo lo que pudo para que nadie anduviese descalzo y las alcabalas vigilaban que todos llevasen la camisa por dentro, aunque el hambre y el paludismo campeaban a sus anchas. La principal afición de los caraqueños de entonces consistía en el arte de la conversación. Debe entenderse que, en ese entonces, el verbo conversar implicaba un intenso intercambio de ideas, pero, sobre todo, el apetitoso aderezo de chismes. La verdad es que Guzmán Blanco no soportaba Caracas. El provincianismo, la ignorancia, la precariedad y la sobrepoblación de alpargatas y sombreros de cogollo lo avergonzaban. Él se sentía émulo de Napoleón III y sentenciaba que como “General en Jefe no tenía rival ni en Europa ni en América y que los Mariscales de Francia no le llegaban ni a la rodilla”.
Con la boca abierta presenció las consecuencias de todos los planes (y planos) del barón Haussmann para la transformación de París y decidió que Caracas, en proporción, no merecía menos. Su obra de gobierno, por así decir, podría sintetizarse entre la autocracia delirante y el desespero por el progreso. El Capitolio, El Calvario, la fachada y paraninfo de la Universidad, el ferrocarril Caracas-La Guaira, el teatro Municipal, la basílica de Santa Teresa, el Templo Masónico, la Plaza El Venezolano, el Panteón Nacional, el balneario de Macuto, la estatua ecuestre del Libertador en la Plaza Bolívar, la Santa Capilla, la instalación de la Academia de la Lengua, además de carreteras, acueductos, puentes, muelles, vías férreas, cementerios y numerosos monumentos fueron construidos bajo su mandato. Lo que nos obliga a preguntarnos cómo diablos lucía Caracas antes de que este señor se instalara orondo en la silla presidencial. Por supuesto, el personalismo que lo poseía lo obligó a erigir estatuas ecuestres y pedestres suyas, y tuvo que ocuparse él mismo de ser el primer director de la Academia de la Lengua; además, se vio forzado a otorgarse el doctorado honoris causa de la Universidad Central, de la que no le quedó más remedio que convertirse en rector. También estuvo obligado a “cumplir” las leyes, cediendo el poder por breves intervalos al sigüí de turno para asumir el sacrificio de ser ministro plenipotenciario en Europa, y esto sólo mientras le rogaban, por aclamación, que volviese a conducir los destinos de la nación. Además de la herencia arquitectónica, se puede aducir a su favor que no pudo ser fácil ser vástago del más diestro ejecutante de la demagogia político-periodística de Venezuela.
Las reuniones culturales donde se homenajeaba al gran líder tenían lugar en una casa privada, cerca de la esquina El Chorro. Allí había un certamen de aduladores que no veían más que sublimación estética en todos los gestos de Guzmán Blanco, quien declamaba, oraba, recitaba y cantaba con una afectación afrancesada en su pontificado cultural. Los estudiantes de la Universidad Central llamaban a ese lugar la santa sede de la “Adoración Perpetua” y se enrabietaban mucho pensando en la falta de límites del séquito de arrastrados lamesuelas que eran capaces de la más abyecta indignidad ante el “Ilustre Americano”, sólo para preservar intereses y prebendas.
Entre esos estudiantes figuraban tres de cuidado: Manuel Vicente Romero García, Lucio Villegas Pacheco y Francisco Caballero. Los tres tenían ese espíritu jovial y gallardo de atreverse a expresar con insolencia lo que la sociedad pensaba, pero callaba. Sin embargo, no eran tontos y sabían que sus iniciativas más insurgentes debían ser tan indirectas como eficaces. Lo que necesitaban era un acto cultural bien pensado: acaso alguna forma de ridiculización del régimen, que todos pudiesen reconocer como denuncia y, al mismo tiempo, evitar ser acusados de rebelión. Los tres estudiantes pasaron muchas tardes reunidos en la librería de don Emeterio Hernández, mejor conocido como “Capa-chivo”. Entre las torres de libros nuevos y usados, había dos mesitas que daban a la terraza, que por cierto iba coronada de un orangután con lentes leyendo un libro. Villegas atajó la obvia comparación con el régimen, antes de que Romero García la verbalizara por completo. Había que andarse con cuidado, pues la gendarmería del “Ilustre Americano” también era asidua a la librería.
Una de esas tardes pasó por delante el famoso poeta don Francisco Antonio Delpino y Lamas, un sombrerero del Guarataro cuyos versos recitaba con una galantería desquiciada. Era fama que estaba rematado y más de uno, en la actualidad, vería en aquel personaje un tempranísimo antecedente de las vanguardias. Él nunca se hizo llamar poeta y nunca dio el nombre de “poemas” a sus textos; para referirse a estos prefería el sugerente eco clásico de la palabra “metamorfosis”. Sus composiciones recibían simulada admiración allá por donde iba. Las vanguardias literarias aún estaban lejos de su aparición en Europa cuando este personaje ya daba muestras de dislocación formal de la poesía (y de la vida). Quizás por el carácter delirante del “poeta Pancho”, como lo llamaban, o quizás por incomprensión general de sus gestos artísticos demasiado adelantados a su tiempo, los caraqueños veían en él una fuente de hilaridad permanente. Ello hizo que se popularizara en toda Caracas. Pedro Emilio Coll, de oídas, lo describió de la siguiente manera:
Era don Pancho fornido y corpulento, de grave y a la vez infantil expresión; de gruesos mostachos con las guías prolongadas en los carrillos, a imitación del bravo Leoncio Quintana, a cuyas órdenes había militado, y con valor, en la guerra federal. La frente espaciosa y arrugada, en la que sus burladores no hallaban el genio lírico de que se suponía animado. Célibe, amaba a una graciosa mulatica de los alrededores, lavandera a quien nombraba la Ninfa Flor, y de quien besaba la ropa limpia que le traía, cálida todavía de su mano y de la plancha.
Al ver pasar a este ejemplar frente a la librería, después de las bromas acostumbradas y candideces líricas, Romero García, Villegas Pacheco y Caballero decidieron que entre el acto subversivo que debían idear y don Pancho había un camino en línea recta. Desde ese día organizaron una especie de apoteosis para elevar a don Pancho hasta el Parnaso. Lo que en la historia culta (y también en la popular) se conocería como La Delpiniada. El evento lo puso por escrito Pedro Emilio Coll unos quinces años después, aunque echamos muy en falta su malograda o tal vez nunca empezada novela La noche de Santa Florentina. (Pedro Emilio tenía esa dolencia borgeana: escribir novelas le ocasionaba estrechez mental, además de que le daba mucha flojera).
Después de minuciosos preparativos, la noche del 14 de marzo se celebró en el Teatro Caracas una Velada Literaria solemne de reconocimiento a la grandeza del poeta rematado. Una parodia que alcanzó dimensiones corales: hubo discursos, recitales lírico-musicales y coronación. La guirnalda de laurel, deliberadamente grande, atravesó la cabeza y cayó sobre los hombros del homenajeado, ocasionando carcajadas. Hay quienes dicen que don Pancho se mantuvo incólume y nunca se percató de que estaba siendo protagonista de un acto bufo; también hay quien dice que sí se dio cuenta y arrugó el semblante, pero por dignidad siguió el juego hasta el final. ¡Qué difícil siempre discernir un homenaje de una parodia!
De manera espontánea, el público caraqueño completó la apoteosis llevando en volandas a don Pancho hasta su vivienda en El Guarataro. Y el acto tuvo continuidad en forma de diario: El Delpinismo. El Jefe Civil de Caracas, creyéndose muy perspicaz, se dio cuenta de que no se trataba de un mero acto de bullying al entrañable don Pancho, sino que aquello constituía una burla colosal a Guzmán Blanco. No sólo se parodiaban los actos de la “Adoración Perpetua”, sino toda la gestión del gobierno del “Ilustre Americano”. Queriendo congraciarse con el amo, quien disfrutaba a la sazón en la rue du Faubourg de París, encarceló a los tres estudiantes y emitió varios edictos y prohibiciones relativos al famoso “acto cultural”. Guzmán Blanco recibió el informe completo sobre el asunto mientras cenaba acaso el asado negro que doña Alina, traída expresamente desde los Valles de Aragua para cocinar delicias criollas en su palacete parisino. El líder agarró una calentura digna de su condición déspota porque supo que la cárcel y las medidas prohibitivas no harían sino acrecentar la fama del episodio y perduraría. Como diría Pedro Emilio: así comienzan los ocasos, con esos sainetes. Sin embargo, ya era tarde para desfacer el entuerto (como reza el dicho, y no El Quijote).
En diciembre de 1908, César Zumeta —insigne intelectual venezolano e hijo ilegítimo de Guzmán Blanco—, pudo regresar a Venezuela a cumplir altas funciones en el gobierno de El Benemérito. Lo primero que hizo al llegar a Caracas fue recorrer la Plaza Bolívar. Bajo la torre de la catedral encontró a un niño vendiendo billetes de lotería. Se acercó a preguntarle por el poeta don Pancho. El niño le contó que este había fallecido en octubre. En señal de respeto, Zumeta se quitó el sombrero y guardó silencio un instante. Había sabido que don Pancho pasó todos los días, durante quince años, mostrando el puño desafiante cada vez que veía la estatua de Guzmán Blanco en El Calvario y había sabido también que pasó los últimos años de su vida vendiendo billetes de lotería en la Plaza Bolívar. La poesía lo había abandonado después de la apoteosis. Zumeta le tenía mucho cariño a aquel hombre con quien compartía una seria animadversión por el “Ilustre Americano”, aunque por razones muy distintas.
Juan Pablo Gómez Cova
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