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I
“Sé cortés con tus monstruos”, me dijo ella por WhatsApp. En su huso horario se hacía de noche, yo cargaba la oscuridad enganchada en el pecho como prendedor maldito. Comenzaba marzo de 2020 y con él mi tratamiento para matar un cáncer que se me había metido por la piel. Entonces no podía enviar ningún mensaje sin llorar. Comenzaba también el confinamiento en Venezuela, a donde había regresado –luego de tres años en el extranjero– en busca de redención emocional.
“Escribe”, siguió. “Escribe si no puedes dormir, si tienes ganas de echarte a llorar, si no quieres hacer nada”. Escribir no resuelve la ansiedad, me advirtió, pero la distrae. Entonces comencé. Pero la palabra, la música, la imagen, las nubes que viajan de espacio a través de la ventana, nada ahuyentaba a los monstruos. Me pesaban demasiado como para garabatear algo coherente en un papel o en la computadora. Se asomaban desde mi angustia para enseñarme los colmillos, esos en los que se habían atorado los pedacitos de mi piel. Y yo no sabía ser cortés.
II
La piel es memoria y muerde. Quedan las marcas en las casas que ha habitado. Yo cuento muchos paisajes construidos, muchas carreteras y bandas sonoras se dibujan geográficamente sobre el mapa de lo que soy.
De mi primera casa no tengo casi recuerdos. Un apartamento sencillo en Los Teques, uno de los lados menos queridos del estado Miranda. Algunas casas de muñecas en el balcón, sillas de mimbre junto al enorme televisor cuadrado con antena, mi primera caída con rodilla sangrante, el primer ataque de celos contra mi hermano dos años menor, los primeros disfraces con los trapos de la cocina. Las primeras fotos. Mi mamá, mi papá.
En la siguiente infancia fue un apartamento de tres habitaciones en Los Helechos, hacia las fronteras de San Antonio de los Altos, junto a El Sitio, un nombre que para mí se traducía en una parada de autobuses y el kiosco donde mi madrina me compraba los helados de sanduchito de EFE al salir del colegio.
Para llegar a esa casa había que recorrer una enorme bajada de curvas, pasar un policía acostado y una redoma de matas. Allí solo éramos mamá y hermano. Fue una época de piojos, esas cositas negras que me caminaban la cabeza todo el tiempo y que al final morían como manchitas de sangre en un pañal de tela bañado en vinagre que me tocaba llevar sobre los hombros cuando mi abuela me quitaba animalito por animalito con sus uñas sabias y su olor a talco. Fue también la abuela quien me embadurnó durante semanas el costado de mi cuerpo con hierbas para matar una culebrilla que amenazaba con extenderse, indetenible, como la del jueguito virtual de los primeros Nokia. La abuela que vivía en Colinas de Bello Monte, muy cerca del Centro Polo, en Caracas. Esa del balcón de matas, donde hacía los enormes nacimientos sobre la mesa de madera, con ovejas de algodón y ríos de espejo, con un cielo de tela azul y el Niño Jesús siempre escondido con un pañuelo blanco hasta el 25 de diciembre.
Esa es otra de mis casas. La de los fines de semana de la infancia. Desde donde comprábamos helados al vendedor ambulante que cruzaba una calle con una panadería y una plaza que recuerdo cuadrada y con un gran árbol central. Y con una iglesia, cuadras arriba, donde hice mi Primera Comunión, aunque entonces la abuela no estaba para mirarme. En esa casa se cayeron mis primeros dientes de leche y aprendí a comer masa cruda, que me daba mi abuela mientras ella preparaba las empanadas de queso. Allí aprendí a amar el jugo de guayaba y a entender que las tajadas no son tajadas si no llevan azúcar y queso rallado. La abuela y su teléfono viejo eran mi casa en una Caracas a la que hice mi casa muchos años después, ya en la juventud, con la vida universitaria, el trabajo y los amores.
Pero entonces Caracas era mi abuela. A esa que no le gustaba que yo viera en el viejo televisor el video musical del tema «Ojos así» que Shakira acababa de lanzar. Mi abuela miraba la serpiente y decía que era el demonio. Yo le contaba de mi primer amor de colegio, ese que se tiene cuando uno apenas alcanza los siete años de edad. Yo, niña enfermiza que dobló su dedo índice en la niñez de tanto usarlo como chupón y que luego usó pañuelos en las muñecas como el «Azúcar amargo» de Fey que veía en la televisión, o para secar «La gota fría» que esparcía Carlos Vives desde el viejo equipo de sonido que estaba en la sala, junto a la enorme puerta principal en Los Helechos. Allí no estuvo papá. Él llegó después y con él empezarían muchos viajes de carretera, en su blanca Samurái de los años noventa, durante mi adolescencia.
Entonces empezaba el nuevo siglo y a mi papá, ingeniero químico que trabajaba en Petróleos de Venezuela, lo habían trasladado para una sede de la industria muy cercana a la refinería El Palito, en el estado Carabobo. Yo me negaba a ir, acababa de terminar sexto grado de primaria y quería inscribirme en el bachillerato al que irían todas mis amigas, no quería terminar en una urbanización botada en un lugar que ni siquiera aparecía en mis mapas. Una nueva casa. Viajes de Valencia a Morón, de Puerto Cabello a Tucacas. Yo siempre en la ventana del lado derecho en el asiento de atrás. En el medio, mi hermana pequeña en su silla para bebés; del otro lado, mi hermano. Una nueva casa al borde del mar, con un jardín y una mata de mango. Allí aprendí a reconocer los árboles de uva de playa y a treparme en ellos. Allí recibí mi primer beso y aprendí a escuchar rock. Allí llegó el 11 de abril de 2002 y fue la primera vez que vi muertos reales en la televisión. De allí salimos cuando los militares nos fueron a sacar armados, después de que botaran a mi papá –y a otros tantos– de su trabajo. Otra vez la carretera, ahora de regreso, y como traidores.
Un viaje diferente al que hacía cuando, en su Toyota Corolla blanco, mi padrino nos llevaba al Centro Recreacional de Profesionales Universitarios, un club playero en Puerto Cabello, cuando éramos niños. Con una banda sonora protagonizada por Luis Miguel y su «Cuando calienta el sol» y «Mi tierra», de Gloria Estefan. Mi padrino y mi madrina fueron otra de mis casas de la niñez. Una casa de tejas color ladrillo donde aprendí a montar bicicleta y a patinar, donde jugué con muñecas de trapo como esas que adornan la portada del libro de Aquiles Nazoa. La casa de las paellas españolas y los morrocoyes, de las orquídeas y la libertad. La casa de los perros, las culebras y las risas. Ahí pasé varias fiebres y navidades. Ahí vi a mi padrino morir, a mi prima morir. Ahí murió también mi madrina, pero yo ya estaba en Ecuador.
Ese país en la mitad del mundo fue por un tiempo mi casa. Allí aprendí a vivir sola, a distribuir el dinero para llegar a fin de mes porque nadie vendría a salvarme de un desalojo. Una casa de atardeceres magníficos, de calles con olor a fritanga, de autobuses en los que no suena Maelo Ruiz. Una casa desde la que recorrí carreteras a la frontera con Perú, a las zonas agrícolas que llaman El Oro, a las montañas mineras, a la playa en la que hiela el Pacífico. La casa en la que apareció mi mayor enfermedad. La casa de la que corrí, una vez más, para volver en 2020 a una Venezuela en la que ya no hay bombas lacrimógenas en la calle, sino bodegones. Donde el dólar ya no es una lechuga que se oferta disfrazada en las páginas de Internet, sino la moneda que domina nuestras vidas y nuestro efectivo. Donde la violencia había cedido a una falsa tranquilidad de restaurantes y carros lujosos que tapaban a los que seguían comiendo de la basura o simplemente habían dejado ya de comer. Donde me reencontré con la convivencia familiar. Donde permanezco encerrada por una pandemia. La casa como memoria en la que lo público y lo íntimo se difuminan en redes sociales y encuentros por Zoom. Donde el asfalto dejó ya de quemar porque todo se ha hecho cenizas.
III
Caliente, sudorosa, arbitraria. No le bastó con manosear mi traje de baño por debajo de la ropa. Necesitaba regodearse un poco más en su cuota de poder autoimpuesto. Me hizo soltarme el cabello y alborotarlo con sus manos sucias de esperar en medio de la carretera. Buscaba algo con lo que pudiera quitarme dinero o aún más la dignidad. Esa siempre ha sido la estrategia del Gobierno incluso desde antes de 1998, cuando el líder amenazaba con freír las cabezas de sus contrarios en un sartén. Al menos en ese momento había gas y aceite de haberlo hecho realidad. Después de mí, vinieron las tres amigas con las que compartía el carro en aquel viaje a La Guaira, en el litoral venezolano, en 2017, luego de meses de protestas, perdigones y barricadas hechas candela y sangre. Tal vez la mujer uniformada buscaba droga para matraquearnos o consumirla. Total, éramos jóvenes, blancas, con dinero –creía equivocadamente–, nos lo merecíamos. Ser rico es malo, y todo lo que se le parezca también. Tras revisar las carteras y cada rincón del vehículo, desistió. No sin antes reírse un ratico, su única victoria.
“Relájate”, me dijeron mis amigas. “Ya pasó”. Para qué denunciar, quién te va a ayudar. Nadie puede hacer nada por ti. Ya lo he visto antes. Y nadie hacía nada. Acomódate la ropa y sigue para el mar, que todo lo limpia. El país había dejado de ser un país hacía mucho tiempo, pensaba mientras devolvía mis pertenencias al bolso, mientras otros tantos carros rodaban cerca de donde seguíamos estacionadas, mientras motorizados infringían las normas de tránsito sin que nadie siquiera los mirara. Pero piensa, me dije: pudo ser peor.
Ese año era el tercero de protestas y manifestaciones en mis poco más de veinticinco años. La primera tanda fue en 2007, cuando entré a la Universidad Católica Andrés Bello para estudiar Comunicación Social. Vino el cierre del canal Radio Caracas Televisión y se trancaron los pupitres. A la calle. Aprendí cómo debíamos correr de la entonces Policía Municipal y de los efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana para que no te alcanzaran los perdigones. Aprendí a esquivar a los círculos bolivarianos –génesis de los colectivos– que destruían aquello que no podían freír en el sartén. En 2014 vino la secuela, entonces seguía corriendo pero con el carnet de prensa guindado del cuello. Ahora en 2017 todavía había que correr. Pero ya mis piernas estaban demasiado cansadas. Harta, me fui.
Salí de Venezuela antes de que se terminara el año. Mi destino resultó Guayaquil, Ecuador, sin la menor idea de qué vendría después. Y cómo me sorprendió allí la vida.
IV
Muchas señales debieron haberme advertido de que algo no iba bien. La puerta del carro mal cerrada, el hueco donde una vez hubo un equipo reproductor, el primer desvío de la ruta principal. Iba absorta en alguna discusión mental con el jefe por el pésimo día de trabajo que no me percaté de hacia dónde iba hasta que la pistola apuntó la frente de mi acompañante.
Al segundo año de haber llegado a Ecuador, la vida me golpeó como chancletazo de madre arrecha. Al segundo año y cumpliendo mis tres décadas de vida. El cáncer y un secuestro.
El taxi había bajado la velocidad unos segundos antes y de una sombra que hacía un árbol sobre los faroles salieron dos hombres gordos, dos hombres morenos, dos hombres inconformes. El más agresivo ocupó el asiento delantero, junto al chofer cómplice. El más calmado se sentó atrás y me hizo sentarme a su lado. Sus muslos sudados rozaban mis piernas temblorosas. Me arrancaron la cartera, el celular mientras sostenían mi brazo derecho tratando de arrancarme también el reloj. “Nosotros queremos dinero y no los vamos a dejar hasta que lo tengamos. Si se portan bien, no les pasará nada. Bajen la cabeza y cierren los ojos. No me miren. Y quédense tranquilos que esto se terminará cuando yo diga”, fueron las primeras y únicas palabras. Todo lo demás fueron gritos. Que por qué tienes el pasaporte encima, que de dónde sacaste esta cuenta de ahorros si tú no eres de este país, que tienes muchos papeles en este monedero. Que me des las claves de la tarjeta y del celular y no te equivoques porque es peor. Pasaba la noche y se volvía más impaciente. Mientras el carro rodaba yo solo podía rezar, el Ave María fue lo único que recordé junto con las claves de la tarjeta, gracias a Dios. Mientras oía ruido de autos, cornetas y nos deteníamos en lo que suponía eran semáforos yo estaba más tranquila: aún no habíamos salido de la ciudad. Pero cuando avanzábamos por largo tiempo y en total oscuridad volvía el pánico. A dónde iríamos, dónde nos dejarían, me llevarían a una hacienda para ser la esclava sexual de alguien, ese muslo sudoroso comenzaría a moverse más hacia mí. “Quédate tranquila que no te voy a violar”, me dijo el hombre gordo del asiento de atrás. No sabía si la frase me daba más miedo o más calma.
Jugaron al secuestrador bueno y al secuestrador malo. A lo Secuestro express, pero a mi lado no iba Dj Trece y delante de seguro que no estaba Budú. Solo esperaba que no terminara como la película, sin mantequilla, sin disparos y sin hotel. Sin policías corruptos.
En algún punto del trayecto ya había entendido que solo habíamos estado rodando por cajeros automáticos, y el gordo del asiento de atrás me dijo: “¿Quieres que te compre un juguito para que te calmes?”. Quiero que me sueltes y me devuelvas mis vainas, mamagüevo, pensé. “No”. Fue todo lo que dije. Yo casi nunca cargo dinero encima, veintisiete años en Venezuela me habían enseñado que la pistola puede salir de cualquier esquina. Pero esa semana me tocaron exámenes, muchos, de diagnóstico por unos ganglios que no bajaban y necesitaba tener el dinero a la mano. Tenía, además, un morral que me había comprado en oferta. Con cada parada en el cajero veía mis ahorros irse. Los que tanto me habían costado reunir, los que me habían motivado a salir del país y con los que pensaba ayudar a mis papás y mis hermanos a escapar también. Pero ellos solo quieren dinero, pensé, tal vez me regresen mi morral. “Sí, sí, te daremos tu morral y tu cartera con tus cosas”, me dijo el gordo junto a mí. “Pero no me veas la cara”. Finalmente, después de más gritos, nos soltaron en una calle a la una de la mañana. La puerta del carro se abrió, se bajó el gordo sudoroso, pero mis piernas no respondían y no podía bajarme del auto. Ya por fin afuera, miré al gordo, llevaba una gorrita roja, y le pedí mi morral. “Caminen y no miren hacia atrás”, fue todo lo que obtuve por respuesta. Ahí sí reventé en llanto. No sabía si caminar, correr o esperar el balazo en la nuca. El auto con los gordos y el chofer cómplice se alejó. No había más nadie allí. Se habían llevado mi celular, mi paz y el dinero con el que iba a pagar el alquiler de ese mes, el resto de los exámenes y los pasajes de avión que nunca fueron.
V
Todo comenzó con un lunar extraño en la nariz. Demasiado negro y demasiado redondo. Con una roncha en el cuero cabelludo que nunca cicatrizó. Todo siguió con una protuberancia debajo de la mandíbula del lado izquierdo de la cabeza que nunca bajó. Todo siguió con médicos, exámenes y diagnósticos. Todo siguió con la batica azul con la abertura hacia atrás. Con las camillas frías. Antibióticos, antinflamatorios, ecografías y tomografías. Abscesos. Dermatólogos. Otorrinos. Internistas. Hematólogos. Cirujanos. Y la protuberancia allí, incólume. Creo que mi agente del seguro de salud que contrató la empresa donde trabajaba terminó por odiarme, les resulté la asegurada con menos certezas del año. El seguro social me colocaba en una lista de espera imposible de cumplir.
Médico tras médico. Camilla tras camilla en un protocolo que ya seguía en automático. En un país ajeno y con la familia a miles de kilómetros. Conocí todo tipo de personajes de salud. Todos querían rebanarme la mitad de la quijada. Uno de ellos, el más folclórico, tenía el consultorio en una de las habitaciones de su casa. Piso de cemento, mesa de cemento cubierta con una bolsa negra que no llegaba al suelo y dejaba ver las patas grises y tristes que sostenían un bloque aún más triste sobre el que reposaban papeles y bolígrafos. Dibujos y recortes infantiles pegados en las paredes. Y aquel nauseabundo olor a mezcla cruda encerrado en un cuartico sin ventilación. Yo solo le pedía al cielo que no me secuestraran de nuevo y que el señor que me miraba desde el otro lado del –llamémoslo así– escritorio no me tocase más de lo debido. Esta vez no hubo batica, al menos.
“A la cama, por favor, y te abres un poco el pantalón”. Y yo con el Dios en la boca. La cama era una suerte de sofá mal arreglado, con una tela roja llena de manchas y una almohada con funda de tela infantil. “Coño, qué asco”, pensé sin soltar la cartera de entre mis brazos.
“Estás tensa, ¿te sientes nerviosa?”. Le respondí que no. Y empezó a darme fechas y nombres de hospitales y costos de operación. “Oquei. ¿Tiene punto para pasar la tarjeta?”, pregunté. Me contestó que solo efectivo. “Coño”, pensé y salí a buscar un cajero automático en aquella zona perdida de la ciudad. Al regresar, tardó en abrirme la puerta que da hacia la calle. Finalmente salió con el cierre del pantalón mal cerrado. En la sala había estado esperando otra mujer.
VI
Luego de diez meses de tratamiento para curar un melanoma que hizo metástasis en ganglios y en hígado, mi enfermera aún recuerda el primer día que llegué a la sala de quimioterapia. Yo solo lloraba. Miraba alrededor y lloraba. Encerrada en el baño, antes de comenzar, lloraba. Miraba a mi mamá y lloraba. Ha pasado tanto desde entonces. Ya no lloro y hasta he hecho amigos. No es el lugar para morir, ahora lo entiendo. Entonces solo me parecía tétrico, frío, amenazante.
Ese día mi mamá había insistido en llevar un perolero: dos carteras, una lonchera, dos suéteres, botellas de agua, comida, frutas, libros. La cuarentena no la declararían sino hasta dos días después, así que al menos no habría que desinfectar ese vainero al volver a la casa. Ese día había otras ocho personas conectadas a sus bombas, muchos viejitos. Cada uno en silencio, cada uno en su manera de esperar. Volví a llorar. Mejor vamos a dejarlo así y que pase lo que Dios quiera. Pero la enfermera me sentó en la butaca libre para mí. “¿Pero por qué lloras? No pasa nada. Esto no te va a doler”, dijo. “Oquei”, respondí.
–Te voy a pinchar.
–¿A qué?
–Respira profundo.
Y nos encomendó a la Virgen.
–Esta es tu bomba –dijo mientras la tocaba– con la que vamos a administrar las medicinas. Primero te colocaremos el suero.
–Oquei.
–Luego te administraremos el Yervoy y al final el Opdivo. Y entonces terminaremos. ¿Lista? Comenzamos.
–Oquei.
–No vas a sentir nada hoy. Ni mañana, ni pasado. Los síntomas se pueden manifestar del tercer al quinto día.
–Oquei.
–Hasta ahora, ¿tienes alguna pregunta?
–¿Puedo beber alcohol?
–¡Coño, Mima! –se escuchó al fondo la voz de mi mamá.
–Solo cerveza o vino, y una sola. Pero no el día que te toca tratamiento.
–Oquei. Pero, ahí veo una burbuja de aire –dije asustada–. Las telenovelas mexicanas me habían enseñado que así matan las malas a los esposos viejos o a la protagonista cuando está en el hospital tras caer por las escaleras embarazada y ciega.
–No pasa nada, para eso está el filtro. ¿Lo ves?
–Oquei.
¿Una de las partes difíciles del día? Ir al baño con ese mamotreto conectado al brazo. Poder salir de la sala de quimioterapia sin un bajón de tensión o un ataque de vómito con diarrea.
VII
Ya tengo mi silla predilecta en la sala de quimioterapia. Está justo en la esquina más lejana a la puerta, pero cerca del baño, por si acaso al cuerpo le entran ganas de estallar (ya me ha pasado). Junto a mí una de las amigas que he hecho durante este viaje; ella me habla a veces sobre su esposo, sus hijos y su padre. Cerca de nosotras, otra nueva amiga. Ella tiene dos hijas pequeñas. Nos reímos de vez en cuando para alejarnos de los monstruos, que cada una expulsa de su cuerpo de manera distinta. A lo lejos, otras dos amigas chismean desde que llegan hasta que nos toca despedirnos a todas. Todas mujeres. Casi siempre somos todas mujeres en aquella sala.
Ya no lloro cuando me toca ir a sentarme en mi silla, conectarme a mi bomba, pinchar mis brazos. Uno se va adueñando de los breves espacios que lo rodean y así las cosas parecen menos difíciles. Esta silla también soy yo, el cojín en el que se acomoda mi brazo, la luz que entra por la ventana, el líquido transparente que recorre mis venas. Los amigos que me esperan del otro lado de la puerta, la familia que me envía sus bendiciones, la enfermera que se asegura de que no me sienta mal. Todo esto también soy yo, en un amor que florece en el abismo, parafraseando a Rafael Cadenas. Ese que miro a través del cariño de mi familia, mis amigos, los amigos de mi familia, los vecinos, los compañeros de cada trabajo, los del colegio, los del liceo, los de la universidad. El amor que es el oncólogo salvándome de tantos médicos con diagnósticos disímiles. Las enfermeras que me sostienen para vomitar. Mi madre y mi hermana que me sostienen a diario; mis mejores amigos que siempre están con una nota de voz, una foto del pasado, una canción, para ayudarme a construir una rutina de cortesía con mis monstruos.
[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena]
María Angelina Castillo Borgo
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