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y el sol brillará en medio de la noche,
y la dulce mar podrán beberse los mortales,
y los muertos volverán a andar por el mundo de los vivos,
antes de que el olvido pueda borrar de las viejas páginas
el nombre famoso del Meónida Homero.
Antología Palatina, IX 575
En 1715 salía de las prensas de François Fournier en París las Conjectures académiques ou dissertation sur l’Iliade, publicación póstuma del abate François Hédelin d’Aubugnac, quien había muerto en 1676. El abate d’Aubignac había recogido en su dissertation una serie de críticas que hacía años venían haciéndose a la Ilíada de Homero. En realidad, la polémica debe ser enmarcada en la llamada “Querella entre antiguos y modernos”, o para otros, “La batalla de los libros”, que entretuvo a buena parte de los filólogos de los siglos XVII y XVIII principalmente en Francia e Inglaterra, como cuenta Gilbert Highet en The Classical Tradition (Oxford, 1949). Los argumentos de d’Aubignac se basan en las no pocas contradicciones e incongruencias que pueden hallarse en los poemas homéricos, especialmente en la Ilíada, las cuales mostraban la ausencia de un plan general, a más de un proemio y un final acorde. Para el abate, la Ilíada no es un poema homogéneo, sino una serie de narraciones independientes obra de diferentes autores que alguien debió reunir y dar la forma actual. La Ilíada, pues, no tiene unidad y Homero nunca existió.
D’Aubignac y la Cuestión Homérica
Las conclusiones de d’Aubignac debieron tener en su tiempo tanto peso como prestigio su autor, cuya obra por cierto se subtitula Ouvrage posthume, trouvé dans les recherches d’un Savant (“Obra póstuma, encontrada entre las investigaciones de un Sabio”) así, con mayúscula. Sus postulados dieron origen a la polémica conocida como “la Cuestión Homérica”. En efecto, casi un siglo después, en 1795, el helenista alemán Friedrich August Wolf publicaba en Halle sus Prolegomena ad Homerum, en que reformulaba de manera “científica” las críticas del abate francés. Cuando Wolf publicó sus Prolegomena, Villoison acababa de descubrir el códice Venetus A, que contiene el más famoso manuscrito de la Ilíada junto a valiosos escolios alejandrinos llenos de críticas y anotaciones. En los cincuenta y un capítulos de su tratado, Wolf concluye en que los poemas homéricos carecen de unidad y que no son más que un conjunto de canciones transmitidas oralmente por los rapsodas, cuyo texto no fue establecido sino hasta la época de Pisístrato en el siglo VI a.C. Wolf repara además en un aspecto capital: la escritura. Dice que Homero no la menciona para nada (lo cual es falso, por cierto), pues en su tiempo no había sido introducida en Grecia y que por tanto no la conocía, y que sin escritura es imposible haber compuesto poemas tan extensos como la Ilíada y la Odisea. Buen punto, de momento.
Las teorías negacionistas
Así pues, desde que Gottfried Hermann dijera en su De interpolatione Homeris (1832) su contundente frase, nego Homerum fuisse (“niego que Homero haya existido”), muchas son las posiciones que han asumido los negacionistas. Guillermo Thiele, el fundador del Departamento de Lenguas Clásicas de la Universidad de Los Andes en Mérida, en una de esas joyitas que editaba Monte Ávila Editores en sus buenos tiempos (Homero y su Ilíada, Caracas, 1969), reconoce cuatro de estas teorías principales: 1) la teoría de las canciones de K. Lachmann (Betrachtungen zur Ilias Homers, 1847), según la cual la Ilíada sería el resultado de la suma de dieciséis lieder o rapsodias; 2) la teoría de las interpolaciones de G. W. Nitzsch (Meletemata de Historia Homeri, 1830), según la cual, a un conjunto relativamente homogéneo se le hicieron interpolaciones de pasajes de diferente longitud; 3) la teoría de la ampliación o de la evolución de W. Müller (Homerische Vorschule, 1824), según la cual, una “proto-Ilíada”, o “proto-Odisea”, fue ensanchándose mediante injertos o agregados de otros poemas épicos, y 4) la teoría de la compilación de A. Kirchoff (Die homerische Odyssee und ihre Entwicklung, 1859), según la cual, un poeta debió haber refundido armónicamente varios cantos preexistentes. Mención aparte merece la posición de U. Wilamowitz-Möllendorff, quien en sus Homerische Untersuchungen (1884) arriesga una audaz teoría: a la obra de un primer poeta, que cantó una Aquileida (los hechos de Aquiles) se añadió la de un segundo poeta, que agregó numerosas interpolaciones. A falta de uno, habría pues, según Wilamowitz, dos Homeros.
Homero y la tradición antigua
Entonces, ¿existió Homero? Una cosa sí habrá que reconocerse al “Sabio” d’Aubignac: hasta la aparición de sus Conjeturas, nadie había puesto en duda la existencia de un poeta genial llamado Homero, autor de la Ilíada y la Odisea. Según Pausanias (IX 9, 5) es el poeta Calino quien lo nombra por primera vez en el siglo VIII a.C. Desde entonces, numerosos datos, en general poco fidedignos, fueron sumándose a las ocho “biografías” (ya sabemos lo que entendían los antiguos por biografía) que poseemos: una de un pseudo Heródoto, otra de un pseudo Plutarco, la de Proclo, las dos anónimas del códice Vittorio Emmanuele, la del Escorial, la de Hesiquio y la de Suidas. Según algunos dísticos que recoge la Antología Palatina, siete son las ciudades que se disputan el honor de haber sido su cuna (son muchas más, pero ya sabemos, el siete es un número cabalístico). La variadísima nómina nos lleva de Cumas, Argos, Quíos, Colofón, Pilos, Atenas, Ítaca, Rodas, Salamina e Íos hasta Egipto, Babilonia, Siria o incluso Roma, según algunos historiadores tardíos, desde luego muy poco creíbles. De Quíos dice un verso de Simónides que era (“el hombre de Quíos”, le llama) y también el Himno homérico a Apolo. Sin embargo, de todas las ciudades, una parece tener por sobre todas la preferencia de historiadores y filólogos: Esmirna, en la costa oriental del Egeo. “Melesígenes” es uno de los apodos del poeta, “nacido del río Meles”, que atraviesa la ciudad. Estrabón (XIV 1, 37) y Cicerón en el Pro Arquia (19) mencionan la existencia de un templo allí consagrado a su memoria. Hoy, una modesta inscripción entre las ruinas del ágora esmirnea alardea de ser ésta la verdadera patria del bardo.
Otro argumento encuentran los defensores de la existencia de Homero y es el relativo a su nombre. Cicerón, en las Tusculanas (V 39, 114) nos recuerda que significa “ciego” y Eustacio de Tesalónica (s. XII), en sus Comentarios a la Ilíada y la Odisea, nos dice expresamente: “porque entre los eolios se da ese nombre a los inválidos”. Que el nombre de Homero sea de origen eolio no parece casual. A Eolia pertenecía Esmirna antes de ser conquistada por los colofonios en el año 688 a.C. Por lo demás, la imagen del poeta ciego ha permanecido en la iconografía homérica hasta la modernidad. Otros testimonios arqueológicos terminarán por confirmar lo que afirmaba la tradición. Las ánforas, los tejidos, los carros, las joyas, todo lo que Homero describe tan prolijamente en sus poemas coincide con lo hallado en los yacimientos arqueológicos, cuya antigüedad puede fecharse en la segunda mitad del siglo VIII a.C.
La Ilíada y la Odisea
¿Fue entonces uno y el mismo el autor de la Ilíada y la Odisea? Se trata de una pregunta válida, dadas las ostensibles diferencias entre ambos poemas. La Ilíada es un canto guerrero que exalta la heroicidad bélica en sus más de 15.000 versos. Su mundo y sus valores pertenecen a la civilización micénica, cuyo apogeo puede datarse entre el 1600 y el 1100 a.C. Por otra parte, la Guerra de Troya, que adquirió dimensión real a partir de los descubrimientos de Schliemann y Dörpfeld entre 1868 y 1890, otorga historicidad al poema. Durante las excavaciones realizadas por estos arqueólogos en el estrecho de los Dardanelos, se halló en el sitio de la ciudad un estrato, concretamente el VI, compuesto de materiales y sedimentos chamuscados que coinciden con la fecha en que debieron ocurrir los hechos cantados por Homero, hacia el 1200 a.C. La Guerra de Troya, el asedio y destrucción de la ciudad en realidad habían ocurrido.
La Odisea, un poema más breve, canta en cambio el regreso a la patria de uno de los héroes de la guerra, no precisamente el más valiente pero sí el más ingenioso, polytropos. El poema forma parte de una especie de subgénero de la épica, los llamados nóstoi, que, como su nombre los indica, narran la vuelta de los héroes de Troya. Sus valores se alejan de la hazaña épica y se acercan más a los del hombre común, que solo anhela estar en casa con los suyos. En ese sentido, se trata de un poema más moderno. Los espacios en que se desarrolla la Odisea se confunden entre el mito y la geografía, y aunque los historiadores han hecho denodados esfuerzos por identificar sus escenarios, solo podemos concluir en que se extienden por todo el Mediterráneo. Ethos y topos, carácter y lugar se contraponen en estos dos poemas aparentemente tan diferentes. Sin embargo, es innegable que ambos comparten una misma factura estética y un mismo lenguaje poético. Así, para W. Shadewaldt (Legende von Homer dem fahrenden Sänger, 1942), que retoma la tesis de Ch. G. Heyne contra su discípulo Wolf en sus Observaciones sobre el canto XXIV de la Ilíada (1802), la existencia de un mismo lenguaje poético no deja dudas de que el autor de ambos poemas fue uno y que, desde luego, existió. La estética pudo ver lo que no la racional disección de algunos filólogos.
Arqueólogos y lingüistas
Como nota el doctor Thiele, si pudiéramos preguntar a un ateniense culto del siglo V, digamos un contemporáneo de Sócrates, qué obras compuso Homero, hubiera citado sin dudar a la Ilíada y la Odisea, pero también una lista de otros poemas cuyos nombres es lo único que llegó hasta nosotros. Hoy los historiadores y los filólogos, con la ayuda de los arqueólogos y los lingüistas, parecen tener todo más claro, y la vieja “cuestión homérica” parece por fin asunto cerrado: como explica Francisco Rodríguez Adrados en su Historia de la lengua griega (Madrid, 2000), entre los años 2000 y 1200 a.C. sucesivas oleadas de pueblos venidos del norte, los llamados Indoeuropeos, penetraron el ámbito del Egeo y lo que después fue el mundo griego. Estos pueblos invasores eran guerreros, tenían sus cantos épicos y sus sagas heroicas y, como nota Francisco Villar en su completísimo estudio Los Indoeuropeos y los orígenes de Europa (Madrid, 1991), conocían las armas de hierro y otros utensilios que han sido hallados en yacimientos arqueológicos. Muchos de estos cantos épicos debieron inspirarse en la Guerra de Troya, conflicto bélico que efectivamente ocurrió hacia el año 1200 a.C. Este conflicto fue motivado por el intento, de parte de una coalición de ciudades micénicas, de tomar la estratégica ciudad que controlaba la entrada de los Dardanelos, y por tanto todo el comercio entre el Mar Negro, el viejo Ponto, y el Egeo. Los cantos épicos inspirados en la Guerra de Troya se transmitieron de forma oral durante generaciones, hasta que, en la segunda mitad del siglo VIII, precisamente la fecha en que se introduce el alfabeto fenicio en algunas zonas de Jonia y Eolia, un poeta ciego al que la tradición conoce como Homero dio forma y unidad. De estos cantos solo dos llegaron íntegros hasta nosotros, pues destacaron por su excelencia poética e insuperable factura estética: la Ilíada y la Odisea.
Mariano Nava Contreras
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