COVID-19

Ciudad tomada

Fotografía de Federico PARRA | AFP

18/07/2020

“¿Es la nueva normalidad un privilegio?”, veo pintada la interrogante en un muro cercano a Aeroexpresos Ejecutivos. Camino desde Chacao hacia Bello Campo. Paso enfrente del taller donde había cargado de gas el aire acondicionado, apenas llegué de España, y donde arreglé el problema de obstrucción parcial del tubo de escape, el del carro que casi nunca uso.

Unos minutos antes en un quiosco, para mi sorpresa, conseguí en muy buen estado la novela La noche llama a la noche de Victoria de Stefano. El quiosquero fue muy amable y me dijo que costaba dos dólares. Metí el libro en un bolso de tela color crema de la Librería Internacional de Costa Rica. Suelo llevarlo encima para evitar las bolsas de plástico en caso de hacer una compra. Por el tipo de tela este bolso tiende a arrugarse, y acrecienta mi aspecto poco atractivo para un asalto.

Llego hasta a la avenida Libertador. Sobre una pared, escrito en letras rojas, leo “Comuna Guerreros de Chacao”. Unas horas más tarde entro en Facebook a esa cuenta: “Unidos Chacao en la ofensiva comunal. Yankee go home”. Cruzo un puente para peatones y, desde allí, tomo fotos de la Libertador en un estado semidesierto. Camino por el lado de la acera del Sambil y casi nadie entra o sale del centro comercial.

Giro a la izquierda en la calle Los Ángeles y en la esquina hay un lugar donde venden alimentos y que tiene los precios de venta expuestos al público desde la vitrina. Uno en particular me llama la atención: “Sardinas Poseidón. Precio de venta 252.160 por 227 gramos”. Entonces pienso que los venezolanos somos como el Poseidón, hundiéndonos cada vez más. Mientras avanzo hay una bomba de gasolina que custodian dos soldados de la Policía Militar con sus armas de guerra.

Al pasar por encima de la autopista Francisco Fajardo, que tiene escasa circulación, tomo unas fotos. Un poco más abajo, en un área que está plantada entre los vericuetos de la autopista, hay un esplendoroso árbol lleno de flores amarillas, caídas en el suelo como un halo solar, y otro árbol de flores anaranjadas que parece vestido para una fiesta de primavera. La temperatura en la ciudad oscilaba entre 17 y 25 grados. Eso sí, al mediodía el sol castigaba como un látigo de arriero. Tengo que hacer unas maniobras para seguir por el entramado de muritos entre los enredos viales y veo la bomba que está cerca de la salida del CCCT. Había pasado por cuatro estaciones de gasolina distintas que daban un aire de normalidad contenida, cortesía de la gasolina iraní.

Cruzo la calle y estoy en el puente chato sobre el río Guaire. Hace pocos días sacaron un cadáver más o menos a la altura de donde me encontraba. Tomo una foto que, para mi asombro, queda bonita, si se le colocara un filtro podría parecer un río de una ciudad europea. Decido ir por la calle Madrid, dado que había hecho el recorrido por la Río de Janeiro en otra caminata.

El sol pegaba mucho más directo y no había sombra. Lo que desde hace algunos años define a Las Mercedes es la convivencia entre negocios recién nacidos, gracias al dinero de los nuevos tiempos, junto a los establecimientos decrépitos, cerrados con letreros descoloridos, el monte y los árboles que se tragan las fachadas desvencijadas. Un contrapunteo entre esplendor materialista y ruina, y como muestra basta encontrarse con el Buddha Bar de Caracas al lado de un largo y anónimo establecimiento abandonado y decrépito.

En la entrada del estacionamiento de Schmidtt, un negocio de diseño interior y decoración ahora cerrado y con aviso de mudanza, junto a una seria de papeles dispersos hay una tarjeta de un tal Meredith Wood del Book-of-the-month Club, Inc, 385 Madison Avenue, Nueva York, en la que se notifica el envío de un libro como pago de dividendo por compras recientes.  Al buscar en las redes el nombre de quien suscribe la carta, me encuentro con el obituario de Meredith Wood en The New York Times del 16 de mayo de 1974. Esto quiere decir que esa tarjeta echada al piso debe tener unos 50 años. Los procesos de descomposición de la vida, quiero decir de las últimas dos décadas, han hecho que todo se descalabre bajo el triunfo de la entropía.

Hay una casa muy grande abandonada con letras fantasmas, El Maracaná. Al lado del sitio un local floreciente de una dimensión considerable, Versailles: Heladería Italiana, Pasteleria. Un nombre francés para una heladería italiana. Por la pandemia despacha solo comida para llevar. Hay comercios de todo tipo que han cerrado sus puertas y parecen cadáveres con el féretro abierto. Al lado de ellos, la ostentación de los recién llegados. Un contrapunteo esquizofrénico.

Paso por el Centro Financiero Madrid, moderno, como muchos de los edificios que han ido apareciendo en Las Mercedes. Hay un lugar gastronómico de lujo neoyorquino, enfrente hay unas cinco camionetas gigantescas con vidrios ahumados. Avanzo y sigo viendo restaurantes cerrados, como Antigua, en su momento epítome del refinamiento y el buen gusto cool, y otros pocos tradicionales que sobreviven intactos, al menos desde afuera, como El Aranjuez. Hay una quinta color rosa con un nombre insípido: La vecindad. Parece un castillo miniatura de Disney. Detrás de esa fachada, como sacada de un cuento de pesadillas de hadas, enanos, y princesas, veo que se trata de un local de venta de comida típica con pasteles andinos, hervido de pollo, empanadas o cachapas con queso y pernil.

La calle Madrid está muy sola. Una horda de obreros de construcción trabaja, aunque no hay permiso para ello, salen en masa, todos con tapabocas y morrales, caminan rápido, van enfilándose para llegar seguramente hasta Chacaíto, donde cada quien se dispersará en sentidos opuestos, unos irán hacia Petare otros hacia Catia. Su paso es veloz y yo también acelero el mío, como si fuese parte de la comitiva.

Me desvío hacia la avenida Principal. Doña Caraotica abandonada y un poco más adelante algunos negocios de los enchufados, o como los llamaron en un reciente artículo de la prensa estadounidense los plugged-in. En la principal la gente camina como en el desierto. En la Plaza Sadel hay un grupo de niños desnutridos en situación de calle. Hay gente a pie, pero también en bicicleta, como nunca uno se lo hubiera imaginado en una ciudad donde el carro, por los momentos, ha dejado de ser el protagonista. Los servicios de delivery están en pleno auge. Me devuelvo y paso al lado del centro comercial que todo el mundo identifica como Cada, pero que con el empuje revolucionario demoledor pasó a ser la sede de un Bicentenario, junto a negocios menores.

Estoy cargado de energía, a pesar de que llevo rato caminando. David Le Breton dice en su Elogio del caminar que “todo sentimiento de duración se evapora: el caminante se instala en un tiempo ralentizado a la medida del cuerpo y del deseo”. Me enfilo hacia Bello Monte. La corriente marrón del río Guaire marca la división entre un municipio y otro. Hay motos de la Policía de Chacao y de la Policía de Baruta, como guardias de países fronterizos: Austria y República Checa.

Paso enfrente de Crema Paraíso, desde 1953, al fondo los letreros del Banana Split, Sundae, barquillas y tinitas de distintos sabores, ahora en boga por la novela que Camilo Pino acaba de publicar en España y que toma nombre a partir de este ya legendario lugar. Me encuentro a un Ferretotal que, hábilmente y al estar tan expuesto en la avenida principal y para poder operar en pandemia, tiene un anuncio: “Solo productos de primera necesidad”. La vitrina que da hacia la calle muestra numerosos paquetes de Harina Pan, Harina de Trigo La Lucha, Papel Higiénico Rosal y variados productos de limpieza. Así se la han ingeniado las grandes cadenas de Ferretería, incluyendo EPA: venden alimentos para permanecer abiertos. También ocurre a menor escala con las licorerías, cierran la visual de las bebidas y llenan los mostradores de paquetes de comida.

Cruzo hacia la avenida Miguel Ángel. Esta calle siempre ha sido ideal para instalar equipos de sonido de automóviles. Algunos talleres están abiertos. Me llama la atención que en cada esquina hay muchísima basura. Recuerdo que, en el último regreso a Caracas, en mayo de 2018, se veía basura por todos lados. Ahora no es tan frecuente y por eso me extraña ver este estado de insalubridad en cada esquina.

A medida que avanzo veo muchos edificios con nombres italianos, entre callejones, la ropa colgada afuera de las ventanas, asemeja algo a Napoli o al Barrio Gótico de Barcelona. Hace años, cuando iba al colegio, me decían que era mejor no pasar por la calle Miguel Ángel, ya que vivían malandros de alto calibre. Ahora la atravieso sin ninguna señal de alarma, como si la pandemia hubiese permitido el redescubrimiento y la reconciliación con muchas partes de la ciudad. Hay edificios de arquitectura de los años 50 y Art Deco que me gustan mucho, trato de ver la belleza oculta detrás del declive.

En una esquina hay una fila larguísima para llenar garrafones. En esta zona la escasez de agua debe ser bien severa, me permito deducir. En el cruce entre las avenidas Miguel Ángel y la calle Garcilaso hay un lugar que tiene un dibujo de un gato negro y el nombre: “Prostíbulo poético”. Busco más tarde en Internet y doy con Java’s Bar (La Terracita), que identifica a “La liga de la poesía” y dice que, al caer la noche, durante media hora, se recitan poemas inéditos o de autores conocidos.

Avanzo por la calle Caroní y siguen los edificios con nombres italianos. De nada ayuda a la estética encontrar basura en cada esquina o botes de aguas ¿negras? Salto una cloaca que se escurre en bajada al menos dos cuadras. Llego a la Plaza Mene donde está la obra Tri-Totem, que es un triple obelisco dorado construido con barriles de petróleo, al que parecen haberle robado una de las torres, ya que lo veo doble. En esa plaza hay una línea de taxi en donde está un esperanzado conductor, de los de antes, con su carro del año de la pera. Se lee una inscripción sobre un muro: No queremos abandonar. No queremos desesperar. Hay luz al final del túnel.

Descubro una librería que no conocía. Se llama Ago. Milagrosamente está abierta. Me lleno de alegría al ver que, en dos estantes distintos y principales, tienen exhibida mi novela El hombre azul. Hay muchos libros de la editorial bid & co. Decido comprar una antología de textos de Proust. La dueña me dice que cuesta dos dólares, el mismo precio que me pidió el quiosquero de Bello Campo por el libro de Victoria de Stefano, que llevo en mi arrugado bolso crema. Saco la tarjeta de débito, pero me dice que no tiene punto, que solo acepta Pago Móvil o efectivo. Le digo que el celular que llevo no tiene línea, que lo uso solo para tomar fotos y que pasaré en otra oportunidad.

En descenso llego hasta la calle Beethoven. Un par de adolescentes energizados me pasan uno de cada lado a una velocidad rápida. Un poco más adelante abren la puerta de su edificio. Siento de nuevo que estoy en Napoli. Avanzo un poco más y cruzo la calle hacia la Principal de Bello Monte donde la gente observa algo desde sus carros orillados en la acera que muerde al Guaire. Meto la vista y veo una cisterna grande incinerada en la autopista. Me dicen que el accidente ocurrió a eso de las cinco de la mañana, que llevaba gas licuado. Se volteó y hubo llamas de gran altura, como una explosión en guerra, me cuentan. El accidente tiene paralizada la autopista Francisco Fajardo. Hay vehículos de auxilio tratando de retirarla del lugar, varios tipos de grúas alargadas desde donde salen tenazas rojas largas de metal, como cangrejos de Alaska gigantes, que tratan de mover el cadáver de chatarra.

Paso Ciudad Banesco y me enfilo hacia Los Chaguaramos. “¿Por qué con la marcha se siente más libertad que con un largo viaje?”, se pregunta Frédéric Gros en su libro Andar. Estoy en la solitaria acera de la Universidad Bolivariana, parece un camino que pudiera llevar a alguna perdición o desvanecimiento. Son cosas que se presienten en el ambiente y la visual. Aun así, continúo. En un quiosco que está cerrado leo esta nota: “Somos la alegría en tremenda lucha contra la tristeza”. Del otro lado se oye el traqueteo constante de alguna falla constructiva o remiendo de la autopista Francisco Fajardo: ta, tlac, ta tlac, ta tlac, con cada carro que pasa, como el sonido de un monstruo invisible que se aproxima.

Giro en la avenida Ciencias. Enfrente de una panadería descubro una placa que dice: “Enemigos del pueblo pretendieron silenciar la verdad cuando asesinaron a Danilo Anderson. Pero la explosión que lo mató retumbó en el corazón y la conciencia de los venezolanos para recordarles cuánto queda por hacer. Gobierno y pueblo bolivariano honran la memoria del Fiscal Valiente”. La placa está hecha en mármol, lo que de por sí da un aire mortuorio y contrastante en plena calle comercial.

Al regreso camino a orillas del Guaire. Una garza, teñida de marrón por sus baños en el río contaminado, posa para mí. Le tomo una foto. Allí se queda, como pensativa, mientras me alejo en la distancia. Hay restos de ramas y un árbol entero caído. Anoche llovió muy fuerte. A las tres de la mañana sonó un trueno tan duro que pensé que había estallado alguna estación eléctrica o que había comenzado alguna acción militar.

Paso por un mural que honra a grandes hombres de la historia que dan nombre a las avenidas y calles de Bello Monte: Chopin, Miguel Ángel, Newton, Beethoven, Cervantes. En todos hay dibujos elocuentes y citas seleccionadas. La de Don Quijote dice: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. El caminar y el andar, lo que he estado haciendo estos meses de cuarentena en mi ciudad natal.

Algunos zamuros sobrevuelan cerca de unos postes de electricidad. Casi al llegar a la entrada de Bello Monte un letrero con la cara de Maduro y la leyenda: “Tu luto es mi carnaval”. Entiendo que es como si Maduro dijera esas palabras hacia un segmento de la población. También puede pensarse que el grafitero quiere decir que las penas de Maduro serían la alegría del que escribe la frase.

Cruzo la calle hacia El Rosal. Enfrente de la sede de Seguros Horizonte varias personas esperan. Llegan con un papel y les toman los datos. Tienen la mirada del hambre pintada y algunos, me atrevo a decir solo por intuición facial y por sus gestos, de oportunismo. Desde adentro traen bolsas CLAP que contienen varios paquetes de arroz, harina y pasta. Delante mío un señor va sacando uno por uno y exclama: “¡Ya ni aceite dan!”

El Rosal está invadido por edificios del gobierno, bancos, ministerios, es la toma del este. Edificios de lujo que son ocupados con propósitos revolucionarios. A diferencia de Las Mercedes aquí no hay ruina, mudaron las sedes de algunos bancos y ministerios hacia los centros de poder identificados con la oposición o con el tejido empresarial. Han expropiado, confiscado y asediado. Dos soldados con armas de guerra custodian el moderno edificio de DirectTv de pálidos y amarillentos cristales. En varios recorridos por Caracas me he cansado de ver los edificios de la Misión Vivienda con sus fachadas plagadas de antenas de DirectTv, ahora inútiles, testimonio de la censura y la impotencia.

¿Qué hace la sede del Banco de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana en El Rosal?, debería estar en Fuerte Tiuna. Dentro de los edificios tomados por la revolución el que más me desconcierta es el Edificio Platinum, sede del Ministerio Popular del Servicio Penitenciario. A lo largo de toda su extensión grande y como de media luna, las modernas ventanas plateadas están agujereadas por múltiples impactos de balas de alta potencia. Eso ha estado así desde hace meses (quizás años, no lo sé). Me parece de una realidad cruel y macabra que una sede de oficinas de prisiones en El Rosal esté llena de disparos, como un cuerpo acribillado por todos lados al tratar de fugarse de una cárcel.

La ciudad ha sido tomada, sin mencionar la metamorfosis ideológico-simbológica-armada del centro de Caracas: los edificios de la Misión Vivienda anclados en distintas urbanizaciones, los capitales de los plugged-in que han invertido en el lujo de Las Mercedes y los edificios del gobierno que se han   instalado en El Rosal. Son los nuevos paradigmas de vida, entre el esplendor materialista y la ruina, la invasión consumada. Thoreau, en su obra Caminar, nos dice: “Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún Pedro el Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos de las manos de los infieles esta Tierra Santa”. Soy Pedro El Ermitaño, reconquistando en tiempos de pandemia mi ciudad mutada, sembrando banderas invisibles a lo largo del camino.


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