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No morirá jamás nuestra ciudad por voluntad de Zeus
ni por decreto de los dioses inmortales y felices,
pues la magnánima hija del padre fuerte la guarda,
Palas Atenea, cubriéndola con sus manos.
Solón de Atenas, Eunomía
En el primer piso del Museo de la Acrópolis, en un rincón bastante modesto tras el llamado “bosque de las esculturas”, se exhibe una pequeña imagen de solo 48 cms. de alto, un pequeño relieve en mármol que muestra una figura bastante excepcional. Allí se representa a Atenea en posición inusual, digamos, impropia de una diosa, o al menos en nuestro concepto. Está vestida con su típico peplo, con casco de guerra y lanza, como diosa guerrera que es, pero lo llamativo es su actitud, entre pensativa y triste, más bien preocupada, compungida. Su rostro bellísimo se muestra cabizbajo, afligido, la mirada fija en una pequeña estela de mármol que se encuentra frente a ella.
Su actitud no es el de la diosa altiva y triunfal que tenía la gran estatua “crisoelefantina” (marfil y oro) puesta al centro del Partenón, según cuenta Pausanias. Tampoco la soberbia Atenea “Prómakhos” de quince metros en bronce con que se topaba el asombrado peregrino nomás franquear los Propíleos, las monumentales puertas de la Acrópolis. Allí se alzaba imponente, “armada de todas sus armas”, como diría después Cervantes, blandiendo la larga lanza y sosteniendo el escudo en actitud guerrera, tremolantes las crines del casco por la brisa del Ática. Aquí no. En esta pequeña estela la diosa recuesta el cuerpo robusto sobre la lanza clavada en la tierra. La sostiene con una mano mientras la otra reposa en la cintura, los pies delicadísimos están descalzos y el pelo recogido bajo el casco corintio. Todo se ve al detalle. Pero sobre todo la expresión, el gesto triste de los labios silentes y la mirada gacha, fija en la pequeña estela que está en el suelo.
¿Qué mira tan fijamente la diosa? ¿Qué le produce tanta tristeza y preocupación? ¿En qué piensa tanto Atenea? Por años los estudiosos han intentado dilucidar el secreto, pero no es posible leer la estela bajo la mirada de la diosa. Todo ha sido conjeturas. Unos dicen que contiene una lista de los tesoros incautados a los enemigos de Atenas en las tantas guerras en las que venció, y que se guardaban en la Acrópolis según práctica ancestral. Imposible. Si así fuera, no tuviera esa actitud tan compungida. Otros dicen que la diosa lee la lista de los jóvenes atenienses caídos en la guerra contra los persas. Quizás. Otros, que la diosa no lee nada, simplemente clava la mirada en el piso, preocupada por el destino de la ciudad, cavilando cómo salvarla de sus enemigos y de sí misma, en fin, pensando. De allí el nombre con que se conoce la pequeña escultura.
Desde mis lejanos días de estudiante de arte clásico esta imagen me ha conmovido, y por qué no decirlo, me ha perturbado un poco. No fueron pocas las tardes que pasé sentado a sus pies (convenientemente han puesto un pequeño banco frente a ella), contemplándola. Pienso que los estudiosos no se han ocupado, no le han prestado la atención que deberían. La idea de un dios triste y preocupado por su ciudad y por sus habitantes no puede estar más lejos del concepto que los cristianos tenemos de Dios y la divinidad. Pienso, por ejemplo, en Nuestra Señora de Caracas, que se remonta a finales del siglo XVIII. Allí se puede ver a la Virgen flotando entre las nubes y rodeada de ángeles y querubines, reinando sobre una Caracas colonial que se reconoce por sus iglesias, sus calles rectas y sus techos rojos. Todo está envuelto en una calma refulgente y una placidez celestial. Allí también María mira hacia abajo, pero su actitud es muy otra. Observa desde el cielo, majestuosa y amorosa pero también lejana, a sus devotos hijos y la ciudad sobre la que reina. Ni un rastro de tristeza o preocupación, solo una paz imperturbable y una impenetrable dulzura.
La Atenea pensativa fue esculpida hacia el año 460 a.C., veinte años después de que los atenienses vencieran a los persas en Maratón y Salamina y treinta años antes de que estallara la Guerra del Peloponeso, que puso fin a la hegemonía imperial de Atenas. Tampoco yo sé si la diosa está triste por los jóvenes que murieron en la guerra o si se preocupa más bien por el futuro de la ciudad. Lo que sé es que la imagen me evoca un tiempo ingenuo y feliz en que creíamos que los dioses se entristecían por nuestras desgracias y se preocupaban por nuestro destino.
Mariano Nava Contreras
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