Fotografía de Hernán Piñera | Flickr
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El pecado de la lujuria hace que los cristianos vayan al infierno por carretadas, según la ortodoxia católica. De allí la advertencia de la cátedra religiosa del período colonial sobre la necesidad de evitar la actividad sexual ilícita, es decir, la que sucede fuera del sacramento del matrimonio; pero también sobre la obligación que tienen los eclesiásticos de perseguir unas faltas tan peligrosas y habituales. Como los hombres son de pasta débil, esto es, proclives a los placeres del sexo, corresponde a los confesores ocuparse no solo de reconvenirlos por los yerros que cometen, sino también de seguir la pista de esas infracciones como si estuvieran ante la persecución de crímenes terribles.
De allí la publicación de métodos para el descubrimiento de los delitos de fornicación, que consisten o consistían en la enseñanza de los pasos que deben o debían seguir los confesores para su exploración exhaustiva. No sé si fui objeto de sus pesquisas en mis turnos juveniles de penitente, pero las estudié en un libro publicado por Alfa en 1993 –Ventaneras y castas, diabólicas y honestas– al que acudo ahora para relacionar a los lectores de Prodavinci con uno de los instructivos de averiguación de culpas que fue de uso corriente en nuestros tiempos coloniales. Se trata de Prácticas del confesionario y explicación de las sesenta y cinco proposiciones condenadas por la Santidad de N. SS. P. Inocencio XI, escrito por el padre Jaime Corella y publicado en Madrid en 1751, con cuyo contenido se trabajaba en el oratorio caraqueño de San Felipe Neri.
Los clérigos utilizan entonces el confesionario como oficina para detener la influencia de un mal que no puede evitar la debilidad de las criaturas de Dios. Pero no se trata de una oficina cualquiera, sino de una comisaría pertinaz que realiza interrogatorios despiadados para los cuales se instruye meticulosamente al interrogador. Si seguían las fórmulas del padre Corella podían llegar a secretos y conductas que nadie, ni entonces ni después, desembucha sin presiones. Así encontramos en el ejemplar de Corella una elocuente manera de ilustrar el método de topar con pensamientos inhonestos:
Confesor: ¿Cuántos pensamientos inhonestos habrán sido?
Penitente: Padre, hanme ocurrido tantos, que no será fácil pueda decir los que habré consentido.
C: ¿Cuántos tendría cada día, un día con otro, poco más, o poco menos?
P: Tendría cada hora tres, o cuatro, poco más, o menos.
C: ¿Y de ellos tres, o cuatro, cuantos serían los concebidos plenamente, con plena advertencia?
P: Serían cada hora uno, una hora con otra.
El interrogatorio pretende desembocar en la precisión de un inventario de las inclinaciones lujuriosas medianas o completas que pudieran pasar por la cabeza del penitente, es decir, de simples intenciones o deseos que no se traducen necesariamente en hechos cumplidos. Pero cuando el pecador pasa de la fantasía a la realidad la inspección es más acuciosa. Es lo que sucede en casos de adulterio, sobre los cuales deben enfocarse los sabuesos de acuerdo con la meticulosidad que ordena el padre Corella.
C: Y dígame, demás de los actos, ¿tuvo V.M., con esta persona, ósculos y tactos impúdicos?
P: Sí, Padre, siempre que tenía acceso a ella.
C: No pregunto de estos, porque los tactos y ósculos ante o post copulam son concomitentes a ella, y no añaden distinto pecado. Solo pregunto, si en ocasiones distintas de los actos tuvo V.M. estos tactos y ósculos.
P: Sí, Padre, muchas veces.
C: ¿Y entonces, deseaba V.M. el acceso?
P: Sí, Padre, y por no haber oportunidad no llegaba a ello.
C: Pues ya en su deseo cometía V.M. adulterio. ¿Y en esos tactos tenía V.M, polución?
P: Sí, Padre, las más veces.
C: ¿Y cuántas veces sería con polución, y cuántas sin ella?
P: Padre, en estos tres años muchas, y yo no me podré acordar.
C: ¿Y podrá acordarse cuántos actos tendría con la tal persona?
P: Padre, cierto que no es posible.
C: Y dígame, estando a solas, ¿solía acordarse de las torpezas que cometió con esa mujer?
P: Sí, Padre, muchas veces.
C: ¿Y era con polución?
P: Padre, algunas veces.
C: Y dígame V.M., que cuando usaba su propia mujer del matrimonio, ¿solía acordarse de la otra?
P: Sí, Padre, muchas veces.
La inquisición es todavía más prolija, más invasiva, pero el fragmento basta para calcular las barreras de la intimidad que debe superar el confesor para evitar que el lujurioso pierda su alma. Pero, si les parece que el padre Corella ha estado descomedido en su papel de entrenador de cazadores, quizá cambien de opinión al ver cómo otro famoso instructor de la época, el padre Manuel de Arciniegas, pretende luchar contra las ocasiones de la masturbación. En su Método práctico de hacer fructuosamente confesión general de muchos años, editado en 1785, quiere que los confesores se manejen así frente al «vicio solitario»:
P: Padre, yo me acuso que he tenido muchas poluciones voluntarias, desde edad de catorce años a esta parte.
C: ¿Y pensaba V.M. en alguna mujer entonces?
P: Sí, Padre, en casadas y en solteras pensaba.
C: ¿Era alguna de ellas pariente de V.M.?
P: Sí, Padre, una era prima carnal mía, y algunas veces me acordaba de mi mujer.
C: ¿Y puede V.M. decir el número de las veces que tuvo esas poluciones? ¿Con qué frecuencia cometía V.M. ese pecado en tiempo que era soltero?
El puntilloso Arciniegas tiene otras sugerencias para el descubrimiento de las impudicias, las chanzas, el tangere corpus earum supra vestes y los «tratos indecentes en el matrimonio», pero con las mostradas basta para que los lectores calculen los excesos de su vocación detectivesca.
Los penitentes sometidos a los interrogatorios dirigidos por los expertos Corella y Arciniegas se debieron sentir excesivamente presionados, orientados a la fuerza por mandato celestial y por inflexibilidad clerical a actuar a solas o en compañía, en pensamiento y en obra, con justificada prevención. De acuerdo con las exigencias de la ortodoxia, debían calibrar la estatura de sus yerros y la suerte del destinatario de su lascivia por los riesgos de los que eran, a la vez, agentes y víctimas. Si debían topar con un minucioso policía cuando procuraban la gracia de Dios, si existían especialistas en el arte de descubrir cachondos, se debían sentir como actores de torvos pasos de los cuales tendrían que dar cuentas en el Juicio Final.
Menudo desafío que ya no nos incumbe, se supone, porque la madre Iglesia calcula hoy con balanza diversa el peso de la carne; pero también posibilidad de pensar en cómo la lujuria no solo habitaba entonces la piel de los penitentes, sino también los requerimientos de quienes la perseguían en los manuales para confesores. Debido a su pormenorizada forma de pescarla, no solo debieron tener de ella un saber libresco.
Elías Pino Iturrieta
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