Modern Love

El amor que me llevó a dejar de beber

Fotografía de Tobias Hase / dpa / AFP

27/04/2018

Siempre dije que solo volvería a beber si a Sarah le daba cáncer, lo cual era mi manera de decir que jamás lo volvería a hacer. La posibilidad de que le pasara cualquier desgracia me parecía remota y a décadas de distancia.

Imaginen mi sorpresa cuando, seis semanas después de habernos casado, me llamó al trabajo para decir: “El médico encontró algo”.

El estrépito del mediodía en el centro de la ciudad ahogó sus palabras. Un análisis de rutina una semana antes había revelado un tumor y los resultados de su mamografía habían sido tan preocupantes que el médico la llamó por teléfono de inmediato.

Salí de mi oficina para reunirme con ella, sin saber qué esperar. Algunas personas irradian resiliencia y fortaleza en medio de la adversidad. No soy una de ellas. Lo primero que vino a mi mente fue una muerte certera e inmediata, seguida de una canción emotiva mientras revivía las escenas de nuestros mejores momentos. En vez de llamar a mi amigo médico más inteligente y preguntarle qué hacer, comencé a escribir la elegía.

Sarah y yo nos vimos afuera de una iglesia en la Quinta Avenida. En sus ojos pude ver una determinación de acero.

“Le envié un correo a mi jefe e iré a Alemania mañana como estaba planeado”, me dijo. “Sigue en pie lo de que me alcances en Italia”.

Nuestra luna de miel en Venecia estaba a dos días. Habíamos planeado que coincidiera con uno de sus viajes de trabajo; ella llegaría primero y yo tomaría un vuelo nocturno dos días después. Incluso antes de tener la confirmación de que era cáncer, ya lo sabíamos, y de inmediato comencé a pensar en un trago. Era una referencia a la que nunca quise llegar, pero ahora ahí estaba.

Sarah y yo nos conocimos en una cita a ciegas. Estaba en Nueva York por trabajo y, en una de mis reuniones, un hombre al que apenas conocía me preguntó si estaba saliendo con alguien. Él estaba a punto de casarse y yo no quería que la conversación se convirtiera en una de esas en las que la persona feliz le asegura a la soltera: “Aún hay esperanzas para ti”.

Mi explicación le interesó poco (“Sí, estoy soltera, ¡pero me siento plena!”) y lo que llamó su atención fue que lo confirmé: sí, era una mujer totalmente soltera.

“Quiero que conozcas a una amiga”, me dijo. “Creo que se llevarían bien”. De inmediato organizó que nos conociéramos ese día.

Más tarde entré a un bar cerca de Central Park y me sorprendió ver a una mujer hermosa, perfectamente bien maquillada y peinada, esperando en la barra. Imposible que ella fuera mi cita. La mitad de mi cerebro no podía creerlo; yo era alguien que todavía tenía grasa acumulada como los cachetes de un bebé, excepto que para nada algo bonito como los cachetes de un bebé.

Hay algo importante que debes saber sobre mí: no me suelen presentar a mujeres hermosas. Mis incursiones en las citas a ciegas no habían sido muchas más que la de un amigo que me presentó a las únicas dos mujeres lesbianas que conocía. Una vez incluso me organizaron una cita con un hombre homosexual.

Ella pidió agua mineral con un toque de arándano. Yo pedí vino. Dos veces. La primera pregunta que me hizo fue por qué me había mudado de Nueva York y por algún motivo la respuesta que salió fue: “Por amor, pero no un gran amor, porque menos de un año después me botaron mientras estaba desnuda”.

Se mantuvo callada y caí en cuenta de que ambas estábamos pensando en cómo fue la escena de mi rompimiento mientras estaba desnuda.

“Subarriendo un lugar en Long Island City”, por fin dijo. “Y a veces hago todas mis compras en las tiendas de autoservicio en gasolineras”.

Eran tan gentil como hermosa. A mí me habían botado desnuda, pero al menos hacía mis compras en un supermercado formal.

Nos fuimos del lugar después de una hora y yo me dirigí al norte de la ciudad en aquellos trayectos de noche neoyorquina que me hacía extrañar tanto estar en medio de esa urbe. Supuse que no teníamos mucho futuro juntas: había entre nosotras diez años de diferencia, no compartíamos pasatiempos y a mí me gustaba beber. ¿Qué podría tener de divertido estar sobria?

Unas semanas después de empezar a cortejarnos —algo que comenzó principalmente porque seguimos respondiendo los correos que nos enviábamos—, estábamos caminando por el mercado de Chelsea. Nuestras manos se rozaron y, cuando levanté la mirada y vi su nuca, tuve el presentimiento de que la amaría. No en ese momento, todavía no, pero supe por la manera en que cambian las estaciones que la amaría antes de que terminara esa.

Desde el principio le pregunté por qué había dejado de beber y ella me dijo que el alcohol la hacía sentir como si todos a su alrededor se hubieran subido a un tren en movimiento mientras ella se quedaba afuera viendo cómo pasaba la gente lentamente por donde estaba.

Hice un recuento mental de mi vida: una nueva relación, amigos maravillosos, un empleo gratificante. La bebida no me había dejado fuera del tren. Mi corazón exhaló; quizá estaba a salvo.

Unos meses después salí de noche, animada por una sed de sentirme parte de algún lugar, y caminé tambaleándome hasta el baño. El espejo me mostró mi imagen y de pronto estaba entrecerrando los ojos para ver mi reflejo, intentando averiguar cómo podía estar tan locamente enamorada de alguien a la vez que sabía que si cualquier otra mujer con la que estaba bebiendo en ese bar daba un paso, yo daría el siguiente.

A la mañana siguiente llamé a Sarah. “No tengo una relación sana con el alcohol”, le dije, arrepentida de haberlo dicho en voz alta porque sabía que ella jamás olvidaría esa frase. Lo supe: si bebía, sería infiel y ella me dejaría. Ella tenía las herramientas y la presencia para seguir adelante; yo no. Ella sería la mujer que se me habría escapado.

Así que dejé de beber y mi vida progresó a un ritmo increíble: me mudé, tuve un cambio en mi carrera, vivía con alguien, hubo otro cambio en mi carrera, me comprometí, compré una casa, me casé. También experimenté desafíos profesionales, políticas familiares detestables, ansiedad financiera, ansiedad real y, ahora, cáncer.

Dos días después me senté en la sala de espera, viendo a los otros viajeros, el reloj, mi celular y mi agua mineral. Un hombre con sombrero estaba bebiendo un licor marrón en las rocas; una mujer manchaba con pintura labial lo que parecía ser una copa de vino con soda. Un niño pequeño veía a sus padres bebiendo; sus ojos iban del vino tinto de su madre a la cerveza de su padre y su cabeza se movía ligeramente entre ambos. Vi a una joven pareja —¿también estarían de luna de miel?— que brindaba con copas de champaña. Miré mi agua mineral. El hielo ya estaba casi derretido.

Si bebía en este momento, ¿podría retomar mi vida? ¿Sarah y yo podríamos volver a aquel primer verano, cuando todo aún era una posibilidad? Me imaginé el chardonnay frío dejando una huella en cada célula de mi garganta mientras me pasaba el trago. Mi espalda se relajaría, mis ideas se nublarían de la mejor manera.

Podría llamar a un viejo amigo y charlar de chismes insulsos mientras esperaba el momento de abordar. El cantinero no dudaría en servirme un trago para el camino. La azafata tampoco lo haría cuando le preguntara si podía beber tanto vino blanco como tinto con la cena. Sarah jamás lo sabría. Nadie se enteraría.

Solo que yo sí lo sabría. Lo que más apreciaba de nuestra relación era que Sarah sabía todo sobre mí, y aun así me amaba. Si bebía, ese secreto sería el primer ladrillo del muro que nos separaría.

De pronto, sentí como si estuviera de regreso en ese baño, entrecerrando los ojos. No solo se trataba de mi vida. Ahora teníamos una vida juntas y la única manera en que sería la esposa que ella necesitaba era si vivía en el presente. No es posible viajar al pasado ni deshacerte de tu conciencia. La honestidad es lineal.

Pensé en esa noche que estaba en el baño y pensé en lo asustada que estaba de que Sarah pudiera estar muy enferma. Para mí, refugiarme en el trago sería igual a abandonarla.

Vi cómo se construía el muro, ladrillo por ladrillo. Mi estómago se encogió con la idea de ver a Sarah sentada en la silla del médico, preguntándose adónde me habría ido yo. Pensé en los siguientes meses, cuando nos devolvieran los resultados que revelaran que necesitaría cirugía, quimioterapia y radiación, ninguna de nosotras con la certeza de que lo superaría y estaría bien.

Todo lo que podía ver era a Sarah tomando mi mano… y ahí estaría yo, con mis secretos guardados, navegando una cueva oscura deseando haber elegido un mejor camino.

Una voz ruidosa y áspera de mujer anunció que había comenzado el abordaje de mi vuelo.

No quería escapar, sin importar lo que deparara el futuro. El vuelo no tuvo nada de especial: vi una película, dormí, ignoré la carta de vinos a la hora de la cena. Y en la mañana, Sarah estaba esperándome en la zona de llegadas del aeropuerto en Milán, con un capuchino y un cruasán en mano.

***


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