Una rara convivencia

Fotografía de Federico Parra | AFP

22/04/2023

Atravieso El Rosal y sigo hacia Bello Monte. Los domingos son días muertos y se nota mucho más en las calles desoladas. Cruzo hacia los puentes gemelos, tomo una foto del Guaire y paso debajo de la autopista para cruzar hacia el Centro Comercial El Recreo donde hay, por contraste, una multitudinaria clase de Fit Combat en su plaza central. Todos los negocios están abiertos. A la salida veo un puesto de promoción de una de las dos compañías de Uber venezolanas, un nuevo emprendimiento, como también lo puede ser el sistema ofrecido por una empresa privada que suple deficiencias del transporte público o el centro clínico de moda con operaciones a bajo costo en relación con otras clínicas. Cruzo hacia el bulevar de Sabana Grande. Todas los negocios están abiertos y hay mucha gente caminando. Desde los establecimientos llaman a comprar productos:

‒Zapatos deportivos para damas y caballeros a partir de diez dólares. También tenemos zapatos de marca, diferentes modelos a partir de veinte dólares.

‒Pantalones para damas y caballeros a partir de quince dólares. Estamos de oferta. Acérquese sin compromiso. No le dé pena. No camine mucho. Pase adelante.

El jolgorio de voces dolarizadas, la cara de George Washington en los billetes hace cortocircuito con los símbolos y rostros de la revolución que se ven a lo largo del bulevar. Hay varios puestos móviles de medicinas dentro de lo que parecen contenedores. Uno de los puestos tiene el lema «Farmacia Guardianes de la Patria», como si vender medicinas requiriese una labor de vigilancia fronteriza. En otro puesto hay dos empleados aburridos, cada uno en una ventanilla, y en medio una torre de medicinas. Les pido permiso para tomar una foto y muestran cara de indiferencia. Al final del bulevar la entropía tropical llega a un punto fellinesco en un puesto de venta de barquillas con música circense y su mensaje que se repite como un mecanismo de tortura: “Tenemos todos los sabores. Barquillones y megabarquillones a un dólar. Acércate… Tenemos todos los sabores. Barquillones y megabarquillones a un dólar. Acércate… Tenemos todos los sabores. Barquillones y megabarquillones a un dólar. Acércate…”. Un poco más adelante, en Plaza Chacaíto, una mujer sostiene un fajo enorme de billetes y vocifera: “Compro un dólar… compro un dólar… compro un dólar”. Como la canción de Desorden Público cuya primera estrofa dice:

Llora por un dólar
Triste pasas la vida, llorar, llorar
Llora por un dólar
Por tu pobre economía que está tan mal

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Fotografía de Yuri Cortez | AFP

Cuando iba al mercado no dejaba de sorprenderme lo vacío que lo encontraba, incluso mucho más que durante la pandemia. Tengo la impresión de que, como antes se fijaban los montos en bolívares y era natural subirlos constantemente para tratar de acercarse a los topes de la inflación, quedó sembrada la mentalidad de ajuste de precios, que en el caso de los precios en dólares no tiene asidero. La brecha abismal entre los salarios e ingresos de la gente y los costos ofertados a la tasa del dólar que establece a diario el Banco Central limita el acceso de los productos a la mayoría de la población. Me iba al mercado con una lista y cuando llegaba a la sección de verduras me ponía nervioso. Las verduras para mí son una abstracción, me cuesta distinguirlas. Más allá de eso padecía las delgadísimas bolsas plásticas frotándolas con las manos a ver si abrían con el calor corporal, sacudiéndolas hasta que, de tanto intentos y esfuerzos, lograba separar un pedacito que me servía para colocar, al fin, el producto. Algo tan sutil como la dificultad para abrir una bolsa de plástico resulta espejo de otras dificultades de mayor envergadura. 

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Uno anda en carro por las calles de Caracas como montado en una máquina vibradora. Desde la mitad de la avenida principal de Las Mercedes ‒donde impera el lujo de las nuevas fortunas transmutadas en edificios híper modernos‒ hasta cualquier calle de la ciudad en sus distintas urbanizaciones. ¿Por dónde circularán los Ferrari en Venezuela? Hacia finales de 2022 se habían registrado oficialmente diecinueve de esos autos vendidos solo ese año, cifra que supera a la de Brasil. ¿La pregunta crucial es de qué sirve tener un Ferrari en calles plagadas de huecos e irregularidades, calles que ocasionan vibración en los vehículos y sacuden la espalda baja? En el mismo sentido, para qué un casino en el hotel Humboldt, luego trasladado a Las Mercedes, para dilapidar miles de dólares, por solo citar otro signo de ostentación; lo cual plantea un contraste dramático con los deprimidos salarios de la gran mayoría de la población. Contrastes que también se notan en los conciertos anunciados.

Una de las supuestas señales de reactivación del país es el regreso de algunos artistas a escenarios como el teatro Teresa Carreño, el Poliedro, la concha acústica de Bello Monte, la terraza del Centro Ciudad Comercial Tamanaco. Veo afiches que cuelgan de postes en la autopista: Call the Police, una agrupación que toca canciones de The Police, con uno de los miembros originales, el guitarrista Andy Summers, junto con el baterista de Os Paralamas do Sucesso y el cantante Rodrigo Santos. Llama a la policía. Llamar a la policía en Caracas pudiera sonar como un acto de fe u optimismo.

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El espectro del comandante ‒a diez años de su muerte‒ seguía encadenado en varias emisoras el domingo en las mañanas. Oigo algunas partes de las viejas grabaciones de Aló Presidente mientras conduzco: “La igualdad de oportunidades es el planteamiento clásico de la injusticia”, cosas así. No solo retransmiten episodios del programa, sino que se utiliza su voz dentro del contexto de ideas y planes que desean propulsar desde el Gobierno y que propagan en radio y televisoras. Desde oír lo que pensaba Chávez sobre el día de la juventud pasando, en una de las tantas emisoras del Gobierno o plegadas a su influencia, por una canción electrónica con un beat sabroso (como para una clase de spinning) hasta crear suspenso en el desenlace de la pieza al entrar imponente la voz: “¡AQUÍ ESTÁ CHÁVEZ, DE NUEVO!, junto al pueblo”. Continúa el beat y se acopla la trompeta con la melodía que se usa para despertar a los cadetes en la madrugada.

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Ana ha mejorado en el transcurso de los días de encierro por el covid. Debido a un cuadro de bronquitis y un valor muy elevado en los neutrófilos, comienza a tomar esteroides por orden de un inmunólogo. Los neutrófilos son parte de los glóbulos blancos; son buenos, pero, fatigados por la pelea, se confunden y empiezan a atacar al cuerpo. He allí un punto sensible en el desarrollo de algunos casos de covid en el que hay que afrontarlo con artillería pesada para que no produzca mayores consecuencias y evitar secuelas. Al tomar esteroides se logra neutralizar la confusión del cuerpo. Los neutrófilos van abandonando su otredad confusa para volver a ser buenos soldados. En su afán de evitar que los demás nos contagiáramos, Ana decide inyectarse ella misma las dosis de esteroides en el muslo; un día una pierna, al día siguiente la otra y así sucesivamente hasta que empezó a reemplazar las inyecciones con pastillas cuya dosis iba reduciendo al pasar los días.

Fotografía de Yuri Cortez | AFP

Del lado de la ventana del cuarto donde está recluida hay una vista angular hacia el este del Ávila, que estos días amanece siempre cubierto de nubes y así continúa durante horas regalando solo ratos despejados de belleza imponente. Qué paradójico viajar miles de kilómetros para visitar a su madre, tenerla en el cuarto de al lado y no poder verla o abrazarla. Le mandamos fotos de Mercedes. Las bromas que depara el destino. Como dice Antonio Tabucchi: «Los eventos acompasan nuestras vidas, pero no se sabe cuándo llegan ni de dónde. La vida es una composición musical que ejecutamos acaso sin conocer la música. No tenemos partitura».

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Durante las semanas que estuve durmiendo en la sala mientras Ana seguía en aislamiento fui atacado, sin misericordia, por los mosquitos. Como debíamos mantener una corriente de ventilación para evitar que Mercedes o alguno de nosotros se contagiara, los mosquitos pasaban a granel por la casa chupando la sangre de sus habitantes. A veces me ponía a cazarlos antes de dormir. En ocasiones reaparecían los vestigios de la picada de pulga que sufrí justo antes del viaje a Caracas, con las tres ronchitas clásicas, sentía picazón en esa zona y, además, en donde los mosquitos me habían atacado, lo que hacía que me despertara en las noches con ganas feroces de rascarme y que suprimía con control mental buda. También abría los ojos, arrancado del sueño, con los ruidos, las voces, la música y el televisor encendido cuando llegaban los escoltas que pernoctaban en el apartamento al lado del nuestro. Me decían que su jefe se quedaba en el edificio contiguo. Una vez los vi llegar con sus morrales como en una misión de varios días en una zoma campestre. A lo que se agregaba el zumbido de los carros de la avenida Libertador y las rumbas cercanas determinados días. La música se colaba como para hacer fiesta del banquete que se daban los mosquitos con mi sangre. Sangre roja que veía en su cuerpo cuando los liquidaba.

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Desde hace semanas el cielo se cubre por las mañanas: amanece nublado. La grisura varía de tonalidades entre las que, por algunos sectores, se cuela la luminosidad oculta por el manto oscuro de nubes. Algunos pedazos de luz caen sobre las torres de transmisión radioeléctrica del Ávila, clavadas como en dos líneas simétricas a lo largo de la montaña. El mantra de los carros de la Libertador nunca cesa en la noche, pero se anima a medida que levanta el día. El verde variopinto de los árboles del paisaje se planta con autoridad. Si quitáramos los edificios se podría pensar que estamos en una zona virgen agregado el vuelo prehistórico de las guacamayas, cónsonas con el estruendo caribeño. Venezuela llegó a la final de la Serie del Caribe, pero no le ganó a República Dominicana. En este caso lo importante no era competir y llegar lejos sino ganar, inyectar ánimo a una población llena de carencias.

Me dispongo a resolver asuntos, como lo hago cada mañana luego de dedicarle tiempo a la escritura de las crónicas de este regreso a Caracas; la anterior, «La broma infinita», y esta, «Una rara convivencia».

Ana da negativo en covid luego de dos semanas.

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Me acerco al Saime de las Mercedes para averiguar el procedimiento de renovación de la cédula de identidad. Cruzo la calle y entro a Paseo Las Mercedes. Mi primera sorpresa ‒grata‒ fue ver abierta la librería Alejandría. Una vez dentro entendí que estarían allí un par de meses más y que luego su fondo, de unos seis mil libros, se vendería en línea. Me dio gusto ver un par de títulos míos; uno de ellos, El hombre azul, con diez ejemplares en venta. Me llevé La correspodencia de Fradique Mendes, de Eça de Queirós, con la torre de Belem en la portada. Les deseé buena suerte a las amables libreras y respondieron “amén”.

Luego fui a la librería El Buscón con la esperanza de encontrarme con Katyna. Las escasas librerías venezolanas que quedan en pie y su acto de resiliencia es admirable. Lo que me impresionó fue ver la cantidad de negocios y tiendas cerradas, como me parecía además que era la situación en la mayoría de los centros comerciales de la ciudad, salvo los muy de moda. La imagen que más me impactó, y creo que una de las más fuertes de este regreso, fue ver el lobby del hotel Paseo Las Mercedes cerrado y vacío por dentro. Las sillas y sofás parecían testigos o víctimas de lo que allí había ocurrido. En la puerta tenía dos calcomanías: una con fecha 6 de enero de 2020: cierre del Seniat, y otra de la ONCDOFT, que no conocía, pero que significa Oficina Nacional Contra la Delincuencia Organizada y Financiamiento al Terrorismo. ¿Terrorismo? La soledad perdida del lobby, con sus muebles abandonados y sin un alma visible; en una esquina detrás de los vidrios ‒porque se puede ver todo hacia adentro‒ habían dejado sobre una mesita una cruz de madera, como de medio metro, de la que colgaba un cristo anémico que parecía de porcelana blanca. Esa imagen me pareció que resumía lo que habíamos vivido durante años: el Cristo esquinero viendo hacia afuera desde dentro del lobby fantasma.

Salgo del estacionamiento luego de una larga espera debido a que una señora no hallaba la forma de pagar el importe del tique. Enciendo la radio. Aunque soy roquero ‒me gusta la música metal, industrial, el rock progresivo y la música electrónica‒, una canción latina me toma por el cuello. Es la historia de un hombre que migra y no puede regresar a su tierra. La canta un tal Alberto Cortez, que nunca había oído. Estas son unas estrofas:

El abuelo un día cuando era muy joven,
allá en su Galicia
miró el horizonte
y pensó que otras sendas tal vez existían
y al viento del norte que era un viejo amigo,
le habló de su prisa
le mostró sus manos,
que mansas y fuertes estaban vacías
y el viento le dijo:
Construye tu vida detrás de los mares,
allende Galicia.

Y el abuelo un día
en un viejo barco se marchó de España
el abuelo un día como tantos otros,
con tanta esperanza
la imagen querida de su vieja aldea
y de sus montañas
se llevó grabada muy dentro del alma,
cuando el viejo barco lo alejó de España.

(…)

Y el abuelo un día,
cuando era muy viejo, allende Galicia
me tomó la mano,
y yo me di cuenta que ya se moría
entonces me dijo,
con muy pocas fuerzas y con menos prisa
prométeme hijo que a la vieja aldea
irás algún día
que al viento del norte,
dirás que su amigo,
a una nueva tierra le entregó la vida.

(Como nuestra historia de migración venezolana).

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Los semáforos de la ciudad siguen siendo una red enigmática. Mucho más ahora que casi todos los pasos peatonales en la zona están dañados. ¿Qué hace el que, como yo, anda más que todo a pie? Tiene que ponerse a ver el o los semáforos para los carros e intentar determinar, por intuición, cuál es el momento de menos peligro para cruzar la calle. El peatón es visto por la mayoría de los conductores como un ciudadano de quinta categoría y no dudan en echarte el carro encima; total, se trata de un pendejo que obstruye la vía. En un par de ocasiones reclamé con las manos ‒sin alzarlas, solo hacia abajo‒ como en señal de asombro cuando los vehículos seguían raudos a pesar de que había señal verde para el paso de peatones. No se comían, se tragaban la luz roja. En una, cuando hice la señal, un hombre sacó una mano agitada que zarandeó, media parte de su cuerpo fuera de la ventana, mientras conducía para escarmentarme, tenía los ojos como lanzas coloradas, con toda la rabia del mundo solo por hacer ese gesto de asombro con mis manos cuando él estaba pasando un semáforo en rojo y era el turno de los de a pie. Todo lo anterior acompañado de gritos.

La segunda vez cuando toca verde peatonal cruzo y una camioneta de vidrios oscuros se me lanza encima. Le hago las mismas señales de asombro, indicando que está en rojo. El hombre enfurecido, que podía ver a través del resplandor de la luz que cruzaba el papel ahumado, me hacía gestos violentos con las manos y con los brazos, como diciendo, chico, tú lo que eres es un pelabolas, peatón de mierda, vete a joder a otro lado. Y así, el tráfico en Caracas, más que nunca, se ha convertido en un territorio sin ley donde todo el mundo hace lo que le da la gana. Indicar cualquier infracción a un conductor salvaje ‒que incluso atenta contra la vida de una persona‒ se transforma en una ofensa personal. ¿Qué hace uno? Se deja de reclamar y se acepta el status quo, como pasa en casi todos los órdenes de la vida en la alterada realidad venezolana. Toca agudizar los instintos, tomar pasos conscientes, avanzar, retroceder, solo guiado por la intuición, en esta tierra de nadie atenazada por la anarquía. Laissez-faire en el sentido autodestructivo de su concepción. A nadie le importa nada.

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Sin embargo, ese a nadie le importa nada contrasta con el hecho de que a menudo te tratan muy bien en distintas transacciones. Me parece que existe una mejoría notable en la concepción del servicio al cliente en los comercios y servicios, un cambio de mentalidad. A veces, cuando debes pedir algo, solucionar un problema, resolver un asunto, te encuentras una horda de ángeles que te ayudan de la mejor manera, que te desean lo mejor, que son creativos y proactivos en la solución de los problemas. Uno se queda atónito porque ese nivel de entrega desinteresada no se ve, que yo sepa, en otros países; entonces todo resulta verdaderamente contrastante: una ciudad ofuscada y violenta que convive con una ciudad amable y educada. Para mi sorpresa la expresión “para servirle” se oía a menudo en los negocios. Una ciudad con manifestaciones de encontrarse en una senda de transformación, con los nuevos emprendimientos ‒no los superficiales de los nuevos ricos, sino los más sólidos y con sentido‒. Todo esto se siente diferente y parece ser el inicio de un cambio de paradigma. Los cambios de paradigma toman años. El infierno convive con el cielo mientras se decide hacia dónde se dirige el país.

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Fotografía de Federico Parra | AFP

Una mañana enfilamos por la autopista Valle-Coche para luego caer en la Intercomunal del Valle hasta llegar al edificio del Saime, que cohabita con el mercado de Cochecito. Conseguimos un estacionamiento donde nos entregan un tique al entrar y que, al salir, se cancela con un dólar o su equivalente en bolívares. Nos estacionamos al lado de varios vehículos completamente destartalados y llenos de pintas de grafitis que hacían juego con el óxido. Back to the future, pensé. Entramos por el mercadito, entre puestos al detal que me recordaron el mercado de Paloquemao de Bogotá. Una sinuosa escalera, con letreros de servicios médicos, nos lleva luego de subir varios pisos a la oficina del Saime donde gestionamos no solo la renovación de las cédulas, sino un viejo problema de Ana. Aparecía como «soltera» en el sistema y su cédula vencida decía «casada». Nos explicaron que eso se debía a que fue emitida en los operativos que se hacían antes, “donde ponían cualquier cosa”. En efecto, la cédula vencida tiene la nota «MM», que es una operación móvil. Tuvimos que regresar para buscar el acta de matrimonio. Ida y vuelta a Coche. La vía de regreso me recordó cuando uno salía de los conciertos en el Poliedro, ahora con la sede del nuevo estadio de béisbol de La Rinconada, cuando nos sentíamos asechados a la salida por algunos habitantes de Las Mayas, cuyo barrio se divisaba en el entorno. Recuerdo el último concierto cuando fuimos a ver Guns & Roses el 27 de marzo de 2010. El caprichoso líder vocalista, Axel Rose, hizo aparición a la una de la mañana tras mantener al público esperando cinco horas. Cuando comenzó el concierto todo el mundo pasó página y se olvidaron las penurias, como suele suceder en tantos ámbitos de la realidad en nuestro país. Salimos de allí a las cuatro de la mañana. Caminamos hasta donde teníamos el carro, en un lugar que casi coincide con la rampa donde ahora girábamos para regresar. Me viene a la cabeza lo aterrorizados que estábamos ese día andando en silencio cuando la madrugada llegaba a su final.

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Lunes de carnaval. Las calles de la ciudad están vacías con pocos carros circulando, resignados o rezagados del jolgorio de las playas y la rumba. Es el carnaval más frío en mucho tiempo. Todo es relativo al lugar en el que uno vive. Frío quiero decir que amanece a unos quince o dieciséis grados, sube paulatinamente hasta su pico de unos veinticinco, para luego descender. El fresco viene acompañado de una empedernida brisa que se instala en las calles y dentro de los apartamentos y casas. Alrededor de los predios del municipio El Hatillo tenemos un reencuentro con algunos amigos del colegio. Una parrilla al aire libre que nos mantuvo con capas de abrigos como si viviéramos en un país frío. Al fondo, la cordillera montañosa en toda su magnitud, despejada y refulgente. En las urbanizaciones impera el silencio. Los que se quedaron andan como metidos en refugios. Eso sí, los sitios de deporte y esparcimiento al aire libre están saturados de gente: La Cota Mil el domingo, el Parque del Este y la subida al Ávila por Sabas Nieves. Algunas imágenes llegan de carnavales ideologizados por el chavismo con su simbología en algunas modestas carrozas. Veo un par de muchachas esperando un autobús en un parada con unos sombreros con cachos de diablo.

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Desciendo al metro como rompiendo una barrera de temor y prejuicios. Había oído que se empezaban a hacer esfuerzos para ordenar su funcionamiento, luego de que el acceso llegara a ser gratis en la tierra del caos. El hecho es que el metro se había convertido en un lugar ideal para un asalto, sufrir percances de distintas índoles, desde la falla de electricidad hasta contagiarte de alguna gripe. Recuerdo cuando usaba el metro hace unos cuantos años para ir a mi primer trabajo en la cancillería venezolana. Lo tomaba en Chacaíto y me bajaba en Capitolio para luego hacer mi entrada en la Casa Amarilla, donde tenía un cargo en la Academia Diplomática Pedro Gual. Desciendo por la escalera y el contraflujo sube por acá mismo ya que la escalera mecánica de ascenso no funciona. Eso parece ser un elemento común en casi cualquier parte: centros comerciales, entradas de algunos edificios de oficinas, el metro, las escaleras mecánicas muertas. Mejor para la salud, supongo. Detrás de los torniquetes hay dos funcionarios con chalecos amarillos. Al lado, un hombre vestido de miliciano, me pareció, o de algún colectivo. Este dominaba la entrada a un torniquete donde, a su voluntad, dejaba pasar a personas de la tercera edad. Le pregunto y me dice: “Tiene que comprar un carnet de cinco viajes que usa cuando quiera”. Hago la fila. Un hombre detrás de mí bebe un jugo y le llaman la atención. Llego a la ventanilla y, con una aparente seguridad, repito las palabras del miliciano. Me dice que son quince bolívares por los cinco viajes. Como todo fue tan rápido, me parece que, además, cobró veinte bolívares por entregarme el carné de plástico T-Ticket Prepago recargable y que se ve más sólido que la licencia de conducir venezolana, que uno ahora imprime en su casa sobre cualquier papel. Arriba y a la izquierda del carné la leyenda de este llamado pasaje digital: «Gran Misión Transporte Venezuela». Supuestamente Maduro otorgó ciento cincuenta millones de dólares para la recuperación de los sistemas e instalaciones del metro y aprobó dieciséis millones de euros para la inversión en rieles. En las cuentas oficiales se lee «#ElMetroRenace».

Antes de entrar otro día al metro plastifico la licencia de conducir con un hombre que lleva una maquinita portátil con un letrero de “pago móvil”. Me cobró un dólar y le pagué con cinco billetes de cinco bolívares que había sacado de un cajero automático. Al pasar los torniquetes había reparaciones de los techos y sistemas de luces. Desciendo a la estación que está un tanto solitaria para encontrarme una buena cantidad de gente en el andén. Los vagones vienen medio llenos. Es mediodía. Alrededor de un veinticinco por ciento de los pasajeros llevaban mascarillas. El aire acondicionado funcionaba bien. Noto algunos letreros que tratan de imponer normas: «La buhonería y la mendicidad están prohibidas en el sistema. No colabore con esas prácticas». «Ingiera sus alimentos y bebidas antes de entrar al Metro, a fin de mantener la higiene y la limpieza». «Absténgase de rayar, pintar o ensuciar nuestras instalaciones y trenes». «Respete las áreas y asientos preferenciales». Todo ello me parece muy bien. Me coloco en una de las puertas para mantener la ventilación cuando se abren. Llevo mi mascarilla N95. En la estación Francisco de Miranda, que es la del Parque del Este, miro desde el vagón y veo un cuadro grande de Miranda y otro cuadro que representa el Arco de Triunfo de París, donde quedó inmortalizado su nombre. Pasa un guardia nacional recorriendo el vagón con su fusil de asalto. Nos detenemos en varias estaciones. El tren va a toda velocidad y ruego en silencio que no ocurra uno de los renombrados cortes de luz en medio del recorrido del metro en el que los pasajeros se ven obligados a abandonar los vagones y caminar por los rieles, como en la historia que narra Krina Ber al inicio de su novela Ficciones asesinas. Nada de eso ocurre y me bajo en la estación pautada. Al descender se juntan tres guardias nacionales con fusiles, cada uno sale de un vagón diferente. Sí pareciera que, lo que fue uno de los más impecables sistemas de metro del mundo al momento de su inauguración en el gobierno de Luis Herrera Campíns en los años ochenta, y que llegó a un punto de deterioro completo en los últimos años, lo estén recuperando. A la salida de la estación hay un camión ambulante de venta de medicinas, con un sello inconexo de la Guardia Nacional. Medicinas de denominación genérica más que todo de origen iraní, turco y de India.

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Camino frente a la iglesia de siempre y veo al señor que cuida los carros a la hora de la misa, un hombre distinguido de cuerpo formido y mirada trasparente. Cuida los carros que llegan a la iglesia, lo hace con gracia, estilo y delicadeza, no como otros parqueros que con su vehemencia confunden incluso hacia donde quieres ir y por segundos tienes que estacionarte sin querer en el lugar desde el que hacen gestos autoritarios. Le pregunto por el hombre con el que he conversado tanto en los distintos regresos a Caracas, un tipo inteligente que cayó en la mendicidad y deambulaba por las calles de Chacao como un espectro. Dentro de su desfase le quedaban brillos de lucidez y, cuando hablaba con él, como una vez que fuimos juntos a la panadería para comprarle un pan o cuando le brindé una cocada cerca del San Ignacio, hablaba de cosas incoherentes pero que sonaban lúcidas, como las de un filósofo:

‒¿Qué es de la vida del amigo? 

‒Se lo llevó la Negra Hipólita.

‒¿La Misión Negra Hipólita?

‒Exactamente. La misión. Así por lo menos ya no está en la calle.

‒Ojalá esté bien cuidado.

‒¿Y tú dónde estabas metido? ¿Fuera del país?

Respondí con una frase ambigua:

‒Voy y vengo.

Detrás de él, recostado en el enrejado de la iglesia, veo a un hombre humilde que sé que se llama como yo: mi mismo nombre y apellido, una vez me enseñó su cédula y yo le mostré la mía. Se dedicaba a armar bicicletas con cables de CANTV y a hacer artesanías con esas bicicletas que vendía. Se la pasaba en la plaza frente a la iglesia. Es un hombre de los Andes, educado y convincente a la hora de la venta. Lo veo apagado, la cara la tenía como si se la hubiera aplastado de lado una plancha, derrotado y con la mirada extraviada.

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La realidad alterada hizo que en este regreso comenzara a ver algunos objetos como algo distinto de lo que son. Las situaciones tan invertidas de lógica lo hacen pensar a uno que pudieran aparecer algunas visiones distorsionadas en sitios inesperados. Un día venía caminando y, desde un colegio, se oía música electrónica a alto volumen y gritos femeninos. Me acerco a la reja del plantel: había un partido de fútbol en el lapso de lo que supongo era el recreo. La mayoría de las chicas estaban apostadas en los pasillos del primer y segundo niveles, como un cuadrilátero sin uno de sus ejes. Dos equipos disputaban en el asfalto del patio un partido con árbitro y todo. La música electrónica seguía a todo volumen. Camino un poco, veo una piedra gigante y pensé que, por su colorido o tamaño, era una lapa o un picure apostado al borde de la acera.

En otra oportunidad, una jarra grande de plástico amarillo para regar matas estaba en una esquina de la casa y por una fracción de segundos pensé que era un pollito gigante. Así me ocurrió con algunos objetos y creo que se debe, como dije, a la permanente realidad alterada donde todo es posible. Algo más normal era ver los zamuros darse vueltas en el patio del edificio como Pedro por su casa.

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Fotografía de Yuri Cortez | AFP

En este regreso he notado un cambio de postura del Gobierno respecto de su acostumbrada satanización de las empresas ‒así la retórica belicista continúe y termine siendo, casi siempre, solo apariencia para preservar el pilar teórico revolucionario‒. Hay una nueva convivencia entre contrarios muy distinta al pretérito antagonismo de luchas políticas y marchas sangrientas, sacrificios de jóvenes por un futuro mejor y medidas de fuerza para imponer la dominación simbólica y real. Desde la ventana de la habitación donde siempre veía un anuncio gigantesco con el rostro de Hugo Chávez ahora hay uno de empresas Polar.

Es una etapa en estado de mutación que va de la mano con el descreimiento en los políticos, sean del oficialismo o de la oposición. La gente acepta el statu quo y trata de romper brecha hacia adelante para llevar una vida individual y de familia lo mejor posible. Los ciudadanos no creen en nadie ni comen cuentos; el lema es sobrevivir y tratar de llevar una existencia soportable en medio de las circunstancias. José Ignacio Cabrujas había dicho: «Somos barrocos porque somos incapaces de expresarnos y entendernos, y encontramos en esa manera amontonada de representar la realidad el símbolo de nuestra propia frustración». Si no nos entendemos es preferible intentar llevar las cosas de la mejor manera, además de tener que hacerlo en el contexto de una economía desquiciada. Las manifestaciones están a la vista en cualquier esquina ‒aparte del surrealismo en el uso del dólar como marcador de los precios de productos y servicios no siendo una moneda de curso legal, combinado con un bolívar siempre en devaluación y la complejidad de las formas de pago‒: el anuncio «Cambia tu vida» de una lotería en la que se ofrecen quinientos mil dólares de premio; otras, doscientos cincuenta o cien mil dólares («o el equivalente en bolívares»): bipolaridad pura y dura.

Incluso las transacciones inmobiliarias se hacen en efectivo que alguien se encarga de “bancarizar”, el festín de miles de dólares en billetes que expertos cuentan en oficinas con bóvedas para que el vendedor pueda recibir las transferencias fuera del país: el dios Zelle, amo y señor de los pagos; el pago móvil para las propinas o cuando falta cambio en dólares. Operaciones sofisticadas para cualquier inadvertido.

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Cada vez que regresamos al edificio algún vecino está remodelando su apartamento. ¿Cuál es la obsesión por modernizar todo como si por ello se adquiriera un estatus superior? Quizás pueda estar prejuiciado por la costumbre de lo viejo ‒a veces decadente y disfuncional‒ de los inmuebles europeos, pero creo que más bien se debe a una idea de la gente de creer que lo moderno siempre es mejor. Es así como viajes pasados se convirtieron en una penitencia debido al continuo martilleo y a los ruidos. Los trabajos se pueden oír, en mayor o menor grado, en casi todos los apartamentos. Esta vez nos tocó el vecino de arriba del lado opuesto (debajo de donde duermen los escoltas), así que se oía bien fuerte. Me decía, como consuelo, menos mal que esto no fue cuando Ana estaba recluida y yo durmiendo en la sala las dos semanas de aislamiento. Y no solo eso: los escoltas del apartamento de al lado, ahora que martillaban encima, ponían música y televisión a volumenes altísimos, supongo que tratando de cubrir el ruido del martilleo. Un contrapunteo de martillazos, voces desaforadas y del «mago de la cara de vidrio», como Eduardo Liendo en su legendaria novela llamó al televisor. ¿Me echaba Venezuela a patadas?

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Llega Semana Santa y con ella la proximidad de nuestro regreso. La ciudad se vacía. El clima se invierte, vuelve aquella atmósfera que teníamos en Carnaval: amanece casi siempre nublado y se va despejando hacia mitad de mañana. A la hora del mediodía arrecia el calor que se siente con el canto de las chicharras y cuando llega la tarde se instala, literalmente, el mejor clima del mundo: cielo azul claro, brisa tenue, no sé cómo describir la perfección de la temperatura, la nítida silueta del Ávila como una madre que protege de cualquier mal. Hago caminatas en direcciones aleatorias por calles vacías, recuerdo mis andanzas en pandemia, aunque el ambiente es distinto. Algunos negocios se hallan llenos de gente animada que conversa. Los lugares para hacer ejercicios están repletos, casi nadie se levanta temprano, estamos en tregua.

En la plaza de Chacao presencio una misa abarrotada de gente que desborda hacia la calle; qué diferente a los tiempos de la pandemia cuando el padre tenía que colocarse afuera en la entrada de la iglesia, los fieles con mascarillas arrodillados en la escalera o en las aceras. Las palabras de la misa se oyen por los altavoces. Algunas personas comen perros calientes y los policías están relajados y bromean. En una de las tres naves está la figura de un Cristo ensangrentado en tamaño real, listo para la procesión.

A los pocos días, caminando por la plaza de Los Palos Grandes me topo una presentación musical al estilo Jesucristo Superestrella con una nutrida puesta en escena: cantantes fenomenales y actuaciones coordinadas que cuentan la vida del mesías. Al terminar el acto averiguo en Twitter: «Cultura Chacao presenta La Pasión de Jesús el Nazareno, “Perfume de nardo”, escrita y dirigida por Félix Ávila». Durante el acto me acordé de la figura de Cristo que había visto en Paseo Las Mercedes, esa imagen que me impactó tanto, dentro del lobby de un hotel confiscado.

En la Semana Santa, para mayor coincidencia, leo un libro de crónicas viajeras de Santiago Gamboa, Océanos de arena, en el que, sin saberlo, la mitad del libro se halla dedicada a Israel y Palestina; allí relata detalles de la vida de Cristo en los lugares donde transcurrieron los hechos:

Cuando le tocó el turno a Jesús la crucifixión había sufrido un ligero cambio. Antes, tras flagelar al reo, se le hacía llevar en hombros solo el madero horizontal, pues el poste ya estaba clavado en lugar de crucifixión. Pero alguien ideó un innovador sistema que consistía en abrir un pozo bastante profundo y estrecho, revestido de madera dura, donde podía ser encajado el palo vertical. De este modo se obligaba al reo a acarrear la cruz completa, sosteniéndose con bastante firmeza. Este fue el modo que le tocó a Cristo y lo que se ve aquí, tras un enrejado de plata, es precisamente ese orificio.

¿Qué hacía que se me presentara tantas veces la figura de Cristo en este regreso a Caracas? La obra de teatro prosigue, Cristo ensangrentado en la cruz pidiendo perdón para quienes lo crucifican porque no saben lo que hacen. Miro el cielo, al fondo el Ávila, detrás de los edificios, con esta temperatura idílica. Al momento de la resurrección un grupo de guacamayas se dirige hacia el este. Me metí tanto en la historia del mesías narrada por esta profesional agrupación teatral, cuyo director ‒que hacía el papel de Caifás‒ al final informó que llevaban veintisiete actuaciones alrededor de estas fechas en toda Venezuela, que no pude evitar que se me aguaran los ojos al ver a Cristo ensangrentado en la cruz. Me conmocionó o tal vez pudo haber influido que ya pronto nos iríamos de Caracas. Sentí un amor intenso por mi  caótica ciudad, la de la nueva y rara convivencia.

***

Quizás la realidad de nuestro país está reflejada en el visionario relato «Los inmigrantes», de Rómulo Gallegos, en el que se trazan las vidas paralelas de Abraham, del Líbano, «el turco», como lo llamaban, y Domenico, el calabrés. Tras vivir auges y caídas, Abraham regresa a su país natal y, luego, de vuelta a Venezuela. Ambos personajes se conocen al final del relato y conversan:

‒Yo también vine al país hace muchos años ‒dijo Abraham con el acento de las tristezas consoladas.

‒¿Y cómo le ha tratado esta tierra bravita?

‒A mí, muy mal.

‒Pero se ha quedado en ella.

‒No solamente me he quedado sino que he vuelto. ¡Qué sé yo lo que tiene esta tierra; pero la cosa es que te trata mal y sin embargo agarra!

‒Que se hace querer.

‒Aquí trabajó uno y sufrió uno…

***

Los días transcurren. Se acerca la partida y cada vez uno siente que la tierra atrapa. Una tierra que maltrata, pero que da mucho. Como en el relato de Gallegos, los dos inmigrantes inevitablemente arraigados: «Allá en el corazón del país, sangre de su sangre, corría, transformada, vigorosa y fecunda por los cauces infinitos de la vida». «¡Tierra brava! ¡Tierra bravita! ¡Tú me la diste, tú me la quitas!». Y en ese dar y quitar, en ese universo entrópico tan singular, más allá de lo absurdo la vida parece, a fin de cuentas, una broma infinita.


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