Perspectivas

Una pila de teléfonos en el crematorio

20/03/2021

Fotografía de Duck of Minerva

Si tuviera que quedarme con una imagen del Diario de Wuhan sería la descripción que hace su autora, Fang Fang, de una foto divulgada en febrero de 2020 en China en la que se ven –apilados– cientos de teléfonos celulares de víctimas por Covid-19. Esa imagen me recordó mi visita hace unos años al Museo del Holocausto en Washington D. C. donde se encuentran miles de zapatos de asesinados por el nazismo en el campo de concentración de Majdanek de Polonia. Claro que un virus no es lo mismo que un movimiento aniquilador creado por el hombre, pero los despojos de celulares y zapatos son símbolos de las fuerzas de destrucción a las que se ha tenido que enfrentar el ser humano a lo largo de la historia.

Con prólogo de Antonio Muñoz Molina, editado por Seix Barral a mediados de 2020, Diario de Wuhan recoge las impresiones de la «cronista inmóvil», como la llama Muñoz Molina, que desde su lugar de confinamiento en las residencias de la Federación de Arte y Literatura cuenta en un blog sus impresiones sobre la pandemia. Son notas más informativas que literarias, las cuales se convirtieron, de manera inesperada, en una fuente de información que hacía contrapeso a las versiones oficiales recogidas principalmente en el Diario del pueblo.

Fang Fang publicaba sus textos a través de Weibo, una suerte de mezcla entre Twitter y Facebook, que continuamente eran censuradas por las autoridades mediante recortes parciales o incluso totales. Cuando esto ocurría se las ingeniaba para transmitir la información usando WeChat, un medio de mensajería y manejo de redes sociales también vigilado por el Gobierno. Ese conjunto de notas de un blog personal hechas públicas a través de esos dos medios se convirtieron en libro.

Los lectores chinos, sobre todo los de la portuaria ciudad de Wuhan de unos once millones de habitantes, esperaban ansiosos la información diaria de esta autora de sesenta y cinco años de edad, diabética y con varios episodios consecutivos de bronquitis crónica. Sus sentimientos oscilan entre el optimismo y la desesperación al tratar de convertirse en espejo –¿en símbolo?– de lo que padecían los habitantes de su ciudad. Así nos enteramos de cómo fue el confinamiento, sus características propias relativas a la cultura china, sus semejanzas y diferencias en comparación con los países occidentales.

Siendo todavía un misterio el origen del virus, de la lectura de este libro se pueden deducir varios hechos, referidos de manera fragmentaria, los cuales pueden confirmar algunas hipótesis. Según la autora el inicio de la pandemia se localiza en el Mercado de Mariscos de Huanan, en el que se venden animales vivos. Es allí donde se halla el epicentro. Sin embargo, los habitantes de los edificios aledaños se convirtieron en el primer foco de contención –aunque ya tardío– de las autoridades. Asimismo, el Hospital Central de Wuhan, ubicado cerca del mercado de mariscos, fue el primero en recibir a los infectados hasta el extremo de sobresaturar su capacidad de atención.

Digo tardío porque a lo largo del diario se repite insistentemente que la catástrofe de Wuhan, expandida luego a una dimensión planetaria, se hubiera podido manejar de otra manera si el Gobierno no hubiese ocultado información y hubiera alertado a tiempo a los habitantes de la ciudad. Fang Fang habla de un período de más veinte días cruciales, desde finales de diciembre hasta mediados de enero, en el que se sabía de la existencia de un virus similar al coronavirus SARS que los azotó en 2003 y, sin embargo, el Gobierno no actuó con la debida premura y, por el contrario, ocultó su presencia. La escritora llega a culpar a las autoridades chinas por la muerte de miles de personas y por el padecimiento colectivo. En las páginas del diario se deja colar un clamor de justicia.

La cuarentena de Wuhan duró setenta y seis días. La escritura del blog comienza el 25 de enero de 2020, dos días después de decretado el confinamiento, y concluye el 24 de marzo de 2020, antes de su levantamiento el 8 de abril. Como un radar desde su puesto de anclaje, el diario va captando los tropiezos y aciertos del gobierno chino en el manejo de la pandemia. Critica hechos como que, en medio de pequeñas victorias en el control del virus, se obligaba a exaltar el patriotismo chino comunista. Me da escalofrío pensar que yo viajé el 10 de marzo de 2020 desde Barcelona a Caracas ajeno a la verdadera magnitud de lo que se avecinaba. Recuerdo que al hacer escala en el aeropuerto de Madrid las únicas personas que vimos con tapabocas eran ciudadanos que, por su fenotipo, podrían haber sido asiáticos. El primer caso del nuevo coronavirus fuera de China se registró en Tailandia el 13 de enero de 2020.

Recuerdo que antes de viajar fue difícil conseguir un par de tapabocas en Barcelona. En la farmacia de la esquina de casa, Nieves, la que siempre nos atiende, comentó que había escasez porque “los chinos han comprado todos los cubrebocas” para mandárselos a sus familiares. Esto lo confirma Fang Fang en el diario al afirmar que desde todas partes del mundo empezaron a llegar tapabocas, hasta una donación de ciento ochenta mil mascarillas de la «ciudad hermana» de Pittsburgh a principios de febrero. Nos dice que para el 19 de febrero había setenta mil casos confirmados, mil quinientos infectados diarios, más de dos mil muertos y diez mil pacientes graves hospitalizados.

Con las informaciones del diario de Fang Fang, además de las filtradas del Gobierno, lo que podían reportar los representantes diplomáticos de los países occidentales en territorio chino, las versiones de los viajeros, los informes de algunos periodistas independientes: ¿cómo pudo ser posible, una vez conocido el hecho, que las autoridades del mundo occidental no alertaran a tiempo y con decisión, y tomaran además las acciones de salud pública adecuadas a medida que se desarrollaba el virus en Wuhan?

En Venezuela, que yo supiera, no había casos para ese momento. Nuestro viaje traía detrás meses de planificación y, en suelo español, las informaciones eran como el título –parafraseado– del último libro de Enrique Vila-Matas: «una bruma insensata». Sin embargo, de manera simultánea, casi que aterrizando en Maiquetía, se reportaban con alarma inusitada los primeros casos venezolanos. A los cuatro días de haber llegado ese 10 de marzo el gobierno venezolano decretó la cuarentena y dos días más tarde cerró las fronteras aéreas. Por un motivo u otro, algunos relacionados con la pandemia y otros más debidos a la burocracia, hemos permanecido un año en Caracas cuando solo teníamos intención de quedarnos tres semanas.

Fang Fang habla de las secuelas de la pandemia en las personas que se vieron afectadas en Wuhan por el cierre estricto de la ciudad. Unos cinco millones de wuhaneses no pudieron regresar a sus hogares y muchos extranjeros no pudieron salir de Wuhan. Es lo que llama «Desastre secundario»: las heridas de familias y amigos separados, la repercusión en la economía, el daño psíquico, las muertes debido a otras causas médicas que no se pudieron atender al estar saturadas las clínicas. Destaca situaciones como no poder brindar el funeral acostumbrado a los familiares del fallecido, algo sagrado e importante en la cultura china, por la obligada e inmediata incineración de los cuerpos en solitario. O la imagen de los celulares amontonados en el crematorio a la espera de qué hacer con ellos: ¿un museo de la pandemia?, ¿ubicar a los familiares y amigos para su devolución tras hacer pesquisas con los números telefónicos grabados una vez que finalizara la calamidad?

Solo por informar la autora comenzó a recibir ataques de los ultraizquierdistas, aquellos que –según ella– ansían regresar a la época de la Revolución Cultural. Fang Fang no se amilana, identifica (e insulta) a esos grupos que fabrican ataques masivos en las redes. Y ya sabemos, de paso, lo esquizofrénicos e inútiles que pueden ser los litigios en las redes. Nadie se gana el pan gastando tiempo en pelear –casi siempre con desconocidos– en las redes. Sin embargo, dada la ferocidad de los ultraizquierdistas la autora se defiende y contrataca. Muchas de sus respuestas son ácidas y no exentas de humor: «A los que me insulten, los pondré en lista negra, que sirve como ropa de protección y mascarilla N95 para aislarme del canallavirus».

En cuanto a los censores del Gobierno Fang Fang comenta que no dan explicación alguna: actúan con sigilo y en silencio, simplemente le tajan uno, dos o tres párrafos de lo que publica o tal vez lo desaparecen por completo. También bloquean el acceso a una red determinada. De la misma manera que millones de lectores llegaron a contar con ella como una fuente confiable de información, a lo largo del libro se nota el martirio y la penuria que sufrió por los distintos ataques, tanto los invisibles pero efectivos del Gobierno como los de los grupos ultraizquierdistas. Por eso Muñoz Molina asienta: «En un régimen en el que todo el mundo obedece y en el que la única realidad aceptable es la que dictan los medios oficiales, la labor del testigo es peligrosa y heroica».

De hecho, Fang Fang afirma que los medios de comunicación en China se dedican a contar solo noticias positivas y a ocultar las negativas. En este marco de referencia, al ocultar el Gobierno la noticia de la detección del virus por más de veinte días, también culpa a los medios de comunicación por no informar lo que estaba ocurriendo. El Gobierno, mediante la censura, causó un daño desmedido a la población.

En ese camino de dilucidar lo que realmente ocurrió Fang Fang identifica dos personas claves que alertaron sobre la presencia del virus. La primera fue la doctora Ai Fen, directora del departamento de urgencias del Hospital de Wuhan, quien señaló sobre la presencia del nuevo coronavirus después de haber tratado a pacientes entre el 18 y 27 de diciembre de 2019 con síntomas muy similares al SARS. Hoy en día se refieren a ella como la primera que hizo sonar la alarma, una alarma que venía del campo de batalla. El segundo fue el oftalmólogo Li Wenliang que advirtió a la comunidad médica en diciembre de 2019 sobre la aparición de un virus muy similar al SARS. La policía de Wuhan lo amedrentó por causar alarma con rumores en Internet y le hizo firmar una declaración. Al regresar a su trabajo contrajo el virus y falleció. Li Wenliang es ahora un héroe entre los chinos.

El ocultamiento del Gobierno comenzó a finales de diciembre cuando llega un grupo de especialistas a Wuhan enviados por la autoridad central. Esa comisión concluyó que lo que estaba enfermando a la gente “no se transmite entre personas, se puede controlar y prevenir”. Hasta que unas semanas más tarde, Zhong Nanshan, el prestigioso epidemiólogo que descubrió el virus del SARS en 2003, advirtió que el nuevo coronavirus se podía transmitir entre personas. Al producirse los ocultamientos propios del sistema de gobierno, al no advertir a la población, se celebraron eventos masivos súper contagiosos en torno al Año Nuevo Chino. Dos ejemplos claros: un banquete para cuarenta mil familias y una multitudinaria congregación de canto y baile el 21 de enero. Al no advertir, las autoridades enviaban a los ciudadanos a una suerte de crónica de un contagio masivo no anunciado.

Esto último me hace pensar en la marcha del 8 de marzo de 2020 en la celebración del Día de la Mujer que se autorizó en Madrid, a pesar de que había una contabilidad cercana a los mil casos en suelo ibérico. Entre muchos de los que se infectaron en esa marcha estuvieron dos altas autoridades del gobierno español. Eso fue apenas dos días antes de que voláramos a Caracas. Teníamos ya algunas informaciones, la mencionada bruma insensata, pero no terminábamos de asimilar la naturaleza de la amenaza. Los gobiernos no hablaban claro (no solamente el chino). Así que el virus fue tomando cuerpo en Occidente cuando en Wuhan ya llevaban más de un mes en cuarentena. ¿Por qué es tan difícil aprender de las desgracias de otras sociedades? Fang Fang critica «la dejadez de China en la fase inicial y la arrogancia de Occidente». Y agrega: «Los chinos nunca hemos sido muy proclives a reconocer nuestros propios errores y aceptar culpas».

Uno de los aspectos más interesantes del libro, en relación con el aprendizaje y la obediencia, es entender cómo funciona la sociedad china en comparación con Occidente. Una vez decretada la pandemia el ente colectivo se pone en funcionamiento y resalta un factor que pudiera resultar paradójico a lo largo de la lectura de Diario de Wuhan. Se trata de la bipolaridad aparente de la autora entre criticar y atacar al Gobierno, y al mismo tiempo confiar en las medidas que toma. A pesar de la sed de justicia por el ocultamiento constante de información y de que los responsables paguen, se solidariza con entusiasmo con el esfuerzo de las autoridades una vez puestas en acción las medidas del caso y no duda en su fiel cumplimiento. Pensé que podría haber sido un juego literario entre alabar y condenar para mantener al lector en tensión, pero creo que se trata, más bien, de un rasgo cultural de los chinos que confían en su gobierno y consideran que las medidas tomadas redundarán en el bien colectivo. Así, escribe Fang Fang: «En China, una vez que se eleva algo a nivel nacional, todo el mundo se pone en marcha y las cosas se solucionan con el esfuerzo del país entero».

En el artículo «Habitar un mundo que no hemos imaginado», publicado en El País, Siri Hustvedt cita dos ejemplos de países exitosos en el manejo de la pandemia: Noruega y China. Afirma que para poder superar la crisis de la pandemia los ciudadanos deben tener confianza en las autoridades. En el caso de China apunta: «Según la web Statista, en 2020 el 82 % de los chinos confiaban en su gobierno, un porcentaje inferior al del año anterior, seguramente debido a cómo gestionaron las autoridades la pandemia». Es un porcentaje muy alto para un gobierno autoritario que controla la vida de las personas.

Y no se trata únicamente del respaldo a las autoridades –como diferencia de rasgo cultural–sino de la solidaridad y apoyo entre los ciudadanos. Ello no se remite solo a acabar el inventario de mascarillas de varios países para enviarlas a China cuando en Occidente “no ocurría nada”, sino del apoyo desde otras provincias y la de los mismos ciudadanos de Wuhan. Esto se traduce en donaciones y en la organización para el reparto y distribución de los alimentos. Para evitar la circulación de gente en la calle determinados encargados de urbanizaciones hacían las compras y las distribuían a las casas. Así, vemos a una sociedad que actúa en conjunto, con solidaridad, y ello a pesar de lo que la autora afirma sobre los wuhaneses que –al ser costeros– son francos, les gusta gritar y desahogarse, sacar para afuera todo lo que llevan por dentro.

A modo de comparación, un punto interesante que se desprende de las medidas del gobierno chino y la confianza es ver que muchas de las acciones tomadas por el gobierno venezolano fueron muy parecidas a las que se implementaron en Wuhan, algunas de corte militar y policial en muchos de sus aspectos. Eso se supo en su momento, se hizo público con bombos y platillos. Al ver las medidas iniciales tomadas en Wuhan registradas en el diario de Fang Fang, desde los hoteles a los hospitales de campaña, las similitudes saltan a la vista.

Una diferencia esencial, no obstante, estaría en el hecho de que, contrario a China –y según lo confirma el Pew Research Center–, los venezolanos tienen poca confianza en su Gobierno. Si a ello agregamos las características particulares en las que el confinamiento en Venezuela vino aunado con la escasez de gasolina, la desconfianza que ello generó, a pesar de que se alabaron al principio algunas de las medidas, hace que el caso chino sea muy distinto al venezolano. En Venezuela se sospecha que siempre hay una agenda oculta en función de intereses distintos a la esencia de producir bienestar en la población.

El Diario de Wuhan se inicia con una nota introductoria en el que la autora afirma: «Acababa de terminar la entrada número sesenta de este diario cuando el gobierno declaró que Wuhan levantaría el confinamiento obligatorio el 8 de abril». Sobre ese lugar llamado Wuhan concluye con un epílogo que habla de la ciudad que ha regresado a la normalidad mucho antes que las sociedades occidentales; estas últimas preocupadas, antes bien, por sus derechos individuales pero hundidas en la anarquía (hasta que se vacune a suficientes personas y se logre la llamada “inmunidad de rebaño”); atentas a sus derechos –en ocasiones mal entendidos– de querer hacer lo que les da la gana, confundiendo libertad con libertinaje e irresponsabilidad con el prójimo y presas del individualismo: caminar sin mascarilla en la calle equivale a llevar un revólver cargado.

En la última entrada del día sesenta, cuando el número de casos estaba en cifras de un solo dígito, luego de miles de muertes y el desbordamiento de los hospitales, como el que se ha vivido en Occidente, la autora señala:

Muchísima gente ha dejado mensajes en mi cuenta de Weibo diciendo que el gobierno nunca responsabilizará a los culpables; que no hay esperanza. Pero al margen de lo que haga el gobierno, como ciudadana de Wuhan que ha sufrido una cuarentena de dos meses, que ha experimentado en su propia piel la tragedia que ha pesado sobre la ciudad y ha sido testigo de ella, tengo la responsabilidad y el deber de buscar justicia para todas esas almas tan terriblemente agraviadas.

Si trasladamos ese sentido de justicia a escala mundial: ¿qué se debería hacer? Hay batallas que resultan inútiles o imprácticas, al menos desde la inmediatez. Por los momentos, tal vez sea tiempo de comenzar a curar las heridas.


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