Perspectivas

Una pandemia sin memoria: el nuevo coronavirus

Fotografía de Alberto PIZZOLI | AFP

10/03/2020

El 1 de octubre de 1918 fallecía en Caracas la primera víctima de la influenza H1N1, conocida históricamente como «gripe española». Entre esa fecha y el 31 de diciembre de aquel año, las muertes por el contagio sumaron 9.009 personas en todo el país. El abril de 1919 el cómputo ascendía a 22.191; la curva fue descendiendo hasta diciembre del mismo 1919 para totalizar, finalmente, 23.318 fallecimientos. Si pensamos que por entonces Venezuela contaba con una población de 2.362.977 habitantes, podríamos estimar que el 1 % de ella perdió la vida por el virus. No obstante, la carencia de conocimiento especializado, así como la confusión con otros síntomas, como paros respiratorios y colapsos orgánicos probablemente asociados con la enfermedad, harían que esa cifra aumente en varios miles. Esta pandemia, de efectos devastadores a nivel global, es considerada la más mortífera en siglos. En pocos meses mató a millones de personas en países tan distantes como diferentes alrededor de todo el planeta.

Por entonces el desplazamiento de viajeros a nivel mundial estaba muy lejos de lo que representa actualmente, y sin embargo el virus recorrió con rapidez los continentes. Las vías de expansión fueron aceleradas por barcos y ferrocarriles, más lentos que los aviones de este siglo. Su veloz diseminación desafía las comparaciones. Con todo, el virus encontró el foco de contagio más preponderante en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Influyó en su alcance global el hecho de que buena parte de los contingentes que lucharon allí retornaron a sus países en ese año 1918. Si tenemos en cuenta que Europa todavía contaba con amplias posesiones coloniales en África, Asia y Oceanía, los contagios en esas regiones se explican por dichos retornos. Todavía se debate dónde se originó el virus; pudo ser en China, Francia o Estados Unidos. De todas maneras, su arribo a las trincheras, ámbitos altamente insalubres, fue decisivo para su alcance global.

Más cerca en el tiempo, entre abril de 2009 y agosto de 2010, tuvo lugar la pandemia de la gripe A-H1N1. En catorce meses, el virus mató entre 151.700 y 575.400 personas, según el estudio realizado en los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, adscritos al Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos: «Se produjo una estimación de entre 105.700 y 395.600 muertes por causas respiratorias, mientras que 46.000 a 179.900 muertes adicionales fueron atribuidas a complicaciones cardiovasculares», indica el informe. Tal oscilación de cifras solo puede ser indicador del problema que, aún en la actualidad, representa lidiar con muertes masivas y con datos que provienen de instancias intervenidas políticamente, como ministerios e instituciones que operan desde los Estados, y no a través de cuerpos académicos o investigaciones independientes. En cualquier caso, el número de fallecidos por este virus resulta elevado, aunque ciertamente incomparable con la pandemia de 1918-1919.

El mundo parece hoy amenazado nuevamente. El coronavirus 2019 (COVID-19) no es un juego, es una amenaza real. Sin embargo, la realidad es una construcción social y no resulta una verdad única, sino una percepción muy relativa. Todos los medios de comunicación del planeta poseen noticias que van y vienen sobre el tema, y no necesariamente sobre el problema. Algunos trabajos van aclarando el asunto, aunque se trata de esfuerzos que aparecen aplastados entre titulares bañados en cifras de contagios y muertes que figuran más una alarma que una certeza. Alarma no significa lo mismo que prevención, ni mucho menos solución.

Para una explicación más acertada de la amenaza real, especialmente desde Venezuela, recomendamos la lectura del artículo publicado en Prodavinci por los infectólogos Julio Castro y Carlos Torres-Viera, «El nuevo coronavirus: ¿Y ahora qué?»; o bien el trabajo de Luisa Salomón, también en Prodavinci, «Combatir la infodemia: ¿cómo informar de manera responsable sobre el Covid-19?». Consideramos de gran utilidad, igualmente, lo escrito por el catedrático de microbiología de la Universidad de Navarra, Ignacio López-Goñi, «Diez buenas noticias sobre el coronavirus», publicado en The Conversation, con un foco más amplio. En los trabajos de Castro y Torres-Viera, como en el de López-Goñi, se aprecia que la pandemia debe entenderse como el alcance geográfico del contagio, y no necesariamente como el apocalipsis de Guerra Mundial Z. Nos queda claro, por ejemplo, que la mayoría de los pacientes infectados se ha recuperado, y no han fallecido; que la tasa de mortalidad ha descendido en la propia China; que el virus fue identificado en apenas una semana (con el SIDA, por ejemplo, se tardó más de dos años); que el 80 % de los casos detectados son leves; que solo el 3 % de ellos ha tenido lugar en menores de veinte años (a diferencia del A-H1N1 que impactó duramente en los jóvenes);  y, lo más importante: que «el virus se inactiva fácilmente», como lo indica López-Goñi.

Ciertamente, «el virus puede ser inactivado de las superficies de forma eficaz con una solución de etanol (alcohol al 62-71 %), peróxido de hidrógeno (agua oxigenada al 0,5 %) o hipoclorito sódico (lejía al 0,1 %), en solo un minuto». Esto significa que hay que lavarse las manos con frecuencia, algo en lo que José María Vargas insistió mucho, como otros médicos en el siglo XIX, y que al parecer todavía es una materia pendiente entre muchas personas. Buena parte de los contagios de virus y bacterias en el mundo proviene de un asunto tan elemental como la falta de higiene. Si algo le debemos a la modernidad ha sido hacernos entender que por miles de años nuestra especie vivió en condiciones de insalubridad que redujeron la esperanza de vida a unas pocas décadas. No obstante, tal parece que eso no lo han entendido todos al mismo tiempo.

El mayor éxito de este contagio ha sido mutar en noticia común, en distracción vuelta encabezado, comidilla de redes sociales. El acceso a la información sobre el coronavirus cuenta ya con infinidad de entradas y enlaces, leídos con la misma voracidad con la que se consumen las imágenes de Instagram, o bien reproducidos en miles de mensajes que pasan de mano en mano con mayor asiduidad que la higiene que se necesita para mantenerse a salvo. La pandemia es de los tapabocas, supuesta protección que puede acelerar el contagio al facilitar que las manos se toquen la cara cada vez que se acomoda este accesorio. El Ministro de Salud de Singapur, Gam Kim Young, en una alocución ante el gobierno de su país, explicó de forma clara y didáctica que nos exponemos al contagio del coronavirus si los fluidos expulsados por un estornudo o la tos alcanzan nuestros ojos, nariz o boca, pero fundamentalmente podríamos contagiarnos si tocamos con nuestras manos una superficie antes expuesta a esos espasmos, y luego nos llevamos las manos a la cara. Es mucho menos probable que nos alcancen las gotas de un estornudo en la calle a que toquemos cosas que sí han sido salpicadas por toses. El virus puede sobrevivir varios días en cualquier superficie, de manera que al tocar un área que haya entrado en contacto con el virus, nos infectaríamos si luego nos tocamos la cara, lo que sucede con reiteración cuando utilizamos tapabocas, pues lo acomodamos con frecuencia. En resumen: lavarse las manos es la mejor prevención.

La misma indicación fue alcanzada ante la pandemia de 2009: higienizar las manos. El uso del tapabocas solo es recomendable si la persona está infectada, para evitar contagiar a los demás. Cuanto más se use el tapabocas en el planeta, más probabilidades hay de aumentar los contagios, especialmente si no se garantiza la higiene rutinaria (y ahora intensificada) de nuestras manos.

El coronavirus es una amenaza, sin lugar a dudas, y el asunto no es minimizarla. En Europa se están jugando partidos de fútbol a puertas cerradas, y eso no es un detalle menor en un continente donde el fútbol mueve miles de millones de euros. Pero esta amenaza no debe hacernos olvidar el dengue hemorrágico, el zika, o la chikungunya; y en la Venezuela actual se debe sumar a la difteria, la hepatitis, el HIV o la malaria. Esta última, según cifras del MPPS, registró en 2016 un aumento del 76,4 % con relación al año anterior. Datos de ONUSIDA indican que desde 2010 el HIV en Venezuela se ha incrementado en un 24 %, mientras que las muertes relacionadas con el virus han aumentado en un 75 % desde 2011. En el caso de la hepatitis C, en el país ha habido 113.500 muertes entre 2010 y 2015, según lo publicado por el propio MPPS. Estas cifras indican claramente que los venezolanos viven entre numerosos riesgos de contagios. Se trata de uno de los países más expuestos a estos virus en toda América Latina, pero no es el único. Tales enfermedades suman millones de muertes en la región, mientras el coronavirus apenas cuenta, por ahora, con unos pocos pacientes.

Los mecanismos de prevención recientemente desplegados en los países latinoamericanos parecen dar cuenta de una respuesta rápida ante la amenaza. No obstante, al comparar este nuevo contagio con los efectos de enfermedades emergentes y reemergentes que campean en la región, nos hallamos ante un teatro de contradicciones que no alcanza a borrar las muertes y afecciones de millones de personas por virus y bacterias que se pasean libremente y sin control desde hace varios años. Nunca antes una amenaza había despertado tanta atención ni campañas tan veloces. Mientras tanto, los vehículos de esos y otros contagios largamente arraigados en América Latina continúan compartiendo nuestra cotidianidad: carencia de asistencia médica, ámbitos insalubres, falta de continuidad en las campañas de prevención, o bien el descuido de hábitos tan elementales como el aseo personal.

Una buena parte de los contagios que nos afectan comúnmente llegan a través de nuestras manos. El gran descubrimiento de la modernidad, el aseo personal, es el medio más eficiente para prevenirlos. El incremento de la esperanza de vida en nuestra especie se hizo popular gracias al aseo, antes que la medicina. La salubridad es cuestión de disposición al respecto, asunto que pasa por garantizar el acceso público al agua corriente, por ejemplo. En países subdesarrollados, o ferozmente empobrecidos por Estados depredadores, el acceso al agua no es un derecho garantizado, y en ello los países latinoamericanos enseñan condiciones críticas. La falta de agua corriente afecta el aseo, pero también incide en los alimentos y en su preparación. El trato higiénico de los alimentos, que pasa por unas manos limpias, está condicionado por el acceso al agua, además del buen hábito de la higiene personal.

Preparar la comida con asepsia no es algo común en el planeta, y esto resulta más grave cuando se consumen animales, portadores de virus y bacterias que pueden atacar a los seres humanos y transformarse en enfermedades mortales para las cuales no existe cura. El acceso al agua corriente, así como los hábitos de higiene más elementales, no son una realidad global. Cuando cruzamos estas variables comprendemos que las epidemias no solo provienen de amenazas biológicas, sino que resultan de problemas sociales no resueltos. Inducir el miedo ante esos problemas es una forma de evadir su comprensión crítica.

El impacto real del coronavirus todavía está por evaluarse. Sorprende que haya alcanzado un lugar en tribunas supranacionales de forma tan veloz y que dispare mecanismos de aislamiento y prevención tan extremos como los que ha desplegado Italia recientemente. Los efectos en mercados y estructuras económicas nacionales, regionales y globales parecen responder a temores que hacen ver al dengue hemorrágico o al zika como apocalipsis irremediables. Sin embargo, el COVID-19 puede eliminarse con agua y jabón al lavarse las manos; la chikungunya, la malaria o el SIDA, por ejemplo, necesitan de respuestas mucho más elaboradas y de instituciones realmente comprometidas con la salud pública. El nuevo contagio que actualmente estremece al mundo ha enfermado bolsas de valores y economías nacionales con mayor letalidad que el propio virus.

La pandemia del coronavirus ha sido un eficaz dispositivo de temor que nubla la comprensión del problema. Su mayor expansión ha tenido lugar en los medios de comunicación que entre pacientes reales, y a estas alturas del siglo XXI, los medios son redes sociales que se apoyan en la multiplicación gratuita que cada individuo ofrece al repetir noticias que apuntan a conmover y asustar, antes que a informar con propiedad. Poca atención se presta a la baja mortalidad del virus, a los contados casos más allá del sur asiático, o la facilidad con la que se puede atajar el contagio. Como el Triángulo de las Bermudas en la década de 1970 o la amenaza nuclear de una década más atrás, el coronavirus ha servido como mecanismo de miedo y distracción, una peligrosa cortina de humo que bien puede ser utilizada como una imaginaria «arma biológica del imperialismo contra los pueblos», o como trampolín para el consumo de tapabocas.

Si pensamos en la pandemia de 1918, sin aviones que dieran la vuelta al mundo ni la movilidad global del presente, el COVID-19 es un peligro menor. No obstante, se trata de una amenaza real que debe comprenderse en su justa dimensión, evitando el miedo y combatiendo la desinformación. El asunto es prevenir como corresponde, y no convertirse en multiplicador del efecto velador que persigue una noticia que solo imanta miradas hacia portales y enlaces que están esperando visitas. El miedo también es una percepción, el efecto de algo que asusta, parte de una realidad que no necesariamente es igual para todos, sino para quien la percibe de esa manera. La construcción social del miedo no resulta solo por esa percepción: también es producida desde el poder, y su eficacia es directamente proporcional a sus intereses.

Este virus crece entre consumidores de distracciones, aquellos que desvían su atención hacia problemas que se previenen con higiene elemental. Otros problemas, esos que necesitan verdadera dedicación primaria, siguen acumulando fallecidos por millones en el mundo. Esta pandemia se combate con lavarse las manos frecuentemente; las que producen y explotan al desconocimiento y las desigualdades necesitan remedios más contundentes.

El COVID-19, como tantos otros contagios que provienen del contacto entre humanos y sus fluidos, puede mantenerse a raya con hábitos de higiene elementales. El aseo personal, que comienza por mantener las manos limpias, no logró imponerse de inmediato en el siglo XIX cuando se insistió en ello; miles de años sin pensar en asearse pesaban más que razonar sobre su utilidad. Su gran impulsor, paradójicamente, su la pandemia de la «gripe española». Buena parte de las generaciones impactadas por su irrupción incorporaron la necesidad de lavarse las manos con asiduidad. La lección, sin embargo, no parece haber sido aprendida del todo.

Los hábitos, como el miedo, no son naturalezas que florecen por la evolución de las culturas. Se inducen por diversas causas, y solo se reproducen si se encuentran alineados con los intereses del poder. Sobrevivir en el siglo XXI no pasa por tener miedo al contagio, sino por hábitos instaurados a mediados del siglo XIX que, lamentablemente, han sido menos exitosos que las redes sociales.


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