Literatura

Un psycho killer en bicicleta: David Byrne y las cabezas hablantes

14/10/2019

David Byrne retratado por Sam Polcer

¿Quién se hubiera imaginado que el cantante de Psycho Killer, responsable del cambio de rumbo decisivo del anonimato a la proyección internacional de la banda venezolana Los amigos invisibles, fuese también un buen escritor? Hay libros con los que uno se tropieza al azar y alguna fuerza inevitable hace que te lo quieras llevar, aunque no sea lo más conveniente para las finanzas personales. Tal fue el caso de Diarios de bicicleta de David Byrne, un polifacético artista conocido por su originalidad musical, puesta en escena, performances excéntricas y versatilidad creativa.

Byrne nos dice que desde principio de los ochenta ha usado la bicicleta como medio de transporte en la ciudad en la que vive. Eso no es poca cosa porque andar en bicicleta en Nueva York, a no ser por la apacible ruta del Hudson River Greenway, donde solo hay gente que corre y camina y anda en bici, es un empeño temerario. Una encuesta entre los neoyorquinos concluye que uno de los mayores temores de sus habitantes es morir arrollado por un repartidor de pizza que se aparezca a toda velocidad en bicicleta en sentido contrario. Byrne se hace la siguiente pregunta: “Vivir en Nueva york, ¿fomenta un talante agresivo y directo de no andarse con tonterías? ¿Es así como definiríamos el estado de ánimo neoyorquino?”.

El cantante y líder de la extinta Talking Heads nos dice en su libro que cada vez que viaja por compromisos de conciertos o artísticos, se lleva la bicicleta. Y aquí viene el enlace con la literatura —música, bicicleta y letras—. Y cabe decir que a lo largo del libro no faltan reflexiones sobre el proceso de escritura: “Concebir una ficción es algo muy parecido a mentir: es imaginar la existencia de algo que no es literalmente verdad, y escribir o hablar de ello como si fuera real. Las motivaciones para narrar o mentir son diferentes, pero el proceso creativo que implica es el mismo”.

Vienen a la memoria las letras de las canciones de Talking Heads, activa hasta principios de los noventa, aquellas que se quedaron adheridas al inconsciente, que lo persiguen a uno y se conectan con distintos momentos de la vida. Hay letras que aluden temas esenciales que crean un efecto espejo, como “Once in a lifetime”, considerada una de las mejores canciones de los años ochenta, actuada por Byrne en un video donde despliega movimientos extravagantes, semiepilépticos y con conatos de autoflagelación, tan pegajosa y sugestiva que ha sido actuada por Los Simpson, Tom Hanks y la rana René de Los Muppets, evocadora de decisiones y caminos tomados:

Y puede que te encuentres a ti mismo
en una casa preciosa,
con una esposa hermosa.
Y puede que te preguntes a ti mismo:
“Bueno… ¿cómo llegué aquí?”

***

Sabemos que Walter Benjamin creía que para conocer una ciudad era necesario perderse en ella, confiar en el poder de la sorpresa y que, del gozo del vagabundeo, surge la experiencia y el conocimiento. Byrne asume la misma manera de descubrir ciudades, no como caminante sino como ciclista urbano. Me asombra ver la conexión con Benjamin, cuando Byrne relata, en esta obra de unas 350 páginas, y que precede a su libro Cómo funciona la música, la forma en que prefiere andar en bicicleta en las ciudades que visita: “Callejear sin rumbo aleja de la mente las preocupaciones y la ansiedad latentes, y a veces resulta hasta inspirador”. Byrne escoge la bicicleta, no por motivos ecológicos, sino por la sensación de libertad que le produce. Todo aquel que ha andado en bicicleta como medio de transporte, poniendo a un lado posibles peligros, estará de acuerdo.

Más aún, esa sensación de libertad llega a bordear lo temerario. Byrne, cuando está de gira, no tiene miedo y explora ciudades o zonas que se consideran peligrosas. Y es así como nos dice que los conciertos los planificaba, cuando tocaba con Talking Heads o luego como solista y en colaboración con otros artistas, de manera de poder salir a pedalear y descubrir las ciudades. Esto nos retrata al observador. Seguimos comprendiendo puentes entre la música, pedaleo y escritura.

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La obsesión por comprender la realidad a través de la observación se encuentra en muchas obras de literatura, el “deambuleo”, como el de un caminante que descubre ciudades al perderse en ellas, observándolo todo con afán de científico. Tal es el caso de Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina quien, por cierto, mientras enseñó escritura creativa en Nueva York se desplazaba en bicicleta por el Hudson River Greenway. ¿Se habrá cruzado en algún momento con Byrne?

Muñoz Molina, recuerdo, solía amarrar su bicicleta al llegar al 19 University Place de NYU, y luego se disponía a transmitir su sabiduría literaria con la humildad de los grandes. Un andar solitario entre la gente es una serie sucesiva de retratos, como una visita al Museo del Prado, en el que, de entrada, nos exhorta a escuchar los sonidos de la vida y a entender que la perfección puede estar más cerca de lo uno cree: “No quiero enterarme de nada que no sea lo que llega a mis oídos y lo que ven ahora mis ojos”. La obra está llena de notas, cada una con un título evocador. Se trata de un libro fragmentario que a la vez toma aires de novela implícita, en su deambular, y que no excluye el hecho de descubrir las ciudades en las que vive. Cita con frecuencia a Benjamin, a Thomas de Quincey, a Poe, a Baudelarie: “La invitación de Baudelaire estaba cumpliéndose gratuitamente para mí en la ciudad donde vivía, a dos pasos de la oficina donde trabajaba. Miraba y escuchaba la ciudad hasta que mi conciencia se disolvía en ella como si me sumergiera en un sueño de opio y, también me veía desde fuera. Veía la silueta del que camina solo entre la gente”.

Conectamos el andar solitario de Muñoz Molina con lo que afirma David Byrne de sus paseos solitarios en bicicleta: “Como en muchas otras ciudades, soy prácticamente el único que va en bici”. La actitud de Muñoz Molina, el escritor andante, es la misma de David Byrne: “Durante años me pareció surrealista, divertido y realmente extraño ir en bicicleta por zonas muertas, suburbios desolados o centros urbanos a punto de convertirse en ruinas”.

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El libro del que promoviera en su sello disquero Luaka Bop no solo a Los amigos invisibles sino también a la banda venezolana King Changó (I’m an alien, I’m a Illegal alien/ Emigrante ilegal en New York) comienza con sus diversas experiencias en ciudades de Estados Unidos, recorridos por sitios que uno no se imaginaría amigables al ciclista, como Detroit, Michigan, Streetwater, Texas, Columbus, Ohio, Pittsburg o Nueva Orleans con sus calles empedradas. Y así, esta obra se construye más como un “dietario de viaje”, en el que incluye impresiones sobre los sitios, notas históricas, rasgos de idiosincrasia de la gente, fotografías, citas de textos, afirmaciones sobre las características culturales de una ciudad o de un país, su expresión en las artes, así como anécdotas en su recorrido:

“¿Qué tienen ciertas ciudades y sitios, que promueven actitudes específicas? ¿Cuánto tiempo hay que residir en una ciudad para que uno empiece a comportarse y pensar como la gente de allí? ¿Y dónde empieza esta ciudad psicológica?”.

“La transitoriedad es parte aceptada de la vida en los trópicos”.

“Vuelo a Miami en American Airlines. Las voces irradian confianza y superioridad. (No suenan tolerantes ni libres de prejuicios, y no lo son). Después de oír la dulce y sensual dicción de Latinoamérica, esta, mi lengua, suena áspera, cruel y autoritaria”.

“El pasado no es un prólogo del presente: es el presente, ligeramente transformado, dilatado, distorsionado y con diferente énfasis”.

Asimismo, nos sorprende el nivel de detalle con el que describe algunos de sus encuentros, como cuando visitó la tumba de Marcos en Filipinas:

“En el mausoleo suena música litúrgica ambiental de Mozart, lo cual crea una atmósfera fantasmagórica y escalofriante, y en la cámara climatizada hay una serie de bastones de mando a cada lado, con conteras metálicas en la parte superior, en las que hay esculpidos íconos parecidos a extraños símbolos masónicos: lunas crecientes, estrellas, picas, martillos y otros que son indescifrables”.

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Este polifacético músico, también creador de la película considerada por muchos críticos como el mejor film sobre una banda de gira, Stop making sense, nacido en Escocia, pero nacionalizado estadounidense a los ocho años, nos lleva con su bicicleta a Berlín, Estambul, Buenos Aires, Manila, Sídney, Londres, San Francisco y la ciudad que no parece ser parte de Estados Unidos, Nueva York: el epicentro del planeta (esto lo digo yo). Como rasgo de la arquitectura narrativa del libro, con una prosa sencilla y clara, Nueva York siempre es mencionada como punto de comparación con el resto de las ciudades que visita.

En ese camino, Byrne muestra humildad en su forma de ver el mundo, un atributo difícil de conseguir en una celebridad. Aunque, mención aparte, no deja de ponerlo a uno capcioso que los otros miembros de la banda, luego de su desintegración, hayan fundado un grupo de corta vida llamado No talking. Just head. Solo el nombre parece aludir directamente a la ausencia de Byrne que, de hecho, terminó demandando a sus excolegas de banda con base en que el nombre era completamente sugestivo del grupo fundacional.

Apartando el episodio de los descabezados exmiembros de la banda, cuyo álbum en solitario, de paso, recibió malas críticas, en general, los observadores, las personas que se asombran constantemente al descubrir el mundo, bien sea en las caminatas o en bicicleta, son personas humildes porque, al dejarse deslumbrar por los hallazgos, entienden su minúscula posición en la naturaleza de la vida misma.

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A partir de ese asombro leemos algunas de las reflexiones y descripciones que, con ironía y humor, plantea sobre determinados lugares:

—Berlín: “Al construir sus calles lisas, podría decirse que los alemanes han allanado los baches psicológicos de su vida cotidiana”.

—Estambul: “Aquí, la brecha entre ricos y pobres es muy grande, igual que en Estados Unidos, pero en Estambul, a diferencia de Nueva York y otras ciudades, no se ven los despojos marginados por la sociedad.”.

—Manila: “Hoy pedaleo por el área de Binondo. Hay muchas máquinas de karaoke por todas partes. ¡Incluso en la calle! Instaladas en los pequeños tenderetes de este mugriento casco antiguo de la ciudad… Algún pedacito de nuestro ADN nos dice cómo crear y mantener lugares como este, de la misma manera que nuestro código genético le indica al cuerpo cómo formar un ojo o un hígado”.

—Buenos Aires: “Su clima templado y sus calles más o menos en cuadrícula, la hacen perfecta para montar bicicleta. Aun así, podría contar con los dedos de una mano el número de gente del lugar que vi circulando en bicicleta. ¿Por qué? ¿Es por lo temerario del tráfico, por el elevado número de robos, por lo barato de la gasolina y porque el coche es un símbolo imprescindible de estatus?”

“Estoy un poco harto del mito de Gardel. Lleva muerto mucho, mucho tiempo. ¡Superadlo de una vez! ¡Seguid adelante!”

—Sídney: “¡Joder, qué pasada, qué extraña y maravillosa ciudad!… Para una ciudad tan increíblemente hermosa, el trayecto en bici resulta sorprendentemente arduo e incómodo”.

—Londres: “Londres no es una ciudad organizada sobre una cuadrícula, lo cual puede ser bueno, pero también malo para moverse en bicicleta… Al no ser oriundo del lugar, tengo que consultar un mapa a menudo, ya que las sinuosas calles pueden hacer que uno se extravíe fácilmente”.

—San Francisco: “Mientras que aquí se siente admiración y respeto por las excentricidades y por los espíritus obsesivamente independientes, en muchos otros lugares solo se habla de boquilla de la independencia y la libertad”.

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En esta vida, una de mis obsesiones es la música. De adolescente toqué en un grupo de rock sinfónico llamado Obertura. Dimos varios conciertos, entre ellos en la Universidad Simón Bolívar y en el extinto Teatro Alcázar. Todas las canciones eran composiciones nuestras. Yo tocaba teclados, bueno, en realidad éramos dos tecladistas que nos disponíamos dentro de un círculo rodeado de sintetizadores y de un piano eléctrico Yamaha y un Fender Rhodes, batería, bajo y guitarra, sin vocalista.

Siempre me interesó ver bandas en concierto, desde el mítico Yes hasta la alemana Rammstein. He visto a Metallica, Iron Maiden, Genesis, Phill Collins, Sting, Peter Gabriel, Soda Stereo, King Crimson, U2, Muse, Apocaliptica, Kansas, Gentle Giant, Billy Joel, Frank Zappa, Vitas Brenner, Rush, B-52’s (con Desorden Público de teleneros), Guns & Roses, Alice Cooper, Kiss, Dream Theather, The Eagles, Aerosmith, Weather Report, Supertramp, Bon Jovi, Rick Wakeman, Chick Corea, Megadeath, Moby, The Chemical Brothers, Santana, The Blue Man Group, y algunos más que no me vienen a la memoria.

Me hubiera encantado poder ver a Talking Heads cuando estaban en su esplendor, sumergirme en el mundo teatral y excéntrico de Bryrne al sonido de los innumerables éxitos de esta memorable banda. En algún artículo de Rolling Stones leí que entre los cantantes más cool de los últimos tiempos estaban Peter Gabriel (sobre todo en su época iniciática), David Bowie y David Byrne. Recuerdo que una vez el cineasta Luis Armando Roche nos invitó a la Cinemateca Nacional a ver la proyección de la película Stop making sense, que fue lo más cercano que estuve a la experiencia de las cabezas hablantes.

Ahora más bien, al terminar este artículo, luego de leer Diarios de bicicleta, comenzaré a pedalear por las calles de la ciudad donde me encuentro, me propondré ir a lugares a las que nunca he ido, descubrir esquinas, bares, edificios, monumentos, para entender a su gente, no distraerme con el tráfico, pero sí detenerme unos segundos para contemplar algo que me deslumbre, para intentar fijarlo en el disco duro del cerebro. Andaré con la valentía del explorador, a riesgo de encontrarme en algún lugar con algún asesino psicópata (Psycho killer) que este quemando una casa (Burning down the house) para luego preguntarme: «Bueno… ¿cómo llegué aquí?». Será la manera de estar conectado con ese sentido de libertad que da el lanzarse por un abismo a escribir una novela y el andar en bicicleta.

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