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Claro que bailé «El motorizado» (1990), pero le presté verdadero oído al escuchar, un par de años después, su versión de «Bésame mucho». Un timbre que igual servía para los registros de salsa, el jazz y las baladas. Y para las saudades de la música venezolana. Ese descubrimiento me impulsó a seguir sus producciones y a preguntarme cuándo sería reconocida más allá de los cenáculos de iniciados que disfrutaban su alucinante tesitura, el experto quiebre en los soneos y, si la pieza lo exigía, el modular algodonoso del bolero.
Cuentan que Gerry Weil la descubrió una noche de 1983: hacía versiones de Ella Fitzgerald y al rayar la madrugada todo el club se batía en la pista al ritmo de “Químbara químbara cumba quimbabá”.
En el mismo trabajo de 1992, donde se imprime «Bésame mucho», viene «El manduco», la pieza con la que colonizaría las emisoras. De inmediato, Alberto Naranjo la puso a cantar, unos meses después, una adaptación de «Amor de alquiler» –original de Cole Porte, pero con nueva letra del poeta Jesús Rosas Marcano– en el álbum «Imagen Latina» de El Trabuco Venezolano. En ese surco la acompaña al piano Aldemaro Romero, con quien luego emprendería memorables realizaciones.
Naranjo explota nuevamente su voz en el homenaje que en 1996 rinde al maestro Billo Frómeta: en «Swing con son» la escuchamos en un impresionante scat, primero al unísono con la trompeta y el bajo y, de seguido, revelando el genio y la magia de su instrumento en solitario.
Sus matrices de «El catire», «De repente», «Carreteando en enero», se han convertido en la seña de una cantante remecedora de eso que llaman el sentimiento y que no es otra cosa sino la descarnada manifestación de una artista cabal: las notas de un alma que dan corporeidad a un ímpetu expresivo mediante la potencia de su privilegiada garganta con la que agradece pertenecer a una tierra díscola y acaso perdida, pero suya, al fin y al cabo.
En 2012, al cumplir treinta años de carrera, organiza un concierto en el teatro de la antigua CorpBanca. Conseguimos localidades en la primera fila. Esa noche suben con ella al escenario varios músicos de la movida caraqueña. Hace el tránsito por su versátil repertorio con apasionada fuerza y entrega. Lucía feliz, exultante. Antes de interpretar «El motorizado» cuenta que aquella canción la salvó de un atraco y “quién sabe si la vida”. Cerca de la estatua de María Lionza, en plena autopista Francisco Fajardo –serían las seis de la tarde de un día gris– el atasco era proverbial. Concentrada en la radio, siguiendo la letra de una guaracha de moda, de pronto siente los estacazos a un costado. El parrillero la encañona, obliga a bajar el vidrio y pide cartera, reloj, sortijas mientras el conductor de la motocicleta ronca con impaciencia el cilindraje. Ella dice: “soy la del motorizado”, y suelta el coro: “Lo tiran de un lado/ lo tiran pal otro/ y no se dan cuenta que está en una moto”. El hombre insiste, violento; ella sube el tono: “Mi hermano es un renegado/¿por qué?, por qué?/ mi hermano es un renegado/¿por qué?, por qué?/ porque es motorizado”. Entonces el chofer grita: “Es verdad, chamo, déjala tranquila”, impulsa hacia atrás –con los pies– la máquina, y la mira: “Sigue, mamita. Mosca poraí”. Las risas son apagadas por la entrada del piano y el ritmo. A la mitad del número Gerry Weil se manda un solo tremendo que hace arder las palmas de las manos en todo el aforo.
Su preocupación por el medio ambiente era vital. En los acordes iniciales de «¿Hasta cuándo?» opaca el sonido del teclado para referirse a la necesidad de proteger la naturaleza, las montañas, el océano. Quiere que el hombre –“nosotros, chico”– recapacite y escuche: “un derroche de basuras/ que me ensucian el paisaje/ y por eso quiero hablar/ basta de los facilismos/ sé que puedes entender/ y aunque no sepas leer/ esto puedes comprender”. Ahora es Víctor Cuica el encargado de cubrir el auditórium con el sonido de su saxo: virtuoso y profundo, las llaves de metal iluminan su rostro concentrado en una novedosa melodía.
Hacia la mitad del espectáculo, en el punto más alto del intenso despliegue de sonoridades, la percusión comienza a dibujar, a solas, golpes de nuestras costas: de Chuspa o Barlovento, de Bobures o Choroní. La batería de tambores culo e’ puya, mina y quitiplás, mezclada con los batá, el quinto y la tumbadora ocupa el aire durante unos diez o doce minutos. De pronto, ella aparece bañada por un foco azul al filo de la tarima. Amaga unos movimientos de baile y, abriendo los brazos, solicita un pañuelo. Me levanto de un salto y le doy mi pequeño trapo, ése por el que recibí burlas durante buena parte de la juventud, por usar –decían– tamaña antigualla.
La tela se mueve a una velocidad inaudita. Se pasea por el elástico cuerpo. Traza figuras al compás de la enloquecida cadencia percusiva. Ella zapatea, vibra, da vueltas sobre sí misma hasta cuando, al borde del éxtasis, toma el micrófono, lo envuelve con el pañuelo y canta: “Ah muchacho flojo/ ah muchacho/ dónde está el mecate/ pa recogé la yuca/ que sembró tu mamá/ que sembró tu mamá”, y baila indetenible, sensual y sabía. Sin solución de continuidad, el timbalero abanica los costados de sus pailas, las congas cambian a guaguancó, el piano ataca y la voz proyecta: “Bésame/ bésame mucho/ como si fuera esta noche/ la última vez”. Incontinenti, Víctor Cuica obliga de nuevo a clavar la vista en la destreza de su performance. Una pirueta de los metales frasea la melodía de «El manduco» y ya está cantándolo. La fusión permite lucirse a las trompetas y al íngrimo trombón. La sala es una fiesta. Todos bailamos.
Al devolvérmelo, el pedazo blanco se halla impregnado del relente de una velada inolvidable. Lo pongo en el bolsillo y la memoria quiere que allí termine el bembé.
Hasta la mañana del 20 de septiembre de 2019. Apenas leer que murió lejos de Caracas saco de un salto, como aquella noche, mi inseparable pañuelo: húmedo de nostalgias, fiel a la alegría del recuerdo de una celebración que no acaba nunca: la de su canto impreso en la historia grande de la música popular.
Carlos Sandoval
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