Un milagro literario (en pandemia)

06/06/2020

La orden de guardar cuarentena por quince días que recibí el 14 de marzo del número 3532, al haber viajado desde España y la posterior medida de cuarentena general decretada, me sorprendió sin libros de papel. En las redes muchos se regocijaban de que empezarían a disfrutar de la larga lista de títulos no leídos. Ello me producía una envidia genuina y un sentido de desamparo. Ana Teresa Torres escribía en Prodavinci: “En primer lugar me fui a mi biblioteca que me estaba fielmente esperando después de un largo tiempo entregada a las novedades”. Jorge Carrión, autor de Librerías, nos había recordado una cita de Michel de Montaigne: “Nunca voy de viaje sin libros, ni en tiempos de paz ni en tiempos de guerra”. ¿Qué iba a saber yo que, cuatro días más tarde de viajar desde Barcelona, iba a ser confinado como en tiempos de guerra?

Me viene a la mente el escritor mexicano Mario Bellatin, autor de Salón de belleza, que dice que no lee a ningún escritor y que no tiene libros en su casa. Bellatin es una excepción a la regla y su método atípico y algo extravagante, que no tengo por qué poner en duda, más bien me daría una sensación de orfandad. Como estrategia de sobrevivencia empecé a descargar libros gratuitos. Había una impulsiva, extraña y nueva situación de desborde inicial de generosidad de algunas editoriales. También recibía libros que me enviaban amigos y conocidos a través de las redes o grupos de WhatsApp, era como una orgía librera desbordada. Yo mismo empecé a compartir algunos que me llegaban, como consumidores en pánico en Black Friday, anhelando algo a qué asirnos en tiempos inciertos.

De esa manera empecé a expandir una suerte de biblioteca virtual Covid-19 con libros que dejaba por la mitad o a menos de la mitad. Algunos días leía tres libros digitales a la vez, saltaba de uno al otro. Muchas de las lecturas me fascinaban, como Vivir para contarla, la autobiografía de García Márquez, El album blanco de Joan Didion (relectura), o Un amigo de Kafka de Isaac Bashevis Singer. La realidad era que no podía adaptarme a tener que leer libros en pantalla. Sentía un vacío, una pérdida intangible de algo, como una comida sin condimento, un paseo en bicicleta en un día de niebla, un atardecer sin colores.

Tal vez deba indicar que cuando leo me convierto en un profanador de libros: los subrayo, los marco, hago observaciones, anoto las partes que considero mejor escritas, resalto puntos importantes de la trama, pasajes deslumbrantes, metáforas descollantes, claves sutiles. Cuando se lee un libro y pasa el tiempo, uno recuerda pocas cosas de esa obra que pudo haber generado todo tipo de emociones mientras se leía: con suerte se arrastra una vaga imagen, la sustancia general de la trama, un pasaje que impresionó o un detalle superfluo. Eso le pasa hasta al mejor lector, es algo que tiene que ver con la memoria, el olvido y el funcionamiento del cerebro.

Al regresar un tiempo más tarde a un libro subrayado y anotado (obvio que no considero al libro físico como un objeto sagrado), tengo un mapa, además de que al subrayar y anotar aumenta considerablemente el entendimiento a fondo de la lectura. Al volver a los libros con mis anotaciones y frases destacadas se abren las compuertas de la memoria y dejamos sin trabajo a los archivadores del cerebro que pretenden ocultarnos los recuerdos. Si no lo hago de esa manera el libro queda como un amasijo de letras flotando dentro del espacio entre la carátula y la contratapa. 

Un escritor es ante todo un lector. Como escritor me interesa ver la costura de los libros, las formas y estrategias que utiliza el autor para construir su obra, el uso del lenguaje, la musicalidad, el tono, el tipo de narrador, la forma en que presenta a los personajes, si es un texto que mezcla varios géneros o se acerca a un estado más puro de la novela, cuento, poesía o ensayo. Y seguro que alguien me dirá que también puedo hacer anotaciones sobre la pantalla con la lectura de un libro digital, y sí se puede, claro está, y lo hago, sobre todo cuando leo un manuscrito de algún amigo o si se trata de un trabajo específico. 

Eso en cuanto a lecturas obligatorias. El caso opuesto es cuando se trata de un libro que se ha escogido a voluntad propia, como un acto de rebelión e independencia, me desagrada e incómoda leerlo en pantalla. Necesito el contacto de la piel con el papel, marcarlo, dejarlo desnudo, sacarle las tripas, verle los huesos, hacerle la autopsia, despojarlo de todo enigma. Así que esta pandemia, aparte del encierro obligado, me tenía en un estado de desesperación al no poder leer libros en papel. No se trata de algo banal sino de una necesidad legítima. 

A esta situación se agrega el hecho de que a la gente no le gusta prestar libros y tampoco me gusta pedirlos porque no puedo marcarlos. Un día me encuentro con un vecino lector. Le conté mi situación precaria y me dijo que estaba dispuesto a prestarme un libro, algo así como un acto extremo de generosidad y desprendimiento. No quería revelarme los títulos de su biblioteca y luego de pensarlo me dijo que me podía prestar el Ulises de Joyce. Yo no sé si mi amigo me quería hacer un favor o echarme una vaina. Y yo, sediento de papel, le dije que sí, que ese era un libro que todos sabemos lo que es, asumido como una manera de hablar sobre una obra realmente complicada. En fin, acepté su oferta y un día, siguiendo los protocolos de higiene en pandemia, me lo dejó en la puerta de la casa con una nota: “Tocayo, aquí te dejo esta obra maestra, con carácter de préstamo (carita feliz al lado)”. Yo no le había dicho a Pedro que rayaba los libros y tampoco iba a hacerlo.

A la mañana siguiente entré en los primeros capítulos de esta relectura superflua del Ulises (en efecto no recordaba casi nada cuando avancé victorioso sobre colinas matando neuronas). Me di cuenta enseguida de que no era un libro para los tiempos de peste. Ya suficiente teníamos con el coronavirus, la escasez de gasolina y todos los males derivados de la vida cotidiana venezolana. Leer ese libro solo podía hacer que aumentara la desesperación y la irritación. 

Hablo con José Ramón Gutiérrez de la librería Kalathos de Los Galpones, donde íbamos a presentar, si no se hubiera atravesado la pandemia, Broadway-Lafayette: el último andén, editado por Kalathos Ediciones de España, y que esperamos todavía poder presentar si las circunstancias lo permiten.  José Ramón me dice que están a punto de implementar un servicio de entregas o citas individuales pero que, por la escasez de gasolina, y como él vive lejos de la sede, están en proceso de definir la logística. 

Me entero de que El Buscón en el Trasnocho Cultural está a punto de sacar el servicio delivery. Me convierto en uno de los primeros de la lista. Hablo con la encantadora Katyna Henríquez y le propongo que cuando ella vaya para allá puedo presentarme, caminando desde mi casa. Le prometo ser breve y llevar la debida protección antipandemia. Le comento que, si acaso no tiene punto de venta activo, puedo adaptarme a la forma de pago preferida conforme a la surrealista realidad económica venezolana. Ella me explica, con mucha cordialidad, que no es posible verme en la librería por las normas de Paseo Las Mercedes. 

 

Tuve que tener paciencia y cuando llegó el paquete me sentía como un muchachito que cree en el niño Jesús. Villancicos sonaban en mi cabeza. Había pedido Curso (rápido y sentimental) de italiano de Slavko Zupcic, que me entretuvo mucho. Cada capítulo consta de un fragmento de un cuento largo que se va armando en el libro, entradas reflexivas de un diario del personaje central e historias de amor binacional que toman la forma de minicuentos. Hay un coro que abre y cierra el libro. El segundo fue Las bailarinas muertas de Antonio Soler, una novela que transcurre entre Barcelona y Málaga, ganadora del premio Herralde 1996. Fue un descubrimiento al azar de esos que enaltecen al espíritu. No había leído nunca a Soler, un extraordinario narrador de alto calibre.

El éxtasis que sentí al tener los libros de papel, que devoré como un depredador en una sabana africana, era tal que casi se veían los rastros de sangre corriendo en hilitos desde mi boca y que caían sobre los libros. La experiencia me llevó a la necesidad imperiosa de buscar más libros de papel. Enseguida abandoné las versiones digitales que estaba leyendo, como si me hubiera encontrado de nuevo con un amor genuino y descubierto que todo lo anterior se trataba de imposturas transitorias, falsos positivos. 

En mi nueva normalidad camino por las calles con las prevenciones antipandemia y evitando acercarme a las personas. Emprendo estas caminatas muchas veces para procurarme algo en la farmacia o el mercado, un pretexto que utilizo para alargar los paseos a unas dos horas diarias, como un Walter Benjamín a 900 metros sobre el nivel del mar. Cada vez trato de tomar un camino distinto para generar nuevas conexiones neuronales que me aporten sentido de bienestar y felicidad. Y es así como un día me encontraba caminando por la avenida Eugenio Mendoza de La Castellana con la intención de llegar hasta la Cota Mil y devolverme, cuando al lado de un árbol frondoso y casi que enfrente de una quinta llamada Guadalajara 61, que parece constar de cuatro apartamentos por la nomenclatura de los timbres, me encuentro una caja solitaria llena de libros. Se veía valiente, incólume, casi que tenía las tapas de la caja entrecruzadas en posición de loto.

Miro a los alrededores, como cuando un hampón se apresta a cometer un crimen. Me cercioro de que no hubiese alguna cámara en el muro de la casa. El silencio cubría el ambiente. Cuando me acerco y levanto las tapas de la caja de Galletas María, marca Puig, casi me da un mareo. Solo en la superficie estaban Cuatro novelas cortas de Juan Carlos Onetti, Nova Express de William Burroughs, Mañana en la batalla piensa en mí de Javier Marías y El hombre unidimensional de Herbert Marcuse. “¡Madre mía! ¿Qué demonios es esto?”, exclamé muy a lo español, solo me faltó el “ostias, qué fuerte”. 

 

En eso llega un motorizado a entregar un delivery en la quinta. Sale una señora a recibir el paquete y ella mira que estoy viendo la caja. ¿Será la misma que dejó los libros afuera a la buena de Dios para que alguien los recogiera? La señora me ve y luego cierra la puerta. Yo lo interpreto como una señal de aprobación, algo así como un “llévesela, mijo”. Tal vez pudo leer mis intenciones en mi mirada superpuesta al tapabocas estilo Pato Donald de pico blanco que cargaba o por mi pose de felino. El motorizado arranca indiferente. Estoy solo en la calle. Vuelve el silencio completo tras el ronquido del tubo de escape. Una brisa tenue acaricia mi cara. No lo pienso dos veces y, sin saber qué otros libros había en la caja de galletas María, la alzo y me devuelvo hacia la casa. La Cota Mil podía esperar a otra caminata. 

Conmovido, empecé a avanzar creyendo que la gente se iba a fijar en la caja que cargaba: seguro pensarían que se trataba de una caja CLAP, aunque afuera no tenía la cara de Chávez o Maduro sino el muy catalán apellido Puig, que se pronuncia “Puch”. La realidad era que nadie se fijaba en la caja a medida que avanzaba. Esa indiferencia no ocurría en otras épocas en Caracas, no sé si se debía a la pandemia, porque la ciudad era ahora menos insegura para caminar, o debido a que todo el mundo se la pasa llevando cajas y bolsas de todo tipo de un lado para otro en esta sociedad de intermediarios en la que nos hemos convertido.

La caja estaba pesada pero la manipulaba a mi antojo. Yo debía tener la dopamina, las endorfinas y la adrenalina disparadas. En un momento pensé que podía soltar una lágrima de estremecimiento. Cuando paso de regreso por el colegio Teresiano descubro una virgencita dentro de una pequeña reja en un hueco esculpido en un árbol, protegida de posibles robos. Adentro parecía flotar rodeada de hojas amarillas y piedras pequeñas. No sé si esta imagen se trataba de una señal relacionada a lo que acababa de ocurrirme: el papel con el que se hacen los libros proviene de los árboles y dentro de un árbol estaba una virgen. 

Mi ruta de regreso, que luego pude medir en Google Maps, fue de 3.2 kilómetros. Por momentos me sentí como un caletero del Puerto de La Guaira o como un vendedor de cervezas en el estadio, me colocaba la caja alternadamente en cada hombro, aunque la mayor parte del tiempo la llevaba con los brazos extendidos hacia el suelo. Llegué a la casa con la piel encendida. Procedí con la desinfección personal, que era inútil puesto que me disponía abrir la caja y luego tendría que desinfectarme de nuevo. Entonces me lanzo al piso y saco los libros y los pongo sobre la cerámica roja de la cocina.

Mi sorpresa fue mayúscula. No voy a decir todos los títulos ni todos los autores de la caja que pesaba 11.5 kilogramos. Había libros de Irvine Welsh, Elena Poniatowska, William Burroughs, Joseph Conrad, José Donoso, Onetti, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro, Héctor Abad Faciolince, Mariano Picón Salas, Gonzalo Celorio, Fernando Savater, Javier Marías, Herbert Marcuse, Michel Houllebecq. Me dije en voz alta: “¡Dios existe!”.

Entonces procedí a desinfectar los libros y a ponerlos un rato al sol. En general estaban en muy buen estado. Me figuro que mi experiencia, además, como bonus track al mediodía y con el sol fuerte, contaba como mi entrenamiento del día. Una caminata de ejercicio funcional. Me pongo a pensar quién podrá ser la persona que tenía tan buen gusto literario. ¿Cómo me podía haber llegado una caja con libros que, casi en su totalidad, contaba con el tipo de autores que me encanta explorar y despiertan mi interés? 

Entonces me acordé del episodio de Barcelona.

Se dice que la realidad supera a la ficción, como casi siempre ocurre y como se evidencia con la magnitud de la pandemia. En ficción a veces es necesario dosificar la realidad para que lo contado tenga verosimilitud y no se rompa el pacto con el lector. Pero ese no es el caso con la no ficción. En la no ficción se debe relatar la realidad con los recursos literarios que se ajusten lo mejor posible a la materia narrada, por supuesto. En literatura de no ficción no queda otro camino. El hallazgo de esta caja en La Castellana, sumado al de la otra caja en El Ensanche en Barcelona seis meses atrás, puede despertar incredulidad. Sin embargo, señoras y señores, no queda otra, sino que contarles los hechos. Contar sin inventar. 

Como en la buena tradición estadounidense, crucificada por los fact checkers o verificadores de hechos, comienzo diciendo que el sábado 19 de octubre de 2019, en horas de la mañana, caminaba por el cruce de las calles Provenza y Roger de Llúria cuando, al costado de uno de los numerosos contenedores plásticos de basura, los mismos que en un número superior a los mil incendiaron manifestantes en el fragor de los días de protesta violenta independentista, me encontré una caja de libros. Inmediatamente le tomé fotos, como lo hice con la caja de La Castellana, observé los títulos que estaban por encimita y decidí, con el corazón acelerado, de la misma manera como hice ahora, que me la llevaría. Uno de los personajes de mi novela Broadway-Lafayette se llama Scott, un artista y mendigo neoyorquino y su lema es que “Todo lo que necesitas lo puedes conseguir en la basura”. Una coincidencia, supongo. En Barcelona, en medio de mi asombro, mi impulso fue compartir el hallazgo en Twitter que acompañé con un par de fotos:

Ahora que leo el tuit me doy cuenta de que el tono de mi nota no se correspondía a la exaltación que tenía. Recibí todo tipo de elogios: Qué suerte/Muero de envidia/Menudo Hallazgo/Yo quiero uno/Dios/Se adelantó la Navidad/Enhorabuena/Los milagros existen. La palabra que más se repetía en los mensajes era “tesoro”. Una respuesta decía: “A eso lo llamo suerte porque están rarísimos los libros”, rarísimos en el buen sentido, claro está. 

Algunos de los títulos eran La cabeza perdida de Damasco Monteiro de Antonio Tabucchi, La granja de John Updike, El bastardo recalcitrante de Tom Sharpe, Noches de Bocaccio de Juan Marsé (qué me hubiera imaginado que luego escribiría una crónica en torno a Bocaccio: donde ocurría todo), Del asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey (otro caminante como Benjamín), Palomar de Italo Calvino, Mi tío Spencer de Aldous Huxley, La mala hora de García Márquez, La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza y uno con la obra completa de Antonio Machado.

El tuit lo identifiqué en ese momento con el hashtag #SoloEnBarcelona. Y no es para menos. La ciudad catalana es el epicentro del mundo editorial de habla hispana, el lugar de nacimiento de Sant Jordi, Día Internacional del Libro. Y no dejando de ser una suerte extraordinaria lo que me había ocurrido, pudiera llegar a pensarse que resultaría posible solo en Barcelona. Se trata de uno de los pocos lugares en el mundo en el que al presentarte como escritor despiertas admiración y eres rápidamente aceptado, no como en otras ciudades en los que la pregunta deriva en un cuestionamiento: de qué vivo, cómo se come eso y hasta un pobrecito acompañado de una mirada de pena y suspiro lastimero.

Que se repitiera un hallazgo similar seis meses más tarde en mi ciudad natal, donde vine a pasar solo unas semanas y las circunstancias extienden mi permanencia quién sabe hasta cuándo debido al coronavirus, me hace pensar en un nuevo hashtag #YTambiénEnCaracas. Sabemos que Venezuela sufre una severa crisis editorial, una debacle de las librerías y, en general, todo lo que tenga que ver con el libro se encuentra en terapia intensiva, por lo que este segundo hallazgo es aún más asombroso.

 Dada la improbabilidad del acontecimiento, sentía que había hecho una conexión espiritual con el universo inteligente. Algunos dirán que es el inconsciente colectivo de Jung o fuerzas metafísicas confabuladas. Deepak Chopra diría que lancé la intención al Universo, me desapegué del resultado al tiempo que hacía mi mejor esfuerzo y por ello me llegó lo que anhelaba. Aparte de todo está el hecho de que ambas cajas fueron halladas en situaciones históricas excepcionales: en Barcelona comenzaban las semanas más violentas desde la Guerra Civil española y en Caracas me había atrapado una pandemia, el peor acontecimiento desde la Segunda Guerra Mundial.

Me preguntaba de nuevo quién podría ser el dueño o la dueña de estos libros. Empecé a revisar cada uno en detalle a ver si había algún nombre anotado. Me encontré con dos dedicatorias. La de El gigante errado de Kazuo Ishiguro:

Tío/Padrino

Aquí un pequeño regalo que espero te guste
Te mando un abrazote, que, aunque ya son muchos años lejos, siempre te recuerdo con mucho cariño.
Tu ahijado Rodrigo
Noviembre 2017

Y la otra en Sábado de Ian McEwan:

Alfredo,
Este es un gran libro. Espero que un día podamos conversarlo. Falta mucho, Alfredo. Fuerza.
Un inmenso abrazo
Juan Diego

Se plasmaban ante mí pistas de este lector con tan buen gusto: tiene un sobrino-ahijado que se llama Rodrigo y un amigo que se llama Juan Diego. Tener amigos y ahijados que regalen libros de McEwan e Ishiguro no se consigue todos los días. Tenía entonces esas dos pistas y el hecho de que posiblemente la persona viviera en la casa Guadalajara 61. Fabulé que Alfredo habría estado en la Feria del Libro de Guadalajara o que se había casado con una mexicana nacida en esa ciudad.

 

Y de golpe una palabra de la dedicatoria del libro de McEwan me produjo una repentina tristeza: “Fuerza”. Deduje que Alfredo debía tener una enfermedad seria y quizás Rodrigo y Diego le dieron esos regalos para darle ánimo. También consideré que la pareja de Alfredo estuviese enferma. ¿Qué hacía esa caja con ese tesoro de libros en la avenida Eugenio Mendoza de la Castellana? ¿Quién es o quién era Alfredo? ¿Debería tocar los cuatro timbres para preguntar por Alfredo, agradecer el legado anónimo, y que tal vez me den una mala noticia? ¿Necesitaba comprobar este hecho o era mejor dejarlo en el campo de las suposiciones? No creo que me atreva a hacerlo solo por satisfacer una curiosidad. Hay veces que las incógnitas en la vida siembran una ilusión. Solo puedo terminar diciendo: “Alfredo, donde quieras que te encuentres, gracias por el milagro”.


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