MEMORABILIA

Un matrimonio en los Estados Unidos

Broadway desde el Bowling Green. Aguafuerte coloreada a mano. Imagen tomada de Visualizing 19th-Century New York | visualizingnyc.org

25/10/2021

[Simón Camacho (Caracas, 1824-Lima, 1883), poeta y diplomático. Sobrino-nieto de Simón Bolívar. Se destacó, asimismo, como escritor costumbrista firmando muchos de sus trabajos con el seudónimo de «Nazareno». El texto que reproducimos ha sido tomado de Cosas de los Estados Unidos (Nueva York, J. Durand, editor, 1864, pp. 29-35)].

Gastando su dinero locamente

En divertir la gente.

(Arolas)

Descuella sobre mi escritorio, en medio de diarios de la mañana, los apuntes de la lavandera, el álbum de miss Fanny, las poesías de Heredia y las cuentas del sastre, una tarjeta muy sencilla, pero muy elegante, en que se me participa que «Mrs. David van Praag estará en sus casa el jueves 16 del corriente desde la una hasta las tres de la tarde». No tiene address, es decir, no explica dónde vive Mrs. Praag. Pero, ¿quién no sabe dónde ella vive? Trazas de muy poco elegante tendría quien no lo supiera. Mrs. van Praag pertenece a la aristocracia de Nueva York, al mejor círculo de la Quinta Avenida. Todo el mundo sabe donde vive Mrs. van Praag, como sabe dónde vive Eugenia, dónde vive Isabel II y dónde vive la esposa de Nicolás. La dirección de la casa es inútil: no es de buen tono.

Junto a la tarjeta de tan alta señora se hallan dos unidas con una sola cinta, como dos bueyes a una misma coyunda, si los poetas me perdonan el símil prosaico y vaquero. La cinta es blanca y el lazo ostenta los primores de una mano ejercida en el arte de los encajes y las sedas. Las tarjetas uncidas quieren significar la unión de los novios. La de la Sra. van Praag prueba que soy yo uno de los escogidos para presenciar tan feliz acontecimiento.

–¡Bautista, Bautista, corre y llama el peluquero! ¡Ve al almacén de Jouvin por guantes gris-de-perle! ¡Prepárame el frac! ¡Acepilla el sombrero y sacude el polvo a las botas! ¡Oye Bautista!… Al cochero que mande un coche de gala: ¿entiendes?

A la una y tres cuartos iba yo de camino para el coche, vestido, perfumado, rizado, aguantado y brillante como una onza de oro de Carlos III, salida de las manos de un joyero para regalo de bautizo.

–¿A dónde vamos, señor, si usted gusta?, preguntó el cochero.

–A la casa de Mrs. van Praag.

–¿Al matrimonio, señor?

–Sí, al matrimonio.

Patricio se dio por satisfecho con la explicación y yo con la perspicacia de Patricio, quien enderezó sus caballos hacia la Quinta Avenida. Pasada la casa de Townsend, el fabricante de la célebre zarzaparrilla, y la de Mr. Smith, el revendedor de clavos de la calle de Water, y la de Madame Danneville, la ex-modista, y la de muchos otros nobles por el estilo, llegamos a casa de Mrs. van Praag. La ingénita penetración de Patricio no había menester de aguzarse demasiado para descubrirla. Cosa de trescientos carruajes de plaza que podían bien guiar su rumbo al número 301, a donde iba arrastrada mi acicalada humanidad. Lo difícil era penetrar; pero penetramos, Patricio con sus caballos y yo hasta el verdadero vestíbulo del santuario en que reverencia a sus abuelos la última descendiente de los van Praag que vinieron a América con el capitán Hudson.

Un negro, no de la familia (en Nueva York hay negros asociados a compañías anónimas para servir a este género de festividades), diome acceso por la angosta puerta de estilo en todos los palacios de la Quinta Avenida y una música alquilona saludó mis oídos con las melodías de una polka-mazurca. Mi sombrero Genin, reciente importación de París, desapareció con mi caña de las Indias, regalo de un teniente que fue a la expedición angloamericana del Japón, ambas cosas entre las manos de un sabeo de los de las compañías anónimas.

Pobre de mí, neófito no iniciado en los usos y costumbres de la sociedad de haut ton, habríame quedado inamovible en la puerta de los salones de la señora van Praag si un caballero de corbata blanca no se me hubiese espontaneado para introducirme en la sala de recibo. Permítaseme aquí una digresión arquitectónica.

Las casas de Nueva York son todas, o casi todas, de 25 pies de frente por 100 de fondo, medida tradicional que constituye un lot. En esas ocho varas y pico han de caber un zaguán y un salón, que tiene este seis varas y aquel cinco pies de frente sobre la calle. La extensión interior, el fondo entero va dividido todo él entre zaguán y salón en las proporciones indicadas, formando dos localidades muy semejantes a las de las cajas de cigarros de 250 MILLAR COMÚN. En el paralelogramo del salón hay sofás, sillas, étagères, piano, mesas y toda la multitud de muebles inútiles que amontona el lujo adinerado.

Y en el mismo paralelogramo, reducido por los adornos, había toda la generación semoviente de los 300 vehículos que cerraban el paso en la calle, apiñada como sardinas en conservas o higos en Esmirna. La crinolina dejaba exhalar suspiros sordos y ahogados por la presión de diez atmósferas en que se la tenía aplastada. En una testera del salón estaban de pie los novios, ya casados. Junto a Arturo los padrinos introduciendo las visitas de felicitación, junto a Guillermina las madrinas calculando sobre la felicidad de haber encontrado marido. Un matrimonio de la Quinta Avenida tiene de ordinario la gala de seis padrinos y seis madrinas. El salón, o para que no se enoje conmigo la Sra. van Praag, los salones estaban herméticamente cerrados e iluminados a giorno a fin de que resplandeciese más el brillo de las prendas naturales y ficticias de las bellas. Hacía calor bastante para poner en movimiento los pistones de la gigantesca locomotora del Adriatic.

Mi amable introductor de embajadores, que hacía de padrino en la fiesta, me presentó a la hasta entonces señorita van Praag, hoy simplemente Mrs. Mac Gregor; y después de la frase obligada: –“Doy a ustedes la enhorabuena” y de la cortesía forzada entre aquel agrupamiento de sedas y prendidos, tocados y abuchados y crinolinas y farfalaes, escurrime solo, como quien se escapa de una baño de vapor, a correr fortuna por mi cuenta en los salones.

Deparome la suerte una más que cumplida en la señora de Gutiérrez, hispano-americana de aquellas a quienes la carrera mercantil de sus esposos o los desdenes de la contraria suerte han confinado a vivir bajo el cielo que da nostalgia. La tabla que ansioso agarra a dos manos el náufrago en la agonía solo puede ser mas preciosa que lo fue para mí la aparición consoladora de una amiga.

Tras los cumplidos de cajón y un diálogo indispensable sobre el tiempo, diálogo enteramente americano, recayó naturalmente la conversación sobre el acontecimiento del día.

–¡Qué hermosa está la novia! ¿No le parece a usted?, dijo la señora de Gutiérrez.

–Muy hermosa, señora, mejorando lo presente, como dice el proverbio.

–¡Empalagoso! Pero, ¿ha observado usted qué vestido tiene? ¡Oh, qué rico! Fue encargado a París con todo el trousseau.

–¿Cómo, señora, yo en estos misterios?…

–¡Qué misterios ni que calabazas, Nazareno! ¡Como que no conoce usted a las americanas! El trousseau de Guillermina ha estado en posición en la tienda de la modista.

–¿Lo dice usted de veras?

–¿Cómo? ¿Pues no sabe usted lo que pasa en Nueva York? Yo lo he examinado todo. Los trajes han costado mil pesos cada uno. Tiene un chal de la India, legítimo, que importó 1500; medias de…

–¡Señora, señora!

–¡Vaya usted a pasear, Nazareno! Si estará usted como las americanas, que no nombran las medias, pero si las enseñan a más y mejor en los días de lluvia y de nieve.

–No, señora, no; pero la exhibición en la tienda de madame Roulière…

–¡Tu, tu, tu! Y más que eso, Nazareno: desde las maletas hasta los zapatos. Y, ¿no ha visto usted los regalos? Ya usted sabe que los amigos y amigas de la casa tienen que hacer un regalo a la novia, no en proporción a los medios del que regala, sino a la categoría de la familia a quien se regala. Guillermina, por ejemplo, tiene un soberbio servicio de oro para el té, un juego completo de diamantes, un traje de punto de Alenson, un juego de China encargado expresamente con su cifra, media docena de pañuelos que han constado de 100 a 250 pesos cada uno…

–Y, ¿hay quién se case en esta tierra, señora?

–Ahí verá usted. Por eso hay tantos jóvenes que prefieren el fastidio del club y los placeres de billar o el bar-room a los goces de la sociedad. Los matrimonios que se verifican a gusto de los padres son matrimonios de conveniencia, verdaderos contratos en que se reúnen no dos corazones, sino dos fortunas o una fortuna ganada en el comercio de revendedores con el título que casi siempre viene de contrabando a Nueva York.

–Señora, está usted en todos los misterios.

–¿Pues de qué me valdrían, si no, los veinte años que hace estoy suspirando por mi Perú, por mi dulce Perú? ¿Quiere usted saber más?

–Señora, usted conoce que soy naturalmente curioso.

–Pues oiga: un matrimonio en Nueva York es un negocio como cualquier otro. Vale el tanto por ciento; se pesa el lujo que puede sufragar el novio, el set o círculo a que pertenece la novia, las eventualidades de adquirir fortuna. ¿Ve usted aquella miss, la del collar azul? Esa pregunta siempre, cuánto vale el joven que el es presentado, porque en su juego de novios es preciso que todos valgan.

–Permítame usted añadir que eso será lo de Fray Gerundio.[1]

–¿Qué es eso de Fray Gerundio?

–Carmencita la coqueta

Jugaba con cada amante

Como niño con volante,

Como viento con veleta.

Seis traía en derredor,

A amante por cada día,

Y el domingo reunía

Todo su estado mayor.

–Cabal. No se puede pintar con más exactitud el amor de una anglo-americana rica.

–Pero Fray Gerundio escribió para España.

–Eso querrá decir que la cosa es universal. Aquí es una epidemia. ¿No le parece a usted que la libertad absoluta, sin límites, que tienen las niñas, contribuye mucho a este resultado?

–Sí, pero hay excepciones honrosas, matrimonios por amor, sin duda alguna.

–Por supuesto que sí, los matrimonios de run-away. Cuando tienen su nombre, conocidos han de ser.

–Comprendo.

–Se quiere casar una muchacha con aquel a quien ama de veras; papá se opone, porque el papá tiene un socio, un amigo rico, un medio millonario cualquiera que le conviene. Como no puede meter a la niña en un convento a estilo del siglo XVIII, la llama una mañana antes de irse al almacén y en la mesa entre uno y otro sorbo de té, sin más consejos, ni más rodeos, ni más artes de la que inspira el cariño, le dice: “Julia, quiero que te cases con Fulano; si persistes en querer a Mengano, te desheredo”. Solemne argumento de que Julia se ríe cuando ama, casándose un día al salir de paseo por Broadway.

–¿Habla usted en serio?

–¡Tu, tu, tu! ¿Nazareno usted no sabe lo que es un matrimonio de run-away?

–¿Y cree usted también que se hagan los matrimonios por anuncio?

–Cuando se gasta el dinero con los anuncios, algún provecho debe resultar.

–La observación es lógica. He oído contar de muchos matrimonios hechos por medio del Herald, aunque no entre la aristocracia. Es un método muy estimable por lo expedito. Las demás naciones del mundo están muy atrasadas bajo este respecto. Y si el matrimonio es solo una locura, ¿no cree usted que “el mal camino andarlo pronto”?

–¡Locura! El loco es usted. ¿Y los divorcios?

–Los divorcios… los divorcios… casi no son necesarios, señora. Pero, ¿qué va a buscar tanta gente a ese cuarto inmediato?

–A refrescar. ¿Quiere usted acompañarme?

–Con mucho gusto. ¡Hace tanto calor en estos salones!

En una pieza ocupada casi exclusivamente por una mesa espléndida lucían las producciones más preciadas de todos los países.

Al lado de la piña cubana y de la naranja tropical presentaba la fresa de los invernaderos su color de rosa y su gusto exquisito; las pasas de Málaga, las aceitunas de Extremadura, las uvas de Italia, los vinos de Rin… los sueños de las Mil y una noches. ¿Qué no puede realizar el dinero? Sobre la mesa había enormes ramilletes de rosas de tulipán y una pasiflora rodeados de camelias. Aquella maravilla en la época adelantada del frío valía un capital. Las flores exóticas nacen y crecen regadas con oro. La señora Gutiérrez, usando del privilegio imprescindible de las damas, se abrió paso por entre la multitud gastronómica que devoraba tantos primores, asió llena de gozo aquellas dos flores hijas del sol y me presentó la pasiflora.

Para mí no hubo desde entonces sino la contemplación agradable y triste de aquella flor de mi país, modesta y hechicera como las vírgenes de Ossian, como las sacerdotisas del Cuzco, como las jóvenes que alegran el hogar doméstico en las faldas del Ávila, a las orillas del Anauco. Salime de la casa, donde tanto había costado el azafrán de la primera antorcha de Himeneo, repitiendo con el poeta mexicano:

Unida a un nuevo amor, de esta morada

                  Tu esposo te desvía,

Traslado de tu padre, idolatrada

                  ¡Prenda del alma mía!

No ya tu madre al escuchar tu llanto

                  Sobresalta vela,

Ni te arrulla en la noche con su canto,

                  ¡Paloma pequeñuela!

Pero te miro joven floreciente

                  En retirada estancia

Como ignorada rosa que le ambiente

                  Inunda de fragancia.

Modesta y pura, sin hacer alarde

                  De tus hechizos, bella

Eres como en las sombras de la tarde

                  La solitaria estrella.[2]

El rudo contacto del africano de la puerta me sacó de las esferas de la imaginación para hundirme en las realidades de mi sombrero. Digo hundirme porque, efectivamente, mi cabeza desapareció en la ancha cavidad de un chambergo que no era el mío, a menos que hubiese disminuido mi ócciput en fuerza de las meditaciones a que había dado origen un matrimonio en Nueva York.

Cuando Patricio me volvió a mis lares, el primer objeto con que tropecé fueron las obras de Washington Irving y en ellas marcada (casualidad sería) la página en que encomienda al editor del Knickerbocker que aconseje a las señoras pongan en sus esquelas de convites: —«Exchanging hats and shawls positively prohibited» (Se prohíbe expresamente el cambio de chales y sombreros.) Las reflexiones sobre el matrimonio se habían desvanecido. —Nazareno.

(Nueva York, diciembre de 1856).

***

[1] Seudónimo del satírico y costumbrista español Modesto Lafuente (1806-1866). (Nota de Prodavinci).

[2] Fragmento del poema «Orabuena [sic] de un embajador en el nacimiento de un príncipe», compilado por José Joaquín Pesado en El parnaso mexicano (México, Imprenta de Vicente Segura Argüelles, 1855). (Nota de Prodavinci).


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