Memorabilia

Cuadros Caraqueños. El Teatro del Maderero

27/03/2020

[Nicanor Bolet Peraza (1838-1906) fue uno de los grandes costumbristas venezolanos. Este festivo texto se publicó originalmente en la revista El Cojo Ilustrado (Caracas), el 15 de junio de 1894]

Nicanor Bolet Peraza

En opuestas direcciones se bifurca la pista que nos hemos propuesto seguir para dar caza al verdadero origen del nombre que llevó el teatro famoso, objeto de estas plumadas; y aquí nos encuentra el curioso lector perplejos y confusos, teniendo al fin que desechar la vía que, con pretensiones de más lógica, nos conduciría a la prosaica explicación de que llamose del Maderero el histórico teatro, tan sólo porque su noble estructura sirvió en un tiempo para almacenar maderas; en tanto que el otro rastro etimológico nos lleva a la más filosófica razón, mejor avenida con la espiritualidad de nuestro pueblo; por lo cual quedamos enterados de que aquel templo de Talía asumió el título del Maderero, en virtud de que, en su recinto, y durante las místicas representaciones de «Nacimientos», solía hacerse un uso malsano del pardillo, del guayacán, del chaparro-manteco y otras maderas de construcción, ebanistería y molimiento, de cuya flexibilidad y contundencia daban fe los doloridos cardenales que celebraban cónclave en las costillas del respetable público.

Erguíase el insigne coliseo en un barrio modesto, de los que están cercanos al río «Caroata», que así se llama el más indigente de los cuatro hilos de agua a quienes los poetas describen el poco limpio oficio de lavar los bellos pies y los voluptuosos flancos a la Sultana del Ávila. Al «Anauco» le cantó el melifluo Lozano; al «Catuche» lo divinizó Martín; y al «Guaire» le han dedicado todos nuestros bardos, de Delpino para atrás, un himno de sus arpas. Sólo al «Caroata» mísero no le han arrojado nunca una limosna lo hijos de Apolo. En cambio se le arroja todo lo que Caracas deshecha; y el pobre bastardo de la montaña bebe paciente su ración inmunda, día por día, hasta que uno llega, como ya ha sucedido hartas veces, en que, cansado de devorar desprecios y otras cosas de más sustancia, aguanta el resuello, se hincha bien el vientre, y cuando menos se lo piensan, ciega con una buchada colosal los ojos de los puentes, escala los barrancos, invade los corrales de las casas como si fuera un ladrón o un faccioso, se cuela por los albañales, que son los conductores de sus frecuentes contumelias, y se zampa en las salas y dormitorios de la altiva Sultana, obligando a ésta señora a arremangarse las faldas y a encaramarse sobre los muebles, mientras él pasea sus negras ondas por debajo de cómodas, mesas y lechos, poniendo a flotar toda una escuadrilla de jarros, jofainas, lebrillos y otros utensilios cóncavos, de los cuales (aunque no encaje) consta que tomaron los fenicios la prístina idea de la útil navegación.

Parécenos estar viendo flamear en el asta que sobresalía por sobre el techo del teatro, aquel glorioso pabellón tricolor que anunciaba las clásicas representaciones de «Nacimientos».

La fachada era de esa sencilla arquitectura que llamamos de paredón corrido, y sin más agujeros que los de sus puertas, y estaba pintada con una mezcla de ocre y negro humo, cuyo color formaba un gayo contraste con el zócalo, que era de un tono abarcinado en que culebreaban vetas azules y se desparramaban granillos blancos hechos con asperges de la brocha mojada en cal; encaminado todo a representar cierta clase de jaspe todavía inédito en las entrañas del planeta.

No recargaban a tan modesta construcción ni cornisas, ni arquitrabes, ni ático, ni friso, ni cosa parecida, sino que al igual que cualquiera casa vecina, ostentaba su pestaña o visera de tejas con el indispensable canalón de hojalata en que voluntarias se nacían hierbas y gramíneas; y por lo que hace a ornamentación escultural, no había que buscar allí ni los grupos danzantes de la gran ópera de París, ni tan siquiera las pacientes cariátides del teatro de la Porte Saint Martin; pero por la noche, durante los entreactos, cuando los espectadores del sexo fuerte salían a la calle a contemplar la creación y a serenar el trago, veíanse filas de masculinas estatuas vivas, que apoyando por turnos la frente contra el paredón, parecían empeñadas en apuntalarlo.

Delante del edificio tendíase una runfla de azafateras de paño, fustán y camisa, sentadas cómodamente en portátiles butaques, las cuales atendían al despacho de dulces, de frutas y otros gratos regalos de Natura. A un lado del rebosante azafate alumbraba pitañoso y dormilón el farolillo de cuatro vidrios y vela seberiana; y en la diestra mano de la vendedora se agitaba de continuo la varilla rematando en tirillas de papel con que ella mantenía a distancia de asedio el voraz noctambulismo de las moscas; en tanto que la chiquillería del barrio, con las manecitas metidas en los bolsillos, como afanando lo que en ellos no existía, velaban de cuerpo presente aquellas tentadoras golosinas, muy fijos los ojillos, como si se propusiesen hacerlas suyas por la influencia del hipnotismo, muertos de deseos, acometidos de pecaminosas tentaciones, y deshaciéndoseles las boquitas en mares de saliva.

Penetrábase al teatro por una de sus cuatro puertas; se entregaba la papeleta en el zaguán, en donde se apostaba, arrellanado en legendaria silla de baqueta, el colector; llegábase luego a un corredor con honores de foyer, y de allí se pasaba, no a los pasillos que no los había, sino a un hermoso patio entoldado con esplendido velarium azul turquí, en el cual se destacaban rutilantes estrellas (si estaba clara la noche), pues la tal techumbre no era otra cosa que un préstamo gratis del firmamento en toda su maravillosa desnudez.

A la derecha del patio y al extremo del corredor se hallaba situada la cantina de lo húmedo, y dentro de la sala el restaurante o freidero; y frente a todo esto, patio por medio, se presentaba de espaldas el Coliseo, señalando su costillar de tablas de cajones de vino y de ginebra, en las que se veían patentes todavía los racimos de Burdeos y el perro de Ámsterdam con su heráldica enseña de Ya nos conocemos.

Tenía el teatro una hilera de palcos, cuyas separaciones o fronteras de pesebre a pesebre demarcaba una viga o pasamano, única señal que a los respectivos ocupantes parecía decir: «de aquí no pasarás»; pero no, «por aquí no saltarás», que era lo que por lo regular se practicaba.

Inmediatamente sobre los palcos estaba el Paraíso, destinado a los bienaventurados, tales como las hermandades descalzas y cofradías de alpargata; y en la planta baja, la platea, provista de sillas de palo, todas eméritas, que habían ido invalidándose en las batallas a que ya hicimos referencia, y en las cuales servían de armas, así defensivas como arrojadizas.

El telón de boca representaba (si es que no lo hemos soñado en alguna pesadilla), una alegoría en que figuraban carnosas ninfas pintadas con toda la vehemencia del bermellón sobre una blasfemia azul, encuadrada por dos palmeras de cardenillo y dos cuernos de la abundancia empeñados en sepultar bajo una catarata de frutas del país al dios Apolo y a su lira, ambos enormes.

La iluminación del teatro partía de una veintena de próceres quinqués, dentro de cuyos divorciados cristales resplandecía en toda su gloria la mecha de fabricación doméstica, preparada de ordinario con algún retal de hombruno calcetín, de aquellos gordos y elásticos conocidos con el nombre de acordonados, alimentado dicho pabilo por el clásico aceite de coco, modesto precursor del gas y de la luz eléctrica.

En la frontera parte del escenario reverberaban unas cuantas candilejas de hojalata con gruesas torcidas que tenían por misión la de chupar el aceite y devolverlo convertido en horquillas de luz y en tirabuzones de humo, esparciendo por todo el recinto su volátil rancidez, que asociada a los efluvios de las sartenes en que se freía chillando el pescado, y al vaho de chamusquina de las sarrosas parrillas, a cuya reja soltaban el trapo a llorar saladas lágrimas los chorizos y chuletas, formaban un bouquet opresivo y confortable a la vez, que hacía pensar en los refocilamientos de los entreactos y en el oxígeno libre que distribuía en el patio la límpida y estrellada bóveda celeste.

Reforzaban la iluminación algunos democráticos candiles colgados en los maderos que respondían de la seguridad del techo y de la recta posición de los bastidores; y había también otros luminares colocados entre la bambalinas, con todo lo cual se producía aquella humeante claridad que los cronistas de la época, esclavizando su augusto numen a la triste papeleta de entrada, se complacían en llamar iluminación a giorno, acaso porque la frase italiana le sonaba a cosa de horno.

La hora de comenzar la función, aunque la marcase el reloj con ocho campanazos, no era llegada en efecto sino cuando entraban, y en su palco de honor se acomodaban, los servidores de la policía urbana, uniformados de chaqueta y armados con imponentes carabinas. Sonaba entonces el pitio sacramental, y a su estridente gorjeo escupitinábase las manos el telonero, y colgándose de la cuerda a modo de un mono acróbata, iba arrollando la cortina. Entonaba la orquesta una marcha militar, y en medio de un nutrido aplauso, dejábanse admirar siete ángeles deslumbradores, que representaban los siete días de la creación. Cada ángel cantaba una estrofa y dejaba hecho un día, y luego entraba a la escena el Ángel Historiador, quien dirigiéndose al público recitaba sus hermosas coplas que comenzaban así:

Admirad pueblo dichoso
de tu salud el remedio,
contemplando como debes
este grandioso misterio.

Apenas rendía el ángel la prolija relación desde el caos hasta la caída de Luzbel, aparecía la Fortuna.

Desempeñaba siempre este papel una jovencita comedida, en traje de la época (que lo fue por mucho tiempo del miriñaque), agitando con gracia escolar un abanico y andando de lado, por tal de no dar la espalda al público, con ese donoso modo lateral con que se mueven los loros, en tanto que con su vocecita monjil iba sacando por la nariz y en desmayado sonsonete toda una tirada de versos cantados, los cuales rompían así:

En fin, mi Dios se ha dignado
el dar a la humanidá,
una amable libertá
¡que perdió por el peca… do!

Al caer la vocecita nasal de la niña en el calderón del «peca…. do», dábase a cometerlos mortales la orquesta toda. Las flautas juraban en falso; las trompas hurtaban sus bramidos a las fieras; los clarinetes codiciaban y embestían las orejas del público; despedían los fagotes desafinamientos de homicidas, y el violón y la viola conjugaban su maldad sobre el pasivo auditorio, en un furibundo tutti precursor de la música realística y filosófica de Wagner.

Después de la Fortuna, aparece en escena la Virgen, y a poco se oye, allá en el empíreo de bambalinas, la grave voz del Creador, que da sus instrucciones al arcángel Gabriel. Se deja ver éste, hace la anunciación, y con visible contento del público, a quien desagrada siempre la voz de gallipavo del joven plenipotenciario, participa éste que va a decampar:

Y pues está ejecutada
de mi Dios la encarnación,
para el empíreo me parto
a adorar al mismo Dios.

Apenas concluye esta estrofa, lo izan del empíreo por la cuerda que lleva pegada al espinazo, y no cesa el aplauso del público hasta que se dejan de ver las zapatillas del arcángel. Izado Gabriel, cantan los coros, y aparece San José.

Nuestro amor a la rigurosa exactitud histórica nos obliga a confesar que el público, tan respetuoso y reverente para con la esposa de José, recibía siempre a éste con poco miramiento y hasta con pullas de mal gusto. Verdad es que careciendo el papel de oportunidades para lucirse en él, dejábase su desempeño a actores de media cucharada, y aparecía además el noble personaje vestido con las sobras del guardarropas y un ruin sombrero pajizo casi sin alas.

Bien se le alcanzará al lector que no podía inspirar la devoción y el respeto debidos semejante caricatura del santo esposo, y mucho menos cuando el artista creía no poner en caja el carácter si no se gibaba bien, si no descolgaba mucho los brazos, y si no llevaba con zafio desgaire la florecida vara de almendro.

Gracias a la loable intervención de la policía, se lograba que el público concediese un mediano silencio mientras San José cantaba con no maleja voz de barítono su célebre y soporífero

Al suave olor de las flores

a cuyo son se duermen ambos esposos. Durante la fiesta entran Santa Isabel, el mayoral y los pastores. Estos tocan y cantan instrumentos bullangueros. Despiértense los viajeros, platican con la buena prima, y al cabo de un rato vanse los pastores con su capataz tocando las bandurrias, y se despide José diciendo a María:

Y yo, si me das licencia
voy a ver a Zacarías
que el afecto lo desea.

Este modo delicado, este cortés rendimiento del esposo que pide a su amada compañera permiso para ir a dar un corto paseo, verdadera exquisitez del libreto, no los entiende el público sino en detrimento de la dignidad marital, y justificando el dicho de que no se debe arrojar margaritas a los puercos, se desbarata en risas, en rechiflas groseras; empeñada aquella gente ruda en agurruminar tan finas y galantes expresiones.

Por fortuna, en medio de los descorteses gritos y de las voces de la policía que se desgañita por imponer silencio, cae la cortina, y comienza el orquestón de vendedores de comestibles y refrescos, atronando éstos con sus alaridos de ¡manises tostados y calientes!; ¡a la horchata fresca, que se acaba y no se vende!; ¡a los chicharrones, que queman!; ¡a la chicha, rechicha de rechupete! ¡Cinco centavos el vaso!; ¡cinco claveles!

El autor del libreto, faltando a la clásica ley de unidad de tiempo, deja transcurrir, entre el primero y el segundo acto, nueve meses; pero la empresa reducía este acto a una media hora, lo bastante para que la decoración de bosque, más afortunada que el monte de la fábula, diese a luz un espléndido palacio regio, con solo girar sobre sus talones los bastidores, como diciendo éstos al público: «ya nos visteis por delante, ahora vednos por detrás».

Aparecía en la escena el fiero Herodes. Si el emperador Augusto hubiese visto al rey idumeo, tal como le sacaban en el Maderero, lo probable es que se le ocurriera algo peor que cuando dicen que dijo: «Valía más ser hijo de un cerdo que hijo de Herodes».

Nuestro insigne Barroso (cuyo apellido no vaya a creer el lector que es apodo), lo representaba espantable, con su cara almazarronada, como si la hubiese metido en la tina de la degollación; los ojos saltones, la barba hecha un erizo, el pelo un nido de culebras.

En ese momento está en el período álgido de la soberbia, y como si las neutrales tablas del escenario tuviesen la culpa de que el emperador romano le ordenase empadronar a todos los niños de su reino, las patea en epiléptico acceso de coraje; pero al fin manda a un centurión que proceda al empadronamiento; y acordándose de la paciente sentencia del encantado Durandarte, se expresa en estos términos:

Yo haría ver al imperio
romano, quién es Herodes
ascalonita idumeo;
pero en fin, así conviene;
suframos hasta que el cielo
por satisfecho se dé…
mejor es dejarlo al tiempo

Que es como decir «paciencia y barajar».

Aparece en seguida el Diablo, con desaforados cuernos en el testuz de un monstruoso mascarón verde, de cuya boca enorme salen andanadas de colmillos jabalinos. Viste anchas y pintojas bragas que por detrás rematan en un rabo luengo y arponado. Las afiladas uñas de hojalata le relumbran, y constantemente agita los dedos para que suenen con ruido siniestro.

Pero el Diablo viene trasnochado, a tomar lengua, porque le ha dado la corazonada de que está para nacer o ya ha nacido el Mesías. Interrogaba a un tal Matillas, un marrajo que se hace el gallina para engañar a Lucifer, hasta que éste, conociendo que el ladino Matillas le está comiendo la partida con sus embustes y fingidos temblores, le amenaza con llevárselo al averno. El pobre diablo llega a temer de veras al Diablo verdadero, y exclama: ¡Dios me valga!; y al escuchar tal evocación se alcanfora el maldito, desaparecido por escotillón, camino del infierno.

Acude en esto Don Cornelio con su tropa y tras ellos el indio Juan Pascual. Trábanse de palabras, canta Don Cornelio su célebre

¡Avancen granaderos
contra el indio Juan Pascual!

escupitina su garrote el indio, y en un dos por tres pone en fuga a la guardia y a su jefe fanfarrón.

En seguida salen José y María solicitando albergue; escena patética que turban algunos murmullos, debido al empeño que los artistas ponían en hacerlo todo lo más natural posible, error en que incurre hasta la apreciable joven que hace de esposa de José, apareciendo con una improvisada e inverosímil magnificencia de contornos.

Afortunadamente la escena es corta, porque don Cornelio endilga a los dos peregrinos hacia el establo, fuera de Belén; y entra cantando su próxima redención, con estos versos que no pueden ser más naturales, la diosa Naturaleza:

Gracias os doy, mi Señor
pues me veré redimida
por esa vuestra venida
pausada de un puro amor.

Óyela el Diablo, que por allí ronda todo desorientado, y entrambos se dicen las verdades del barquero en un encrespadísimo altercado, del cual, para muestra bastarán los siguientes triquitraques; pero antes conviene advertir, que nuestro Diablo tenía la pasión de la erre, esa letra recia con que, ronco de rábido, tan rudo repite su reto rebelde el hórrido réprobo:

Diablo. —¿Y er cielo me manda a mí?
Naturaleza. —¡Síííí!
Diablo. —¿Y yo ar cielo no?
Naturaleza. —¡¡Noooo!!
Diablo. —Mardito mir beses yo, que er cielo me manda a mí y yo ar cielo no!

Los rasgos por el estilo abundaban, y el público se desvivía por ellos.

Pero nada como el vencimiento de Luzbel por el arcángel Miguel.

Estemos atentos, que va a hacer de arcángel cierto moreno celebérrimo y popular, entre otras cosas, por su habilidad para moler y amasar con buen punto de canela el fino cacao y sus deliciosos compuestos.

Baja en su nube de trapo el celeste paladín, y apenas le columbra el público, a pesar de la espesa mano de lechada que enjabelga su rostro, le reconoce, le silba, le cigarronea, le vilipendia gritándole:

—¡Natividad el chocolatero!

Y el pobre hombre, todo corrido y amedrentado, colgando en el aire, hace un esfuerzo de tortuga virada para mirar el cielo, y con su andrógina vocecita, chillona y rajada, grita al de arriba:

—¡Súbeme José María, que ya me conocieron!

El papel de arcángel Miguel era desagradable; por eso había que cambiar constantemente de artistas que lo personificaran.

En otra ocasión se le había adjudicado a un granuja que jamás había visto a Lucifer en traje teatral. Lo ve en los ensayos, y no le inspira miedo con su vestido de paisano. Pero ya en la representación, cuando el chico viene bajando del cielo prendido del espinazo por la cuerda, se llena de terror al aspecto espantoso del infernal enemigo, y comienza a bracear y a pernear. El tramoyista, sin saber qué hacer desde arriba, aferra escota, hasta segunda orden; en tanto que el Diablo agitando unas contra otras sus uñas, bramando como una fiera a través de su mascarón verde, apostrofa así al muchacho:

¿Quién eres, rayo de Siria?
¿Quién eres, pasmo de Europa,
que trayendo por divisa
más por arma que por honra
un espada de dos filos,
de dos ramas una hoja,
a las manos del peligro
tan ciegamente te arrojas?
Dime ¿quién eres?

El infeliz arrapiezo, más muerto que vivo, no sabe qué responder, y el Diablo repite entonces con mayor rabia:

¿Quién eres, rayo de Siria?
¡Contesta, muchacho!, ¿quién eres?

A lo que el chico, buscando salvación en la verdad, exclama soltando el moco a llorar:

—Yo soy Vicentico, ¿no me conoce? El hijo de Marcelina, la buñolera…

El Diablo, sin esperar ya el dulce nombre que lo ha de vencer, se da por satisfecho con el de Marcelina, se pone a temblar, alarga los brazos, baja la cabeza, se arrodilla y por último se echa de barriga al suelo y dice:

¡Venciste, Miguel, venciste!,
sólo ese nombre pudiera
desvanecer mi arrogancia
y castigar mi soberbia!
Déjame ir, no me sujetes,
que más quiero mis cavernas
que los tormentos de oír
el nombre de esa doncella.

Los silbos estallan, los gritos atruenan, las sillas vuelan por el aire, las mujeres chillan, los chicos se esmorecen, las candilejas se apagan, el infierno se desborda, y en medio de la confusión y zalagarda, que a todo evento halaga con un receso, óyense los gritos de:

—¡A los chicharrones que queman!, ¡a la chicha, rechicha de rechupete! ¡Cinco centavos el vaso! ¡Cinco claveles!


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