Memorabilia

Los vivos y los muertos

24/08/2020

[En el estado actual de la investigación, el que presentamos es quizá el único artículo costumbrista publicado por Alejandro Peoli (Maiquetía, 1830-Caracas, 1876). Peoli fue periodista, crítico literario, historiador, poeta, ensayista y profesor universitario. Fundó y dirigió varios periódicos. «Los vivos y los muertos», texto de tono moralizante, apareció en José María Rojas (comp.), Biblioteca de escritores venezolanos contemporáneos, 1875.]

El pez grande se come al pez chico. Dibujo de Pieter Bruedel el viejo. 1556

¡Oh ultraje!, ¡oh mengua! Todo se trafica:
Parentesco, amistad, favor, influjo;
Y hasta el honor depósito sagrado,
O se vende o se compra.

 (Jovellanos)

No es nuestro ánimo tampoco tratar de los que viven o sufren, verbos sinónimos en el diccionario de la desgracia, ni de los que han dejado de existir o padecer, a quienes llama la sociedad muertos, sin duda porque no se quejan. Hablamos solamente de los hombres vivos y de los hombres muertos, es decir de los pícaros y de los honrados.

Por fortuna para nosotros creemos firmemente que no somos de los vivos, puesto que no hicimos nunca mal a nadie, ni andamos con facinerosos, ni inclinamos la cabeza ante las mujeres perdidas que pretenden ocultar sus llagas con mantos de seda; aunque por otra parte estamos convencidos de que no hemos muerto aún, y que vivimos en este mundo por un milagro del Altísimo, como el que verificaría Dios si conservara sobre las aguas, luchando contra las olas y la tempestad, a un hombre que no supiese nadar. En el naufragio de la vida, como en el del océano, los más fuertes, los más hábiles, los más inhumanos se salvan regularmente, y a veces matando a los que solicitan su amparo; los más débiles, los más inútiles, los más caritativos perecen de ordinario, víctimas en ocasiones de los esfuerzos que hacen por socorrer a sus compañeros de infortunio. Los que, como nosotros, continúan viviendo entre conflictos, contrarrestando los furiosos elementos, oyendo los lastimeros ayes de la multitud que se ahoga y presenciando su martirio y su agonía, esos están destinados por la Providencia para contar lo que pasa en la horrible catástrofe; porque quien ha logrado salvarse del peligro, se olvida fácilmente de su lamentable historia, y si para llegar a seguro puerto cometió algunos crímenes, nadie espere que se la refiera.

Son vivos, pues, los que logran pisar la playa, aunque sea por indignos medios; muertos, los que sucumben favoreciendo a sus semejantes y los que prefieren vivir entre las tempestades de la pobreza y la miseria, antes que librase de ellas a costa de su honor y de su conciencia; pero a los primeros les espera el infierno, castigo de los malvados, en la tierra misma donde creían salvarse; y a los segundos se les abren, con la muerte, las puertas del cielo, premio seguro de las acciones santas y meritorias. Los vivos solo sueñan con los bienes materiales, los muertos saben que más allá del sepulcro y de esos placeres transitorios, mezclados casi siempre con hiel, hay un mundo infinito en que se goza de eterna felicidad, y donde no penetra la calumnia con sus dardos mortíferos; ni el robo vestido con la infame pero brillante librea del oro, llevando en una mano el veneno y en la otra el puñal homicida, y seguido del fúnebre cortejo de la mala fe, del engaño, de la mentira, de la falsificación, del escándalo, de la intriga. Allí no entra tampoco la avaricia, madre cruel, indiferente y desnaturalizada, que desconoce a sus propios hijos, a sus parientes y amigos, que no ama a nadie sino al dinero, que no tiene corazón porque se lo arrancó de cuajo la mano fría y descarnada del crimen, su fiel consorte Si en la sociedad humana viven confundidos el vicio y la virtud, no sucede así en la mansión divina, donde Dios separa los vivos de los muertos, los malos de los buenos. ¡Cuántas ocasiones hemos envidiado la suerte de esos niños que mueren al nacer! Ellos no viven entre las borrascas de la tierra, sino que atraviesan velozmente el espacio nebuloso, sufren un instante el letal contacto del mundo, exhalan un solo ¡ay! que es el primer llanto de la infancia, y van a descansar en los brazos del Omnipotente. Son como esas aves a las que sorprende la tempestad fuera de sus bosques, que despliegan las alas, cortan el aire, lanzan un quejido, y en breve llegan a sus frondosos campos.

Los vivos solo piensan en adornar su cuerpo y en reunir grandes tesoros, como si fuera tan larga nuestra peregrinación en la tierra, y los muertos cuidan más el alma que es eterna y la única que puede sostenernos y consolarnos en las tribulaciones de la existencia, de las cuales no está exento ni el más rico, ni el más poderoso. El hombre que circunscribe su mirada a las cosas que le rodean y se encierra en un círculo de materialismo, sin elevar su espíritu para que respire los ambientes saludables de la verdad, se corrompe como un cuerpo animado sin ventilación ni movimiento.

Desde que nace el niño rodean su cuna, le mecen y le acarician la fatal nodriza, representante casi siempre de la indiferencia maternal, los trapos ligeros y relumbrantes, sin los cuales le llama feo la vanidad, que no le abandona nunca para inculcar en su tierno corazón sentimientos de superficialidad y mentira; luego le duermen con el sonido del dinero, para que comprenda desde temprana edad que sin esa música misteriosa no se baila en los festines de la tierra. Se le advierte desde muy joven que para obtener de la sociedad los títulos de vivo, honrado, inteligente y bueno, es indispensable que presente oro, aunque sea mal adquirido; por eso debemos borrar ya de nuestros diccionarios las palabras fraude, engaño, traición, infidelidad, porque los delincuentes las han resumido en una sola frase, linda y expresiva: “viveza humana”.

El buen padre de familia que se desvela por la felicidad de sus hijos, que les favorece con el fruto de su trabajo y les dedica horas enteras para aconsejarlos, es un tonto, es un muerto que no merece las atenciones de los vivos, porque no educa hombres para la guillotina, ni mujeres para la prostitución.

Los que nadando en la riqueza, ven impasible la miseria de su familia, a quien dejan perecer de hambre, exponiéndola al deshonor y a la afrenta: que admiten de sus hijos prendas de oro en garantía de la cantidad que les prestan con usura, esos tales son hombres vivos. Los que contrarían las nobles inclinaciones de sus inocentes hijas, porque se han enamorado de hombres pobres, y quieren obligarlas a que se casen con ricos insolentes y corrompidos, precipitándolas así al suicidio o al adulterio, esos se llaman hombres vivos, de juicio y de talento; pero duermen atormentados por sueños horribles. El malvado es vivo, pero su poder no alcanza hasta ahogar el grito aterrador de la conciencia que le recuerda siempre sus atentados.

El hombre que cumple con sus deberes, que prefiere la pobreza a la ignominia, es un mentecato, un muerto a quien reclama el cementerio.

El hermano que no favorece a sus hermanas, viéndolas sumidas en la miseria, y gasta en otras mujeres, juega y se divierte, come y bebe, burlándose de la desgracia de seres a quienes debiera idolatrar, es hombre vivo, graciosísimo y merece las públicas atenciones y reverencias porque anda a caballo, lleva joyas preciosas y derrama el oro por todas partes. Pero el hermano que salva con sacrificios la honra de la hermana, y vive en la indigencia por socorrerla, es un miserable, un pobre, un muerto; y cuidado si la calumnia no clava su negro diente en este cariño fraternal.

El hijo que roba a su padre y vive sumergido en el libertinaje y los vicios, que infama a su propia familia, es el niño mimado de la casa, el más bonito, a quien más quieren y respetan porque es el más vivo. ¡Señal segura de que tales padres se educaron en la misma escuela! Pero si el niño revela sentimientos generosos, se dedica al estudio, acompaña a sus hermanitas a paseo y reparte entre ellas el regalo que recibe, es el fatuo de la cofradía, le ridiculizan, le rompen los libros, le tienen desnudo y le aconsejan que gane dinero de cualquier modo, porque es lo que deja utilidad.

La persona que da limosna a los pobres, es reputada como muerta; pero la que los injuria y permite que mueran de necesidad y sufrimientos a las puertas de su palacio, es vivísima, porque sabe guardar su dinero, y entiende por principio la economía privada.

El que asesina a su pariente para heredarle, es hombre vivo.

El que niega una limosna a un pariente honrado y desvalido, y para justificar su delito le forja falsos testimonios, diciendo que no le protege porque es un malvado, este hombre es muy vivo por cierto; pero debe morir en cadalso.

Aquel rico que anda en todo tiempo cabizbajo, meditabundo y sucio; que se queja constantemente de su pobreza y dice siempre que va mal y atrasado en sus negocios; que no quiere a nadie, ni a su madre, ni se cuida a sí propio; que no auxilia a ningún ser viviente, y oye su misita, y se da golpe de pechos, este si que es hombre vivo y sobre todo muy honrado.

La persona que vive en la pobreza, no espere cumplidos ni cortesías: permanece aislada como un muerto; y si alguien le saluda, es para preguntarle qué enfermedad ha padecido que está tan flaco y extenuado, aunque se encuentre muy robusto y más sano que nunca. Pero el rico… ¡Ah!, ¡qué gordo está usted! ¡Don Sinforoso, no pasan años por usted!, ¡qué rozagante, qué buen mozo! Aunque sea viejo y esté mas horrible y macilento que un escarabajo.

El abogado que defiende la iniquidad, si llena sus gavetas de oro, es un jurisconsulto admirable, muy sabio y vivo en extremo; pero el que no cursa la intriga y el prevaricato, ni suscribe la falsedad, ese pertenece al número de los muertos.

Los charlatanes que alucinan a los necios con su locuacidad incoherente y fastidiosa, los petardistas que viven de lo ajeno y algunos ladrones elevados que viven de los petardistas y pasan por santos: los escritores públicos que para granjearse fama de entendidos, lo ensalzan todo, por malo que sea, y dicen que es gran literato hasta el jornalero más ignorante: los que piden dinero prestado y no pagan, y viven con lujo, sin tener oficio sin beneficio: las personas que compran al fiado y mudan de domicilio sin dar parte a nadie: que toman efectos en las tiendas para ver si gustan a la familia, y los usan algún tiempo y los devuelven rotos, ajados, descoloridos, toda esta gente es muy viva, sabe vivir y vive una vida comodísima y regalada. Pero los que se conforman con su estado, y pasan por las calles de sencillo traje, sin cadenas ni diamantes, “ahí va un muerto” dicen los vivos; y si por casualidad llevan alguna sortija, “es falsa”, exclaman todos.

El joven que hace alarde de seductor y cuenta en corrillos y cafés el número de sus víctimas, que por lo regular son imaginarias, ¡qué mozo tan vivo y civilizado! Pero si las defiende, exponiendo su vida, es un tonto, un muerto, no conoce las mujeres.

La mujer murmuradora y maligna, es muy viva, pero la callada y prudente es muerta, y nadie la convida a las reuniones de los vivos.

La esposa fiel que no exige lujo a su marido pobre, y le acompaña con resignación en la adversa fortuna, es un esqueleto ambulante; pero la que escandaliza el mundo y ostenta, desvergonzada y sin pudor, refulgentes vestiduras, compradas a sacrílego o adulterino precio, esa mujer no merece castigo, ¡porque es una mujer tan viva, tan alegre tan encantadora!

Lo que más nos entristece es que la denominación de vivos que se da a los criminales y de tontos o muertos a los hombres honrados, que acabará por pervertirnos a todos, se va generalizando en extremo; porque la mujer destinada por la naturaleza a civilizarnos, es la que contribuye con más ahínco a que el lujo y el materialismo imperen en nuestra sociedad como únicos soberanos. Busquemos un refugio en la vida privada. ¿De qué se trata? El tema de la conversación es la casa de Don Antonio: una señorita, joven de quince años, pura e inocente, tiene la palabra.

–¡Qué lujo, Josefita! Las sillas son de damasco: los espejos de cuero entero, donde se ve una toda, son brillantes, de copete: la alfombra es suntuosa, floreada; y el caballo de Don Antonio, ¡qué lindo! Si vieras el pañuelo de mano de la señora, ¡qué cosa tan rica! Bordado y con encajes de hilo.

–Pero si ese hombre es muy vivo: está haciendo negocios con el Gobierno desde que nació: estuvo empleado en una aduana y en tres días se enriqueció.

–¡Quién tuviera un marido tan rico y tan bueno!

–Lo que da lástima es la casa de Don Perucho: no hay ni muebles, ni sirvientes, ni le dan a uno un vaso de agua.

–Pero, ¿qué puede esperarse de un hombre tan tonto como ese? No habla más que de honor y de moral y de tanta simpleza que fastidia. Más valdría que se muriera.

Y ahora preguntamos nosotros: ¿por qué no se refiere la noble acción de una señorita a quien un joven regaló hace poco tiempo un billete de lotería y habiendo obtenido un premio, distribuyó la cantidad entre los pobres? ¿Por qué no se dice nada de una niña que, obsequiada por un pobre a quien amaba, y pretendida por un rico que le era odioso, eligió la mano pobre? ¿Por qué no se cuenta que una señora, compadecida de la suerte de una limosnera, la vistió con el único traje que tenía? ¿Por qué no se aplaude la conducta de aquellas huérfanas desamparadas y hermosas que se mantienen con el fruto de la costura y de otros oficios penosos que marchitan su belleza, a la cual no posponen su honra? ¿Por qué no se habla a esos empleados que administraron rentas públicas en épocas de confusión y desorden, y volvieron a sus casas sin haber manchado sus manos con el peculado?

Si la mujer, reina del hogar doméstico, no empuña el cetro de la moral y dirige al hombre por el sendero de la virtud, sino que le estimula a la corrupción, ofreciendo su celestial sonrisa únicamente al que la presenta joyas más preciosas, aunque sean compradas en la taberna del robo a precio de la deshonra, entonces no esperemos paz, ni porvenir, ni bienestar en esta patria infortunada. Todos seremos vivos.

Ahora comprenderá el lector que pertenecemos al número de los muertos, puesto que escribimos al público artículos de costumbres, no con miras lucrativas, sino con el fin de corregir los vicios y las ridiculeces de nuestra sociedad. Si tomáramos la pluma para ensalzar el vicio y herir la virtud, para falsificar firmas y dirigir anónimos embusteros y asquerosos, o cartas seductoras que llevan la consternación al seno de las familias, entonces tendríamos quizá dinero, y muchos más nos llamarían vivos; pero rechazamos semejante dictado, y preferimos que nos consideren como muertos, o morir en realidad para descansar de tanta gente viva, y ver si logramos el cielo, donde como dice Cervantes, «se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra».


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo