Memorabilia

Los muchachos de Caracas

06/11/2020

[A Eugenio Méndez y Mendoza (Caracas, 1857-1903) se le recuerda, sobre todo, por haber sido el redactor de la célebre revista El Cojo Ilustrado (1892-1915). No obstante, se destacó como dibujante, periodista y poeta; también, como uno de los importantes costumbristas venezolanos de la segunda mitad del siglo XIX. El relato que publicamos forma parte de su libro Chanzas y verdades, publicado en 1896.]

Eugenio Méndez y Mendoza

¿Qué se han hecho los muchachos de Caracas? Por más que los busco no los encuentros. No da señal alguna de vida el género, no se oye hablar de aquellas magnas manifestaciones colectivas de otros tiempos que conmovían a un barrio entero y hacían sudar la gota gorda a la policía.

Sería de celebrarse la actual pacífica actitud del muchacho de Caracas, si en ella no se viese antes que el efecto de la educación el signo de la degeneración que venimos sufriendo y que a tanta distancia moral nos tiene ya de nuestros abuelos los libertadores de la patria y de la América.

¿Qué era el muchacho de Caracas hace treinta y cinco años? Un diablillo lleno de gracia, de travesura, de precoz inteligencia, del que no quedan ni vestigios en el linfático ciudadano de nuestros días.

Quien quisiere saber cuánto hemos cambiado, de qué magnitud ha sido el bajón que hemos dado en nuestro vigor moral y hasta en el físico, no tendrá más que comparar con el de antaño, el granuja de estos tiempos.

En aquél hervía la sangre, vibraban los nervios, era el hablar a borbotones y el movimiento estado normal: la vida desbordaba en él. Tomaba armas, peleaba, sufría contusiones, era perseguido por la policía y azotado en casa: a todo se sometía antes que consentir en que apareciese menguado su barrio, al que representaba ante el granuja del barrio vecino. De él puede decirse que fue el feto bullidor del civismo viril, desmedrado después del nacimiento por lactancia ineficaz, linfático, escrofuloso, tísico en fin de cuentas.

El muchacho de Caracas, como tipo, ha desaparecido. Solo quedan recuerdos de sus travesuras y de sus juegos predilectos.

El barrio de La Pastora, el vecindario de El Teque, la Sabana del Blanco y las orillas del Guaire eran cada uno teatro en turno de sus hazañas. Los accidentes del terreno, la abundancia de solares y de espesos matorrales, los cañaverales, todo lo que pudiera ofrecerle al parque conveniente campo para las correrías, seguro escondite en caso de inesperada pesquisa de la policía, todo lo reunían los sitios indicados, poblados ahora los unos, los otros convertidos en plantaciones nunca holladas por destructores plantas o en no turbadas mansiones de lagartos y demás antiguamente perseguidas alimañas.

Las madres de nuestros días tienen la fortuna de no pasar por las terribles angustias con que las de aquellos tiempos buscaban en vano al inquieto chicuelo en todos los rincones de la casa, tan luego como los tambores de cacerolas y las cornetas de cañutos de lechosa alborotaban el vecindario; y los vivas y mueras lanzados en coro por centenares de voces atipladas anunciaban pelaza de tomo y lomo entre los beligerantes de vecinos barrio. No bien se avistaban estos al desembocar en una calle, o al llegar el uno enfrente de las posiciones del otro, cuando al toque de “fuego y adentro” de los roncos tubos de lechosa, dos formidables nubes de piedras lanzadas de uno y otro lado se cruzaban en el aire y caían en los campos de los combatientes, de los que al instante quedaba buen número fuera de pelea. Entonces era el lamentarse del uno de que le hubiesen aplastado la nariz; el chillar desesperado de otro a quien la piedra le llevara dos dientes de camino; el gemir desconsolado de un tercero al que un canto le pusiera el ojo izquierdo medio cuerpo fuera de la cuenca. Buscaban los heridos el camino de sus respectivas casas, donde después de aplicados los apósitos, pasaban los heroicos adalides por la vergüenza y el dolor de sentir la injuria de la chancleta justiciera en aquella parte del cuerpo que hubiera sido deshonra presentar al enemigo.

De los que quedaban ilesos iba buena parte al cuarto de meditación que al efecto les destinaba la policía; la otra, dispersa y oculta entre matorrales y escombros, aguardaba con el silencio del remordimiento y los sobresaltos de la culpa a que los agentes del orden público, que advertidos por los padres en alarma y los vecinos, incomodados, habían acudido al teatro de los acontecimientos, terminasen muy entrada la noche la ronda pesquisidora. ¡Con cuán heroica resolución trasponía luego el guerrero fugitivo los umbrales de la casa paterna, arrastrando la zurra indefectible de que era anuncio cierto el escozor anticipado en el inmediato objeto del suplicio!

Cuántas cicatrices que campean hoy en majestuosas calvas tienen su origen en aquellos avances memorables.

No parece que fuera el ardor bélico constante en el granuja caraqueño; al menos permanecía latente durante largas treguas, que se interrumpían cuando el ruido de los hechos de armas de nuestras discordias civiles distraían a los rapaces de otros entretenimientos de muy diversa índole, a que solían entregarse con no poca satisfacción por parte de las madres que, como es natural, cooperaban a toda especie de pacífica diversión.

En los días siguientes a la Semana Santa privaba en los muchachos el entusiasmo por el cultivo religioso. Las procesiones de los siete magnos días eran imitadas a la perfección: imágenes, ornamentación, insignias, paramentos, ritos, todo se copiaba con tan sorprendente fidelidad que de manifiesto quedaban la inteligente observación y la energía en el empeño de los activos arrapiezos.

No siempre se conservaba la circunspección propia del asunto, ni terminaba dignamente la infantil parodia de la ceremonia religiosa, como que en cierta procesión de Viernes Santo, en que oficiaba de arzobispo el hijo de “ña Petra la arepera”, a la cual se le había escapado el nene hacía tres días con la cesta de pan y los centavos, sucedió que la enojada madre, vanamente empeñada hasta entonces en buscar por todas partes al culpable, descubriole al volver de una esquina, revestido de capa pluvial, detrás del Crucificado. Nada fue poderoso a contener el justo enojo de ña Petra, quien sin miramiento alguno interrumpió la solemnidad, avanzándose hacia la improvisada dignidad episcopal, que recibió dos formidables coscorrones con grave detrimento de la mitra, la cual era de frágil cartón almidonado. No podía quedar sin castigo el incalificable desacato de ña Petra, contra quien acudieron canónigos, sacristanes, músicos y monaguillos, armados con incensarios de tapas de peroles, cirios de carrizo forrados en papel plateado y violines de caña amarga. En auxilio de la amenazada y justiciera madre vinieron no pocos de los espectadores y hubo las de San Quintín: rodaron los santos, volaron los bonetes, eran azotes las estolas y los cíngulos y proyectiles las insignias. Alcanzada la victoria por el partido de ña Petra, triunfante llevase ésta al sonrojado Monseñor que, de reata y llevado por la oreja, iba con el alba desgarrada y la capa pluvial descolgada y a rastras recogiendo las basuras de la calle.

Cuando nada determinaba los arranques marciales del granuja caraqueño o excitaba su fantasía, poníase a la orden del día el juego de metra con su tecnicismo de “pepa y palmo”; el de trompo; con el suyo de “bomba y Troya”; el de “papagayo” que tanto hacía peligrar los ojos de los transeúntes, a causa de la cortante puntilla que se ponía en la cola de las cometas para cortar las cuerdas de los compañeros y ver cómo se “iba a la gila” el papagayo, dando tumbos; y los cotines que merecen párrafo aparte.

Eran los “cotines” pactos que se celebraban entre dos muchachos, y que quedaban irrevocablemente consagrados mediante cierta formalidad que consistía en enlazar los dedos meñiques de las manos derechas. Tenían estos pactos diversos objetos: el de “cotín mitad”, por ejemplo, establecía la obligación de dar un pactante al otro la mitad de cualquiera golosina, si al ser sorprendido en el momento de comerla, no se anticipaba al indefectible recuerdo del pacto con estas palabras: “hasta otra vista” o “casa y vuelva”. Esto último envolvía una excepción dilatoria, como que significaba que el cumplimiento del pacto no podía efectuarse sino al regresar de casa.

El granuja de nuestros días no tiene otro signo de existencia que el pregón de los diarios de a centavo. No tiene vida pública como el otro. Ya los quincalleros casi no importan metras, los carpinteros apenas tornean trompos, no hay quien sepa hacer un papagayo. No se ven sino arrapiezos macilentos que corren sin propósito cuadras y cuadras detrás de los carros de tranvía; que tienen la boca llena de suciedades y el alma de vicios; que no se juntan sino para rechiflar tontamente en incidentes sosos; para ver morir los perros envenenados y para recoger en el carnaval las barajitas debajo de las ventanas.

Da tristeza pensar en lo que saldrá de esa crisálida.


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