Uno de los retratos conservados más antiguos de Pablo de Tarso, en su gruta cerca de Éfeso. Fotografía tomada de Wikimedia Commons.
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Todo lo resiste, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta. El amor nunca pasará.
Cor. 13: 7
La historia la cuentan los Hechos de los Apóstoles (16: 15-17: 34) y la recrea brevemente, entre otros tantos, Pedro Olalla en su Historia menor de Grecia (Barcelona, 2012). Pablo acaba de llegar de Tesalónica. Allí había llegado en invierno del año 49 junto a Silas y Timoteo, y de allí había tenido que salir de mala manera, huyendo después de haber predicado en la Sinagoga durante tres sábados seguidos. Le gustaba interpretar fragmentos de las Escrituras y solía discutir con los rabinos sobre la vieja profecía del crucificado que habría de resucitar de entre los muertos: “ese Cristo es Jesús, a quien yo les anuncio” (Hechos: 2 ss.), les dijo. Aquello había sido demasiado. Los judíos de Tesalónica, que eran muchos y algunos ricos y poderosos, se inflamaron de ira y lo persiguieron a él y a sus seguidores, causando disturbios en la ciudad. Para ello le denunciaron ante los magistrados y enviaron bandas armadas en su busca. Pablo se escondió en casa de un griego llamado Jasón, que había creído en él y se había convertido, pero cuando los judíos llegaron ya se había marchado. Luego la emprendieron contra otros conversos. Es verdad que algunos le habían ayudado a huir, cruzando las murallas en medio de la noche. Que Pablo nunca olvidó a sus amigos ni a la pequeña comunidad cristiana que fundó en Tesalónica lo prueban las afectuosas cartas que les escribió meses después desde Corinto.
La Atenas a la que llega Pablo a mediados del siglo I es una ciudad muy diferente de la que había conocido su máximo esplendor cinco siglos atrás. Mucho menos se parecía a la espléndida y geométrica urbe de mármol que imaginó y pintó Rafael en 1515 en su Pablo predicando a los atenienses. La que recibe a nuestro apóstol es una ciudad decadente que ha sido sistemáticamente saqueada y expoliada, especialmente después de la destrucción causada por Sila en el 86 a.C. Allí llega Pablo, suponemos que en algún momento de la primera mitad del año 50, sesenta y cuatro años después. Desembarca por el viejo puerto de Falero, desde donde comenzaba un camino que conducía a la ciudad a través de la puerta sur que franqueaba las murallas: por allí debió entrar a la vieja Atenas. El recién llegado tuvo que esperar un tiempo mientras se le unían sus compañeros Silas y Timoteo, que aún estaban en Macedonia. Cuentan los Hechos que Pablo empleó ese tiempo conociendo la ciudad, visitando la sinagoga y disputando en el ágora con los filósofos, especialmente estoicos y epicúreos, cuyas escuelas se encontraban especialmente activas. No olvidemos que Pablo, o Saulo, como también le llaman las Escrituras, si bien de padres judíos y ciudadano romano, poseía asimismo una vasta cultura griega que seguramente adquirió cuando fue enviado a estudiar junto al rabino Gamaliel. Conocía bien a los filósofos y poetas griegos y dominaba la lengua a la perfección, como lo muestran sus Cartas.
Según cuentan los Hechos (17: 16 ss.), a Pablo le molestaba sobremanera el ver la ciudad repleta de estatuas y monumentos idólatras por todas partes. Un día, al disputar con los filósofos en el ágora y hablarles de la resurrección, éstos lo tomaron por un “charlatán” (spermológos), aunque tuvieron el buen gusto de invitarlo al Areópago para que expusiera allí su “enseñanzas” (didakhê). Amantes de la discusión y siempre en contacto con las nuevas ideas, Pablo no era ni mucho menos el primer extranjero en predicar a los atenienses. Extranjeros fueron también los sofistas Anaxágoras, Protágoras y Gorgias. De los filósofos, Zenón, el fundador de la Estoa, y su sucesor Crisipo, Pirrón el escéptico e incluso el mismo Aristóteles y su discípulo Teofrasto. Los mismos Hechos nos recuerdan que uno de los pasatiempos más populares entre los atenienses y extranjeros que vivían en Atenas era el reunirse a “escuchar algo nuevo” (17: 21).
El Areópago es una gran roca situada frente a la Acrópolis donde en los viejos tiempos se decidía la guerra y se llevaban a cabo los juicios, especialmente por homicidio. Después, con la caída de la polis, le fueron dados otros usos. Hoy, una placa de bronce reproduce íntegramente el discurso pronunciado aquel día por Pablo, recordándolo a los turistas. Lo que dice esta recogido en los Hechos (18: 22-33). El orador comienza expresando su sorpresa por ver la ciudad llena de estatuas dedicadas a tantos dioses. Incluso, dice, existe un altar dedicado “al Dios desconocido”: “Pues bien”, afirma, “ese Dios al que ustedes adoran sin conocerle es el que yo vengo a anunciarles”. En efecto, Pausanias notará un siglo después en su Descripción de Grecia (I 4) que en las cercanías del puerto de Falero, junto al templo de Demeter, “hay santuarios dedicados a dioses que los atenienses llaman Desconocidos” (Ágnostoi). Que Pablo ciertamente pudo ver estos altares el día de su llegada a Atenas es algo que él mismo confirma: “…al pasar y mirar las estatuas de sus dioses, he encontrado también una con esta inscripción: al dios desconocido”. Verdad o no, nadie negará que se trata de una estupenda estrategia que delata a un profundo conocedor de las técnicas retóricas.
A lo largo de su discurso, Pablo apelará a otros recursos que nos revelan su vasta y profunda cultura filosófica. Dice que Dios no necesita de templos ni de estatuas de mármol ni oro porque Él está en todas partes. “Porque dentro de Él vivimos, nos movemos y existimos. Y como algunos de los poetas de ustedes dijeron: somos del linaje del mismo Dios”. En realidad la frase, que nos lleva directo al panenteísmo espinoziano, es una cita textual del filósofo chipriota Árato de Solos. Árato vivió entre los siglos III y IV a.C. y escribió un curioso y hoy algo olvidado poema titulado Los fenómenos, el cual trataba, como su nombre lo indica, de astronomía y meteorología. Al comienzo de su poema, Árato nos dice: “Todos necesitamos de Zeus, pues de su mismo linaje (génos) somos”. La idea sin embargo no era nueva para el pensamiento griego. Plutarco, en sus Contradicciones de los estoicos, critica el que Zenón, el fundador de la escuela del Pórtico, se haya opuesto a la erección de templos ni de estatuas dedicadas a los dioses, “pues ninguna tiene suficiente santidad”, decía el estoico. Por su parte, Dión Crisóstomo (Or. XXXVI 23) recordará que los del Pórtico consideraban al mundo como una única ciudad en la que, en virtud de una cierta “capacidad racional” (logikón perilabê tis), los hombres podían ser perfectamente contados junto a los dioses (ánthropôn syn theoîs arithmouménôn) como sus ciudadanos y habitantes. Así como para los estoicos es suficiente la práctica de la virtud para ser felices, volvernos sabios y unirnos finalmente a Dios, así en las cartas de Pablo basta con el amor y la práctica de la caridad. El estudio de T. Engberg-Pedersen, Paul and the Stoics (Louisville, 2000) es un intento por contabilizar, carta por carta, la inmensa deuda que guarda el pensamiento de Pablo con la filosofía griega, especialmente con la Estoa.
Difícilmente en los inicios del cristianismo pueda encontrarse una personalidad tan compleja y profunda, un periplo vital tan intenso como el de Pablo de Tarso. Fundó las primeras iglesias y comunidades cristianas, pero también les dio una organización y un modo de vida basado en el amor y la fe. Sus tres viajes apostólicos por el mundo conocido, especialmente por el mundo griego, hicieron más que los de cualquier otro por propagar la Buena Noticia. Ello porque la conquista espiritual de ese mundo griego, con todo lo que representaba, era fundamental para la consolidación del cristianismo. Sus cartas, escritas en un griego sencillo y cercano, son un documento esencial para conocer la lengua de una época, pero también la mentalidad, las esperanzas y los afectos de las gentes simples que vivieron aquellos complejos tiempos. Su pensamiento anticipa esa fusión entre religiosidad judía y racionalismo griego que será el germen de nuestra propia cultura, de nuestra civilización moderna. Esta idea está recogida en el sugestivo nombre de una conferencia dictada por Leo Strauss en 1967: Jerusalén y Atenas.
Al parecer, el discurso en el Areópago fue un perfecto fracaso. Los Hechos (17: 32) cuentan que, a la sola mención de la resurrección de Cristo, los atenienses se levantaron y se marcharon, y dejaron a Pablo hablando solo. Apenas quedó un puñado que continuó escuchando y le creyó. Entre ellos un tal Dionisio, juez, que llegaría a ser el primer obispo de Atenas y con cuyo nombre se conoce hoy el boulevard que rodea la Acrópolis. La otra fue “cierta mujer llamada Dámaris”. En su narración, Olalla nos la muestra sentada a la sombra de los cipreses que cubren la ladera norte de la Roca Sagrada, días después de que Pablo marchara a Corinto para no volver. Dámaris no puede dejar de recordar al extranjero que con tanta pasión hablaba de su dios, aquel dios desconocido. Se pregunta sin poder responderse por qué ha terminado por creerle, por qué siente ese vehemente impulso de seguirle. Mientras, contempla el crepúsculo que se dibuja tras las montañas de Egaleo y acaricia con sus dedos las semillas y la arena seca bajo los pies. Entonces, como una ráfaga de hielo, cruza por su pecho el presentimiento de que aquel extranjero pueda terminar sus días lapidado por los judíos o ajusticiado por los romanos.
Mariano Nava Contreras
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