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Todos los caminos llevan a Roma: “La ciudad de los vivos”

14/12/2023

El título de esta historia pudiera hacernos pensar que se trata de una paradoja. Ya desde el título sospechamos que no estamos ante una novela tradicional ni ante una crónica periodística. Es un trabajo en el que lo periodístico pasa de la exposición a la búsqueda, de la objetividad a la interiorización de la crudeza. Tampoco puede esperarse algo diferente de un autor como Nicola Lagioia, quien además de haber escrito novelas exitosas es periodista, actor, jurado de festivales; en fin, un miembro destacado e inquieto de la cultura de su país.

Hay libros estupendos que se explayan desgranando las razones de un crimen ocurrido en la vida real. Hablamos de la novela con criterio de crónica, la que desde los asuntos que conciernen a la noticia empieza a despojarse del ruido mediático para desarrollar la veta creativa-psicológica que permite abrir capa por capa la intencionalidad de ese hecho. Suceso que el lector conoce de antemano porque ha culminado en una muerte violenta, una retención involuntaria, un robo de gran magnitud o en agresiones sexuales. De ahí que la labor de ese escritor sea la de transformar la crudeza en literatura, en capítulos que destripan, explican, retienen y convencen al lector: que lo enfrentan a las mismas preguntas que él se ha hecho antes y durante su proceso recreador. En ese punto hallamos el trabajo de campo que erosionó ‒como él mismo explicaba‒ la vida de Truman Capote en A sangre fría; o lo que debió ser un durísimo ejercicio mental y de sensibilidad de Carrère en El adversario; o el de una posible y casi lógica obsesión de James Ellroy reconstruyendo la violación de su madre en Mis rincones oscuros; o, sin más, Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez, que mostró las complejas relaciones institucionales y del narcoterrorismo en esa Colombia de los ochenta y noventa del siglo pasado.

Hay autores como Gordon Burn que en Felices como asesinos relata de manera perturbadora y detallada el sufrimiento de las víctimas. En tanto otros como Roberto Saviano ha pagado con persecución y amenazas el éxito de relatar, en su famosa Gomorra, la verdad criminal que llegó a conocer minuciosamente. No todas son obras estéticamente maestras (es imposible a veces convertir un hecho impactante en filigrana poética), pero sí son ejemplos en los que los escritores deciden enfrentarse a una noticia y contarla desde su fórmula narrativa sin perder de vista el hilo de la historia que no puede tener otra deriva que la realidad. Y, en muchos de los casos, sin que lograran salir indemnes de lo relatado.

El autor de La ciudad de los vivos (Barcelona, Random House, 2022) también ha sufrido. En los primeros capítulos no hay concesiones: un crimen horrendo ha ocurrido en Roma en contra de un chico «sin problemas aparentes» y de manos homicidas también «sin aparentes problemas». De los chicos no se oculta nada de lo que se sabe y hay una recurrencia en mostrarnos hechos, palabras, las cartas desde el anverso. ¿Quiénes son estos? ¿Quiénes sus padres, hermanos, amigos? ¿Quiénes son todos?

La otra intención ‒la que conduce las 460 páginas‒ es la que no deja de cuestionarse por las razones. Presenta una afirmación que rompe un mito con el que algunos tranquilizan la conciencia después de hacerse la pregunta sobre por qué unos chicos educados, provenientes de estratos económicos solventes, transgreden los límites que los humanos hemos decidido no atravesar como si de una línea roja se tratase: el acceso a la educación o a la cultura institucionalizada no parece ser garantía de pacificación, de altruismo, de ética.

Chicos para quienes no es estimable desplazarse en autobús, enterarse de política o economía, ganar dinero de manera tradicional, es decir, como lo hacen sus padres. Es la época del celofán: quienes han disfrutado de lo que una generación entiende por «todo» esperan ‒solo esperan‒ más receptividad, más dádivas, más derechos; esa posesión de lo absoluto aún es insuficiente. Aunque su aporte sea mínimo, intrascendente o nulo. Estos chicos debieron creer que la sociedad o la vida les había prometido riqueza, osadía, chispa, emociones, éxito. Sin embargo, no lo conseguían, no dejaban de ser como otros, faltaba el salto, el golpe de gracia que parecía inherente a su existencia. Y se sorprenden por ello. El autor lo describe con una expresión que llega al meollo: la percepción de no ser esenciales. El problema es que la esencialidad es una relevancia, un sentido de lo principal que al menos una generación ha creído acreditarla a la utilidad, al heroísmo, a la erección de un mundo productivo, a que gire la rueda. El conjunto de individuos incomprendidos que conforman la siguiente etapa contemporánea, la que tenemos con nosotros, y que incluye a los homicidas, quienes apenas se conocen y comparten un criterio distinto: la falta de notoriedad es un lastre inmerecido y una injusticia que hay que saciar.

El sexo y las drogas son insuficientes. Solo queda el ansia por lastimar, por herir, y a ver qué pasa.

El tercer motivo que determina esta obra ‒fatídico, compulsivo casi‒ es la ciudad. Roma es origen, telón de fondo y desencadenante. Roma: ciudad que se prepara, que está lista para la hecatombe y para que la tragedia se mantenga sucia porque no hay respuesta suficiente ni reparación posibles.

Desde el principio el autor obliga a no engañarnos: no solo es decadencia, es cinismo ante las ratas, el tráfico, los menores prostituidos, la burocracia. En semejante escenario, que parece irrespirable, sitúa la búsqueda de la verdad: apenas una palabra inalcanzable, como muchas, como el cansancio de padecer el cansancio.

La ciudad es como una araña vieja que no da más de sí, caótica y asfixiada. Pero responde a su descripción de eterna porque lo estatuido no se moverá, sus moradores parecen apenas fantasmas olvidables, incómodos, dignos de expulsión. Roma muerta desprecia a sus vivos.

Los habitantes de Roma llevan en la sangre la conciencia de las últimas cosas, y está tan asimilada que ya no genera ningún razonamiento. Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido, la lluvia solo tiene el molesto efecto de derramar de la copa un vino que en la ciudad se bebe sin parar. (p. 39)

Y, sin embargo, cuando el narrador, aliviado, sale de la ciudad para trasladarse al norte (¿más bien huye, agotado por una búsqueda imposible que le ocupa la vida?) no tarda mucho tiempo en darse cuenta de que él también es parte de la sombra de Roma. Así que va y viene, sigue, se mantiene y la deja cada vez sabiendo que volverá.

Esos tres ejes: quiénes son todos los actores, el porqué de la tragedia y la derrota ante el escenario construyen y resuelven la historia de la novela, y sirven para que el autor también aporte las respuestas que necesita para sí y para quienes le han encargado escribir el trabajo. Y todos los colaboradores que va mencionando, que aparecen y desaparecen (con algún denominador común, un experimentado vate de la vida criminal, el coronel Donnarumma), como él mismo también, se saben apenas una ínfima voz, sin que importe demasiado su papel, pero suficientemente activos para citar encuentros, ofrecer datos, puntos de vista y ayudar, entre todos, a construir no los hechos que consumaron el homicidio, suficientemente descrito y asimilado, sino las causas, las entrañas de la sociedad que derivó en ese acto repugnante para los italianos, para su tiempo, para los europeos: conjunto de razones que necesitaba un cierre quizá en la forma de este mismo libro que Lagioia iba forjando para todos.

Una vez que los precedentes, la exposición de las razones o la fatídica condición de una ciudad en decadencia desde la misma desaparición del Imperio quedan al descubierto, hay que empezar a conducirse por otros pliegues. Y pedir explicaciones a las sombras. «¿Existe una maldad de los lugares?» (p. 180), se pregunta el narrador periodista y escritor cuando se acerca al escenario del crimen protegido por la policía. Y una pregunta sorprendente: ¿hay maldad en la actuación de Manuel Foffo y Marco Prato según se deduce de la brutalidad de su crimen?

La respuesta, que podría ser obvia, se torna compleja cuando tras el intento de comprender las motivaciones más íntimas podría descubrirse que no había ninguna, que «tan solo» se trata de dos jóvenes que entre tanteo y tanteo perdieron los límites y que ni ellos mismos se explicaban cómo habían llegado ahí. De hecho, Manuel Foffo no parece estar seguro de que el cuerpo que yace en su casa corresponda a un difunto; solo cree, avisa, dice. En algún momento el narrador expresa que en el juicio se comporta como si fuese necesario relatarle lo acontecido y no parece una estrategia de la defensa. El otro homicida, Prato, no termina de asumir la responsabilidad; él ya es una carga social que no se reconoce como tal.

Pero el autor no cae en la trampa de librarlos; siempre, siempre se acuerda de la víctima. Así que volvemos a esa atmósfera del mal, la del extravío de unos patrones que por decadente y caótica que resulte una sociedad todavía la sustentan. Ese manto de bruma que puede compensar a ratos lo inexplicable. Solo que esta no es una novela de vampiros ni de reencarnados.

Y precisamente surge el problema de la víctima, esa que cada cierto tiempo en el transcurso lector aparece tangencialmente como diciendo: «Sí, aquí estoy, sí, pero fue a mí a quien asesinaron estos “incomprendidos” sociales». Reivindico en Lagioia ese afán, esa idea de que, independientemente de los daños colaterales a las familias de los victimarios, a los amigos, conocidos, a la sociedad misma, hubo un agredido y unos dolientes: Luca Varani, sus padres y su novia. Es importante el rescate de la víctima porque después de las condenas mediáticas las sociedades tienden a amortiguar sus críticas, se tornan indulgentes. Empiezan a cuestionar las actitudes de quien se exhibe ante sus futuros verdugos y confunden el daño efectivo con el que debería ser exclusivamente secundario. Para ello se nos recuerda la forma del crimen, lo que se encontraron los peritos, lo que cuenta la policía, la autopsia, la ciencia. Objetivamente. Se muestra a Luca Varani en su habitación, frente a sus profesores, en el taller donde trabajaba enviando mensajes de WhatsApps a su novia, charlando con los amigos. Aunque luego esté la cara «B», la que lo iguala con sus ejecutores y nos lo presenta en una supuesta semejanza moralmente cuestionable, socialmente inédita, a la que esa misma sociedad (parental, escolar, política-gubernamental y mediática), analfabeta, ciega y muda no quiere enfrentarse. Pero no, la víctima no es igual: no acude al llamado para morir, sino para continuar. A diferencia de sus homicidas él desconoce que Manuel y Marco también están insatisfechos, vacíos y muertos en vida y dispuestos a todo para siquiera acercarse a lo que intuyen como plenitud. De Luca no sabremos mucho, pero sí sabemos que morir salvajemente no estaba en sus planes. Véase la reflexión que hace el autor para apoyar en parte su papel narrador en este relato:

La víctima inculpable no necesita pruebas, su cuerpo es sagrado. Si el narrador, es decir, la trama del asesinato, aspira a distorsionar nuestra mirada… el movimiento para liberarnos de esta trampa debería ser doble. Deberíamos amar a la víctima sin necesidad de saber nada de ella. Deberíamos saber mucho del verdugo para saber que la distancia que nos separa de él es menor de lo que pensamos (…). (pp. 264-265)

Hay una prosa eficiente en lo que respecta a la descripción de los hechos y su desencadenamiento, pero también psicológica, como no puede ser de otra manera cuando el narrador-autor (en este caso indivisible) necesita proporcionarse a sí mismo explicaciones coherentes (cuando es posible) o metafísicas (cuando las anteriores oponen límites). Y hay una tercera forma de narrar, la que acaricia sus pensamientos y nos presta sosiego o consuelo, si cabe:

Era uno de los placeres más intensos para los habitantes de la ciudad: hallarse con los pies en el mar Tirreno discutiendo de cosas fútiles, como si, desde la orilla de la mayoría, se pudiera mirar ya con superioridad las tristes preocupaciones de los vivos. (p. 379)

Por último, en el transcurso de La ciudad de los vivos apreciamos otra historia aparentemente secundaria que empieza y subyace hasta su desenlace: la de un turista holandés que enmarca la otra tragedia en un despliegue de hechos que no se ocultan, sino que forman parte del mismo entramado de descomposición social que, en apariencia, solo aparca, por esta vez, en Roma. Ese turista lo ve todo desde su perspectiva inevitable. Y volverá una y otra vez.


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