Perspectivas

Teodoro y la tragedia de la democracia venezolana

Fotografía de Vasco Szinetar

05/11/2018

La muerte de Teodoro Petkoff coincidió con el sesenta aniversario del Pacto de Puntofijo. Aunque la conjunción de fechas puede atribuirse al azar, las circunstancias que envolvieron al fallecimiento del político y al aniversario no lo son. Ni Teodoro —como, a secas, lo llamamos— alcanzó a ver la Venezuela de sus sueños, ni Puntofijo llegó a la tercera edad con el país que sus firmantes imaginaron. Por el contrario, justo aquello que en los dos casos quisieron atajar es lo que pareció haberse impuesto: un gobierno cada vez más distante de una democracia representativa y más parecido al “socialismo real” —sin que haya dejado de ser completamente lo primero, ni convertido en lo segundo—; en el que los militares ejercen una enorme influencia.

El punto para reflexionar es, entonces, porqué un país que fue capaz de producir consensos como los de Puntofijo y pensamiento como el de Teodoro, haya visto colapsar no sólo a un sistema democrático que se creyó modélico en la región; sino también a todo su modelo de desarrollo, al extremo de que en 2018 es menos moderno que en 1990, y no sólo en términos relativos, sino en aspectos tan concretos como el control de ciertas enfermedades o las vías de comunicación. ¿Qué pasó? ¿Dónde estuvo el Talón de Aquiles de todo aquello, la grieta por la que se vino abajo? Hay mucho escrito al respecto, por lo que sabemos que los puntos flacos eran bastantes más que el talón. De hecho, como esperamos demostrar, uno de los más importantes estaba al otro lado del cuerpo, en la cabeza, y no tanto por los conocimientos que albergaba, sino por el modo en el que decidía (o no) usarlos. Es decir, en la moral.

Hagamos primero un poco de historia. Vale la pena sacar del olvido a la ristra de pactos del que Puntofijo fue tan sólo el más importante: el de Avenimiento Obrero-Patronal (1958), Unidad estudiantil (1958), Programa Mínimo de Gobierno (1958), Declaración de Maracay (1960), la Constitución de 1961, el Modus Vivendi con la Iglesia (1964), Pacto de acción legislativa (1970) y el Pacto Institucional de 1973. Si nos paramos a ver las cosas desde el día de hoy, o incluso desde las duras experiencias de otros países, no deja de ser muy llamativo que durante algo más de una década fuimos capaces como sociedad de llegar a grandes acuerdos para consolidar un régimen de libertades, estabilidad institucional y encima derrotar a la violencia, especialmente, la de las guerrillas comunistas. Son, inicialmente, ejecutorias que merecerían de nuestro orgullo. Si además pensamos que aquella era una sociedad con casi la mitad de la población analfabeta (en los sesentas), en la que muy pocos de los que no lo eran contaban con un título bachillerato y en el que cosas como un postgrado en el exterior era asunto de un puñado, aquel país sorprende todavía más. Era el primero del mundo en erradicar la malaria y uno de los más exitosos conjurando la insurrección guerrillera, que en vez de desembocar en una larga y sangrienta guerra civil, terminó en una rápida victoria de la democracia, que le abrió las puertas a los guerrilleros pacificados. Es verdad, había bastantes petrodólares, pero la experiencia posterior ha demostrado que ellos solos no bastan, que lo importante es cómo y en qué se decide usarlos.

Pero hay más. Era también un país que produjo pensamiento sustantivo. El caso de Teodoro, uno de aquellos guerrilleros pacificados, es emblemático. Después de masticar y digerir su derrota, llegó a un conjunto de conclusiones que son mucho más fáciles de entender en 2018 que en 1968. Justo cuando las juventudes de clase media de Europa y América Latina se rebelaban soñando en el Che Guevara, Teodoro, como escribió recientemente Ibsen Martínez, “miró a Checoslovaquia y no a París”. Lo que reclamaban los muchachos de la Sorbona o de Tlatelolco hubiera sido imposible bajo un gobierno con hombres como el Che Guevara. Teodoro, que venía de una guerrilla que había tenido que ver mucho con ellos, lo sabía, y los T-62 que aplastaron la Primavera de Praga eran la prueba definitiva para sus dudas. No es que en Occidente no hubo represión —he allí Tlatelolco— es que el socialismo no se estaba demostrando superior. Eso lo llevó a escribir Checoslovaquia, el socialismo como problema (1969), un libro muy a contracorriente en medio de la intelectualidad latinoamericana de la época, tendencialmente comunista y muy fascinada por la Revolución Cubana; pero con resonancia suficiente como para que el mismísimo Leonid Brezhnev lo anatematizara en el XXIV Congreso del PCUS. No es poco.

Así, si sumamos a los tres firmantes de Puntofijo, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, con Petkoff, podemos decir que Venezuela produjo algunos de los más importantes exponentes del pensamiento democrático de América Latina en el siglo XX. A ellos podemos agregar a Carlos Rangel y a Alfredo Maneiro. Dicho lo cual, queda entonces la pregunta que nos hacíamos más arriba: ¿qué pasó? Hay muchas respuestas, que en general no se excluyen entre sí, por lo que acá nos iremos sólo por una de las aristas posibles: la intelectual. Junto a estos y otros dirigentes de más o menos similar estatura, hubo unas élites de profesionales, algunos empresarios, intelectuales y académicos, así como una población bastante bien organizada y articulada a través de los partidos políticos, sindicatos y gremios. Eso permitió en gran medida tomar las decisiones tendencialmente exitosas de los primeros quinces años del sistema democrático. La combinación del boom petrolero de 1975 a 1981, que dislocó el modelo de desarrollo, con la dificultad de pasarle el testigo a una nueva generación formada ya en la democracia, representaron retos ante los que la sociedad no pudo reajustarse. La generación de los baby boomers criollos (esos que fueron niños en los sesentas y eran jóvenes durante la Gran Venezuela) y la siguiente, la de sus hijos (los que nacimos en los setentas y ochentas), fuimos producto de cambios que parecían fáciles y rápidos, sobre cuya naturaleza supimos muy poco y con los cuales, al darlos por definitivamente alcanzados, tendencialmente no nos sentimos especialmente comprometidos. Las ideas de facilidad y rapidez consolidó además eso que Betancourt llamó en los setentas “la religión del billete”, con todo lo que ha implicado para la corrupción y la delincuencia que despegaron entonces. Hay varias razones para explicar el fenómeno, pero el progresivo declive de la calidad de la educación es uno importante. ¿Se acuerda alguien del absoluto desprecio que todos sentían por la Moral y Cívica que se veía en bachillerato? Es decir, quienes disfrutábamos de los beneficios de la democracia, no nos interesábamos justo de aquello que podían hacerlos sostenibles a largo plazo. Éramos adolescentes, y eso es atenuante, pero en general la sociedad pensaba igual. Podíamos ser técnicamente capaces, pero no tanto para comprender la maquinaria del Estado y la economía que nos había llevado adonde estábamos. Por algo pudo ocurrir una situación tan insólita como la de una clase media que se decía “apolítica” al tiempo de que dependía mucho del Estado.

Así, mientras un puñado de líderes junto a una masa analfabeta, pero comprometida y consciente de las dificultades que implicaba transformar al país, lograron dar pasos importantes hacia el desarrollo; un colectivo mucho mejor educado, pero menos comprometido y consciente, no logró rematar la faena. Es obvio que los de la generación de Puntofijo o cerebros con la agudeza de los de Teodoro, Carlos Rangel y Maneiro ya en los años setentas, tuvieron alguna responsabilidad en no lograr que la sociedad les prestara la suficiente atención, o que prestándosela pasara del aplauso a los hechos, por lo que no se trata de ver las cosas como una especie de Mito de la Caída, desde una edad de oro a esta en la que estamos. De hecho, aquellos cerebros comenzaron entonces a dar lo mejor de sí para advertir que las cosas no iban tan bien como creíamos. Así las cosas, lo que queremos dejar como hipótesis es que la tragedia de la democracia venezolana, esa suerte de divorcio que parece haber entre hombres como Teorodo y experiencias como las de Puntofijo con la situación actual, tuvo mucho que ver con aquel desinterés olímpico por la Moral y Cívica. La tragedia de la democracia venezolana es una tragedia moral. Pero una tragedia para la cual tenemos experiencias como las de Puntofijo y reflexiones como las de Teodoro como herramientas para revertirlas. En gran medida —¡otra vez la ética!— está en nuestras manos tomar la decisión.


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