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Veo en el foso vial de la Libertador una buena cantidad de carros circulando pese a que estamos en cuarentena. Ante mí el paisaje de los campos de golf extendido en el horizonte y la montaña al fondo. Soy el único que anda por esta larga cuesta de relativa inclinación. Hay árboles de distintos tipos y palmeras de lado y lado. Las rayas blancas delinean los extremos laterales y hay unos carteles con advertencias: «Usted está siendo vigilado». Cada cierto tiempo pasan camionetas de vidrios oscuros y escoltas en moto.
Me habían advertido que no caminara solo por esta urbanización que acoge familias con fortunas tradicionales, muchas venidas a menos, así como a la nueva oligarquía de los últimos tiempos que ha reemplazado a la anterior en las esferas de poder y dominio. Pensar que estos campos fueron diseñados por Frederick Law Olmsted Jr., el hijo del llamado «Padre del paisajismo estadounidense», el mismo arquitecto del Central Park y del Prospect Park de Brooklyn, tan sembrado en la obra del escritor Paul Auster. Aquí no se manifiestan códigos que descifrar, salvo la belleza de las quintas y la frondosa naturaleza integrada ahora en el paisaje como en una postal.
Estoy en la avenida El Estanque, muy cerca del Colegio Humboldt, en las faldas de la montaña, que marca el inicio de la urbanización El Ávila. Pasa a mi lado una comisión de dos vehículos del Sebin. La empinada avenida principal, pero en descenso, me conecta con la Alta Florida. Ahora lo que hay acá son edificios. Avanzo y, al llegar a Chapellín, veo funcionarios de la Guardia Nacional en un puesto de arepas y empanadas. Hay carros de la Policía Nacional Bolivariana que sobresalen de la boca de un taller. Me detengo en un puente donde, al mirar el horizonte, hay un sembradío prolongado de casitas rejuntadas y, muy al fondo, las montañas del lado opuesto de la ciudad, que se parecen a la silueta suave de los volcanes y montañas del valle de San José en Costa Rica.
Chapellín es un barrio populoso de tradición pero, al mismo tiempo, recoge algunas noticias de violencia que se anclan en el imaginario. Ando tranquilo, como si hubiera caminado por acá mil veces, controlo un ligero frío en el estómago. La transición Country Club, El Ávila, Alta Florida, Chapellín es dramática y desemboca en la calle Los Mangos de la Florida. Dicen que esta calle es peligrosa. Hay varias construcciones a medio terminar que están invadidas y tienen las paredes marcadas con consignas: «Colectivo Chapellín», «Comuna Villa Franca», «Poder Popular». El Colectivo Chapellín se define como «Miembros activos y luchadores de las bases y muerte por la revolución».
Veo una pequeña iglesia que se parece a las de Cataluña. En la panadería La Maison del Country y en el muro del estacionamiento hay una composición en cerámica con una escena de unos panaderos en sus labores con los hornos y, encima, el nombre del lugar que aloja a la panadería: «Qta. Montserrat». Llego a la avenida Juan Bautista Arismendi, que tiene mucho movimiento.
Un grafiti me hace reír: «Comando Anti-Majunche». Como se sabe, ese fue el término usado por Hugo Chávez en la campaña de 2012 para asignarle un adjetivo denigrante a su contendor, Henrique Capriles, “majunche”. El majunche no gana elecciones y a los efectos el finado presidente nombra un comando anti-golpe. Sabemos cómo Chávez pobló el imaginario lingüístico venezolano con expresiones dirigidas a estigmatizar a sus adversarios.
Veo policías nacionales, guardias nacionales, policías de Libertador entremezclados como en una distopía hecha presente. Llego a la esquina de la iglesia de La Chiquinquirá. Tomo una foto de las perspectivas en descenso de la avenida Los Jabillos, del lado izquierdo de la acera los árboles, del lado derecho los edificios, la sombra de las ramas se dibujan sobre el pavimento.
Paso por Festejos Mar y la Funeraria Vallés. Fiesta y muerte en la misma calle. He leído de muchos casos, en distintos países, donde la gente se ha contagiado de Covid-19 en funerales. Debe ser muy difícil mantener la distancia entre el dolor y el afecto: “No sabes cuánto siento la muerte de Felipe”, dicho con tapabocas. “Mi sentido pésame”, a dos metros de distancia. Llego a la avenida Libertador donde sobresalen varios edificios de ladrillo, los de la Misión Vivienda, con la firma gigante de Hugo Chávez a un costado y con cientos de antenas de DirectTv en las ventanas.
Me encuentro un poco sugestionado por la excelente crónica que Krina Ber escribiera sobre la pava y esta avenida, por todos los tropiezos sufridos. Claro que en mi memoria están las escenas de hace unos cuantos años, uno pasaba de noche por la avenida y era un lugar de oferta sexual y de barbarismos cargados de peleas. También me viene a la memoria las marchas fallidas cuando en masa nos enfilábamos en protesta hacia Miraflores.
Recuerdo cuánto gas lacrimógeno tragamos tantas veces en esta avenida, como aquel viernes 27 de febrero de 2004. La oposición había recogido, luego de meses de trabajo, tres millones cuatrocientas mil firmas para solicitar el referéndum revocatorio del mandato de Hugo Chávez y el Consejo Nacional Electoral, esa misma semana, anunció que tendría que revisar la validez de un millón quinientas mil firmas, insinuando que eran ilegítimas. La decisión la había comunicado el presidente de la junta electoral, Jorge Rodríguez, el mismo que ahora da los partes de la pandemia y que pareciera que en cualquier momento aparecerá desde la enigmática y trasnochada baranda del CNE. La oposición estaba enardecida por la noticia y se desató una batalla campal durante horas, justo por donde ahora cruzaba.
Avanzo por la avenida, doy vueltas por calles adyacentes, entre ellas la calle Las Flores. Veo a muchachos que portan el morral tricolor tan presente en el paisaje caraqueño. Andan buscando comida o deambulan. A algunos se les nota una ligera mirada insidiosa que retiran cuando se dan cuenta de que uno los está viendo fijo a los ojos, una táctica que un amigo del ámbito de la seguridad me enseñó hace unos años: a la gente sospechosa hay que mirarla a los ojos para que se sienta descubierta en sus intenciones.
En una placita me encuentro con un busto de Rafael Arévalo González y la inscripción «Mártir del civismo». Arévalo González se enfrentó como periodista a la tiranía de Juan Vicente Gómez y fue encarcelado en La Rotunda entre 1913 y 1922. Estuvo veintisiete años en prisión, en cárceles distintas. Se decía, con humor, que su segunda profesión era la de ser preso político. Los que lo conocían afirmaban que tenía una maleta siempre lista que decía “Rafael Arévalo-La Rotunda”.
Estoy ahora más cerca de los alrededores de PDVSA. Paso por un pequeño barrio intercalado de pocas casas. Una pared que cubre la extensión de varias viviendas: «Estás en territorio chavista». Cada vez veo más construcciones de la Misión Vivienda con entradas de mercaditos, dentro del mismo edificio, que parecen más bien bodegas en el llano, en San Francisco de Tiznados, donde mi padre nos llevaba. De adolescente aprendí a cazar conejos, báquiros y venados hasta que no pude más con la culpa y dejé de cazar animales, que siempre nos comíamos y que pasábamos escondidos por las alcabalas. La bodega de la Misión Vivienda contrasta por completo con la vida en ciudad.
En la Avenida Principal de El Bosque paso al lado de la Superintendencia de Precios Justos (SUNDE) y en la entrada hay una boina roja de paracaidista gigante con la leyenda, también en dimensiones, enormes: «Aquí no se habla mal de Chávez». Algo que también había leído en el Aeropuerto de Maiquetía y en varios lugares oficiales, así como en la entrada del Canal del Estado (gobierno no es Estado, claro está), esa misma leyenda, de que no se habla mal de Chávez en VTV en Los Ruices, el mismo lugar donde hubo un brote de contagio importante de Covid-19, entre los que no hablan mal de Chávez, un canal de televisión que no permite disidencia alguna ni opiniones contrarias. Aquí no se habla mal de Putin, aquí no se habla mal de Lukashenko, vivos o muertos, aquí no se habla mal de Castro, aquí no se habla mal de Chávez.
Atravieso Chacaíto, avanzo por Chacao. En el Centro Lido hay un mercado al que entro a comprar una bebida y noto la presencia de rusos. Por lo que veo no son tan precavidos dado que no llevan tapabocas. En ese mercado los precios de los productos están indicados en dólares. Un Burger King en el mismo nivel está abierto con despacho solo para llevar. Desde la Francisco de Miranda un empleado está sentando a una mesa, vestido con el uniforme de la cadena de comida rápida y lleva puesta una corona de rey. Una corona en tiempos de corona. No se da cuenta de la redundancia.
En la entrada del hotel Lido están apostados funcionarios del FAES. Estoy en la acera y su energía me intimida, con sus fusiles, su vestimenta. El lugar está repleto de camionetas negras de vidrios oscuros, como las que me pasaban al lado al remontar la avenida principal del Country. No me atrevo a mirarlos. La sumisión es uno de los estigmas de tener que vivir en sistemas políticos como el venezolano.
Desciendo hacia El Rosal y, a un costado de un edificio blanco moderno, encuentro un papel de la estatal petrolera Rosneft, la que se fue del país a pesar de ser la petrolera de un país aliado. En dicha carta el representante de Rosneft en Venezuela, Mikhail Hrafinin, felicita a un tal Alexey por su excelente desempeño demostrado en el 2015 y le asigna una bonificación única de dos mil dólares.
Las aceras y calles están llenan no solo de papeles extraviados sino de guantes y tapabocas abandonados como minas antipersonales desactivadas. El gobernador de Nueva York, Mario Cuomo, había dicho que los respiradores son como los misiles de la Segunda Guerra Mundial. Veo los tapabocas, guantes y gel como las armas de esta guerra que libramos. Recorro una a una las calles de El Rosal, horizontal y verticalmente. Ahora la soledad es casi absoluta. La urbanización hace recordar mucho algunas zonas de Bogotá. Los edificios, las aceras, los árboles. Regreso hacia la Francisco de Miranda. Frente a una casa me encuentro con afiches enmarcados de las películas «La insoportable levedad del ser» y «P. for Police», de Charles Chaplin, junto a una copia de «El Loco», de Picasso. ¡Cuántas historias en la basura!
En la Francisco de Miranda veo a una mujer un tanto desgarbada, supongo que debe ser indigente, corre como para taparse detrás de un anuncio peatonal. Se baja los pantalones violentamente. No quiero mirar, pero todo el mundo la observa. Solo orina en cuclillas. En Caracas es difícil conseguir baños si uno anda con premura. ¡Resistid valientes vejigas!
Muy cerca de allí, un hombre está sentado en un banco con los que parecen ser sus cuatro hijos. Todos comen mangos, ríen y bromean. La familia está de buen humor. Tal vez ese sea su almuerzo o su única comida del día. Me encuentro con un invidente en medio de la calle con su tapabocas puesto. Oscuridad dentro de la oscuridad que vivimos, intuye su camino con su bastón o tal vez se lo sabe de memoria. Hace unas semanas, ¿o meses?, Andrea Bocelli ofreció un concierto en solitario desde la Catedral de Milán. El drama dentro del drama.
Un autobús de la Policía de Chacao está atravesado al lado de la Torre Británica e impide el paso. Me desvío hacia La Floresta y descubro un parque. Se llama Parque Aruflo. Tiene una forma rectangular. Una placa dice:
En 1959, y a raíz de la caída de la dictadura, la euforia de libertad vino acompañada de una gama de problemas sociales que resolver. La invasión de áreas verdes por las clases necesitadas fue uno de ellos. La comunidad de La Floresta se unió para defender esta área surgiendo la primera de las asociaciones de vecinos en Venezuela, Aruflo, que hoy conjuntamente con el ayuntamiento del Distrito Sucre reinauguran este parque para el disfrute de la ciudadanía. Chacao, Octubre, 1985.
En la entrada de un edificio llamado Petunia, en la Transversal 1 de Los Palos Grandes, cuelga una nota escrita a mano: «De todas las cosas que lleves puestas, tu actitud es lo más importante. 91 años LPG». En otro edificio llamado Lassie, esta vez colgado de las rejas del estacionamiento, un papel dice: «Quién esté interesado en adoptar a los gatos de este edificio, llamar al 0212-3178989». Un edificio con nombre de perro en el que ofrecen gatos en adopción, y el anterior con nombre de flor en el que dan consejos de civismo.
Camino hacia la acera de Centro Plaza y veo a dos chicas jóvenes blancas y un muchacho blanco cargados de bolsas con la compra que acaban de hacer en el automercado Plaza´s, que está dentro de ese centro comercial. De pronto un hombre negro, alto, que lleva un libro grueso en la mano, empieza a decirles cosas en inglés en un tono muy alto: «What are you looking at? You’re racists! Yes, you’re racists!». Una de las chicas, que habla inglés, le responde que ellos no lo estaban mirando mal, que en Venezuela las cosas son muy peligrosas. Qué él podría ser rubio e igual lo mirarían con cuidado. Pero el hombre sigue exaltado y remata diciendo, a medida que avanza en dirección a la Luis Roche: «You’re racists! And that’s why you have no food, no gas, no money in this country!»
Me quedo asombrado de cómo este caballero estadounidense, por su acento, haya aplicado al contexto venezolano la llama de ira desatada a raíz del incidente de la muerte brutal de George Floyd y las secuelas de días y semanas de disturbios en Estados Unidos en medio de la pandemia. Este hombre no conoce los códigos venezolanos: mirar para prevenir una posible acción de los delincuentes que, al saberse sorprendidos, muchas veces desisten en sus intenciones. Mirar a los a los ojos los desarma. ¿De dónde salió ese hombre en Centro Plaza? ¿Cuánto tiempo lleva en Venezuela? La Embajada de Estados Unidos está cerrada, su sede fue trasladada a Bogotá. Las empresas estadounidenses se han ido del país. ¿Se quedó atrapado en Venezuela luego de asistir a algún evento? ¿Qué hacia caminando con un libro por Los Palos Grandes?
Yo viví dos incidentes de violencia racista en Estados Unidos que me llegan ahora como flashes. El primero ocurrió cuando fui a celebrar con un amigo que habíamos superado un curso académico muy exigente. En lo que me bajo del carro veo por unos segundos a un hombre negro a los ojos y enseguida me dio un puño en el pectoral. Solo resistí el impacto y la falta de aire, ni mi amigo ni yo dijimos nada. En el otro incidente venía caminando por una calle, esta vez solo, y miro a los ojos a un par de hombres negros altos y fuertes que vienen en dirección hacia mí. Cuando llega el momento del cruce uno de ellos estira sus largos dedos e intenta metérmelos dentro de los ojos. Logré echar el cuerpo un poco hacia atrás y el daño no fue tan grave. Luego se chocaron las palmas de las manos: give me five!, como diciéndose entre ellos: qué grande lo que hemos hecho con ese estúpido blanco que nos miraba a los ojos. Pensé gritarles: “Imbéciles, soy venezolano”, pero me contuve porque también existe el odio hacia los latinos por el desplazamiento de fuentes de trabajo, al menos en aquel entonces.
Me enfilo de vuelta y, al lado de la arepera Budare, un tipo desgarbado, con el cuello torcido, se queda viendo a una mujer que pasa y se mete la mano dentro del cierre de pantalón y empieza a masturbarse. Siento que se me revuelve el estómago. El hombre me ve, se saca la mano de inmediato del pantalón y sigue sin mirarme, tratando de disimular su perversión. Una pareja de enamorados se besa en la Plaza Bélgica, ajenos al mundo. Detrás un letrero de algún edificio público: «Cuando la tiranía es ley la revolución es orden».
Estoy en el centro de Chacao. Se me cruza un tipo en bicicleta con un rótulo que dice «Ayuda Humanitaria Biciarepazo». Paso, por casualidad, frente a la iglesia San José. Hay una escena alucinante y conmovedora que me atrae por los cantos: una misa que se realiza en las escaleras de la entrada. Está el padre con su ayudante, el olor a incienso, la gente arrodillada en las aceras, tanto del lado de la iglesia, como del otro lado, a pesar de que los carros pasan por la vía. Se me erizó la piel y hasta sentí ganas de llorar. Misa de coronavirus.
Un joven vendedor deambula por Chacao con caretas de protección. Tiene una puesta, lleva dos en cada brazo y está vestido de negro. Parece un zamuro antidisturbios. Me corta la nota mística que traía de la misa callejera. Me dice que es el distribuidor de las caretas y que me las deja en tres dólares, que puedo pagar en efectivo o por Zelle. Economía informal con pago de cuenta en Estados Unidos. Vaya. En una panadería presencio una discusión entre el cajero y una policía que lo instruye a que se coloque guantes. El hombre le responde: “¿Quién está más contaminado: tú que vienes de la calle o yo?”
Pienso en esa última pregunta desafiante. Estoy extenuado. Al rato llego a casa y me encuentro, como todos los días, con la mesita o estación de desinfección en la entrada que empieza a tener un desorden como el de soldados en sus trincheras o en los lugares donde pernoctan en una guerra, dejan de pronto las armas e implementos de combate cerca, pero descuidados, sin un arreglo aparente, confiados en que esas armas ayudarán a la salvación en tiempos convulsos.
Pedro Plaza Salvati
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