Perspectivas

Salvemos la bomba

Fotografía de Federico PARRA / AFP

26/05/2020

Cuando empecé a salir al mundo “allá afuera”, luego de acatar la orden de cuarentena proveniente del número 3532 por haber viajado desde España y, superado con creces los lapsos de espera sin tener síntoma alguno en el cuerpo, me dirigía a pie a los mercados, abastos y farmacias. Al cruzar la puerta del edificio se rompía la barrera de la esfera íntima creada con las nuevas rutinas y la incertidumbre del mundo externo, como si atravesara un túnel del tiempo.

Antes de salir cumplo rigurosamente la ceremonia de defensa antipandemia: me coloco el tapabocas, me llevo los guantes desechables de médico que opera y que guardo en un bolsillo hasta el momento de entrar a un establecimiento, un potecito de gel, dos láminas de papel de mano para no tocar nada al salir, la cédula, la tarjeta de débito y un antiguo celular sin línea que uso solo para tomar fotos.

La escasez de gasolina me obliga a hacer todo a pie, algo que, en realidad, me agrada y prefiero. Preservar el medio tanque que le queda al carro es una prioridad en tiempos de guerra. La mentada escasez no son rumores o fake news: He visto el drama con mis propios ojos en la bomba PDV GNV Blandín de La Castellana, una de las pocas operativas en la ciudad. La bomba PDV GNV Blandín abre generalmente a partir del mediodía, luego de que el camión cisterna con la irónica inscripción “Soberanía Energética” llega a surtir la única estación designada para el municipio Chacao. Allí he podido atestiguar varios días las larguísimas filas de carros en distintas calles de los alrededores. Me he quedado viendo largo y tendido, observando el acontecer de una realidad que parece un teatro del absurdo.

La primera vez que me encontré con una ingente cantidad de militares colocados en distintos puntos aledaños a la bomba PDV GNV Blandín pensé que había comenzado un estallido social, o que el desfile de Los Próceres del 5 de julio se había trasladado de lugar y de tiempo. En el megaoperativo #SalvemosALaBomba participan los siete días de la semana unos treinta militares armados con fusiles de asalto Kalashnikov AK-103, calibre 7.62 mm, fabricados en Rusia y con licencia venezolana. Los soldados están desplegados en las avenidas Blandín, Los Chaguaramos, Santa Teresa de Jesús y las calles Elice, Ávila y don Pedro Grases, dispersos en distintos puntos como si acordonaran un depósito de municiones en peligro de caer en manos del enemigo. Las calles a su vez están tomadas por vehículos oficiales, ambulancias, carros de civiles, motos y hasta grúas, dado que algunos vehículos llegan sin gasolina o arrastrados por cuerdas desde otros carros. Cuando hablo de civiles, a efectos de esta crónica, me refiero a todo aquel que no lleva un uniforme, bien sea militar o policial.

No deja de resultar una gran paradoja que esto estuviese ocurriendo en uno de los países fundadores de la OPEC, suplidor confiable de petróleo a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, ubicado durante décadas entre los cinco principales productores y exportadores de petróleo del mundo, con la mayores reservas estratégicas del planeta, que cuenta con la mega refinería El Palito que ya no refina gasolina o las de Amuay, Cardón y Puerto La Cruz en estado de trombosis, que contaba hasta hace nada con las refinerías en Aruba y Curazao con las que se ha roto vínculo y, para colmo, siendo propietaria de CITGO en Estados Unidos. Venezuela es un Disney World sin atracciones.

El orden de los vehículos alrededor de la bomba se dispone de acuerdo a “criterios de importancia” o nivel de palanca. Los carros oficiales, policiales y de organismos del gobierno tienen la prioridad. También hay una cola preferencial que llaman la de “los referidos”, que se enfila del lado de la acera de la avenida Blandín contigua al Centro Comercial San Ignacio. Tienen el privilegio de esperar solo unas cinco horas promedio y, entre los que más me llaman la atención, están varios tipos que parecen cantantes reggaetoneros dentro de una camioneta y con gorras marca Gucci. El personal de seguridad de ese centro comercial está en estado de alerta constante. Vigilantes vestidos de traje negro y tapabocas negros con sus radios de comunicación, girando por todos lados, van y vienen, se alejan o se aproximan cuando ven que se puede armar una trifulca. Al momento que se exaltan los ánimos, sujetado por una mujer que debe levantar pesas, aparece un temible perro negro con bozal. Lleva la inscripción K9 de la Brigada Canina del centro comercial. Alguien le pregunta sobre el perro, la mujer responde en tono seco y dice que es un perro de ataque con certificación de escolta. Un hecho curioso es que un empleado del centro comercial, vestido con los trajes encapsulados todo de blanco, como los primeros que vimos en China al aparecer la pandemia, es el que, con su aspersor, desinfecta la bomba antes de que la abran.

Alrededor de la bomba, que tomo como representativa de lo que ocurre en Caracas y tal vez en el resto del país (escasez más aguda), la tensión, desidia, desesperación contenida, rabia, frustración y la criolla arrechera impera en el ambiente. Los civiles sin palanca, los que no tienen a nadie que los refiera, están en filas en la calle Elice o del otro lado de la acera de la Blandín. El mecanismo es el siguiente: la tarde del día anterior los vehículos se colocan orillados en la autopista Prados del Este, en una primera parada de suplicio mientras circulan los carros por los otros dos canales, van avanzando poco a poco, por fases, conforme la noche y la madrugada los envuelve como una cobija gruesa de esperanza precaria.

Hay un tramo que es por donde se colean los que llegan a última hora, los que vienen con una orden superior o quién sabe con qué armas logran convencer a los responsables para que les quiten la barrera de plástico anaranjada que colocan frente a El Mundo del Pollo. Los coleados circulan en sentido contrario unos pocos metros de la Blandín, saltándose olímpicamente las horas de espera interminables de los que están del otro lado. Este no es el único camino para saltarse la cola. También están los que se estacionan en el último tramo de la avenida Santa Teresa de Jesús, bordeando un costado del Centro Comercial San Ignacio, en lo que es una de sus salidas, se estacionan muchas veces camionetas gigantescas a las que de pronto le dan la orden de pasar. Hay unos que llegan a última hora y se meten en la cola de referidos, como, por ejemplo, un militar de copiloto con un familiar. El coleo viene desde distintos ángulos.  Si Miranda se levantara de su tumba pensaría que nada en Venezuela ha cambiado, preferiría seguir confinado en La Carraca, desde su cama, su cara apoyada sobre su mano derecha, viendo en televisión las últimas estadísticas alarmantes del virus, el virus del bochinche.

El Mundo del Pollo, uno de los puntos de coleo de vía rápida de personas con influencias, tiene despacho solo para llevar, como todos los negocios de comida que están abiertos en pandemia. A una señora descalza, con gestos y movimientos de loca, le regalan un plato de pollo con yuca. Lo toma y empieza a caminar. Lleva en la otra mano un pote grande de Frescolita, bebe un poco y luego lo bate contra el suelo, a pesar de que tiene medio frasco lleno. Vocifera incoherencias. Pasa al lado del estacionamiento del restaurante donde todos los días se arma una larga fila de personas, por la escasez de agua, con todo tipo de recipientes plásticos vacíos para llenarlos de un chorro que está adentro. Ahora se les dificulta llegar por el operativo #SalvemosLaBomba.

La diversidad de los cuerpos policiales presentes asombra, la cantidad de denominaciones y siglas. El país debe tener más cuerpos de seguridad per cápita que cualquier otro del mundo. Hay séquitos de motos y vehículos de la Policía de Chacao, de la Policía Nacional Bolivariana, Gobierno Bolivariano de Miranda, del CICPC, Unidades Anti-Drogas y Anti-Secuestros, FAES (Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana), Policía de Miranda, BAE (Brigada de Acciones Especiales), Comandos Rurales. Todos convergen con un propósito: llenar el tanque de gasolina. No he podido dejar de notar jeeps negros del SEBIN con la inscripción “Patrullaje Estratégico”, del CONAS (Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro), así como funcionarios con las siglas DGCIM (Contrainteligencia Militar) que parecen supervisar el operativo. Las ambulancias también se hacen presentes, oficiales y privadas, desde las de Chacao hasta las de Miranda, pasando por los Rescue Ryders. Hay tramos donde están en fila las camionetas que conducen escoltas con privilegios y que no dudan en mostrar sus armas colgadas de lado en la cintura, como si viviéramos en Texas en la época de los vaqueros y eso los hiciera más vergatarios.

Cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1999 la producción de petróleo venezolano era de 3.5 millones de barriles diarios. Un documento de PDVSA certificó en enero de este año que la producción había descendido a 882.000 barriles diarios. Y la realidad es que hay una tendencia de caída sostenida. En el 2006 el vicepresidente de exploración y producción de PDVSA, Luis Vierma, dijo en un cable difundido por la Agencia Bolivariana de Noticias, que “Venezuela tiene aspiraciones de atender parte del mercado asiático con una producción que podría llegar a 7.2 millones de barriles por día en el año 2020”. Estamos en el 2020 y al proceso político perpetuado en dos décadas de desmoronamiento no le queda más remedio que importar gasolina, tan absurdo como si Italia tuviese que importar la pasta que consume. Aquel tiempo en que PDVSA era considerada una de las empresas más grandes y mejor manejadas del mundo parece historia del pleistoceno.

Un día paso al lado de la bomba y oigo un soldado que habla por la red comunicación interna, es imposible no oírlo, casi grita: “Mi teniente: acá está una camioneta blanca que dice ser del Ministerio de Transporte. ¿Qué le digo?, mi teniente”. Oigo la palabra teniente varias veces en encuentros gasolineros que oigo por sus radios comunicantes. Si hay alguna novedad se comunican en el fragor de la batalla. Me queda claro que el operativo #SalvemosLaBomba lo dirige un teniente que no está en el sitio, desde algún lugar incógnito. Un día veo a alguien de rango superior a los soldados, un mayor, rodeado de los propios soldados y de civiles. El nutrido grupo de personas iban y venían, como si de él dependiesen las órdenes para tomar una colina en un asalto armado o, finalmente, El Esequibo, cavilaban la mejor táctica para el éxito de una acción estratégica. Casi que parecía cargar entre sus implementos y accesorios, que circundaban el chaleco antibalas, un ejemplar de El arte de la guerra de Sun Tzu, con algunos de sus preceptos que encajan a la perfección:

Si haces que los adversarios no sepan el lugar y la fecha de la batalla, siempre puedes vencer. (¿Me darán un número? ¿Alcanzará la gasolina? ¿Me asaltarán mientras espero atrapado por la oscuridad feroz de la noche? ¿Me quitarán el número que ya me han asignado como ha ocurrido a tantas personas? ¿Cuánto me cobrarán? ¿Podré pagar por Pago Móvil o con dólares en efectivo? ¿Me dejarán echar solo 4, 5, 10 litros por carro o 3 o 4 litros por moto? ¿Cómo me protegeré del Coronavirus en estas horas de espera interminable?).

En otra oportunidad veo al mayor montado sobre la plataforma de una grúa atravesada que se acaba de accidentar, luego de descargar un vehículo. Daba un discurso. Soldados, policías y civiles le hacían un semicírculo desde abajo, como si sus palabras fuesen de una sabiduría extraordinaria previa a una valerosa acción bélica y, como se bajó el tapabocas, me imagino a sus partículas de saliva cayendo en forma de arco sobre las caras de los que oyen. A decir verdad, el contenido del discurso pareciera conciliador, dice que él trata de ser educado, tener paciencia, pero que hay personas que no comprenden que, lamentablemente, la gasolina no alcanza para todos. Dice que es un derecho para el venezolano pero que él no puede hacer más de lo que hace, que comprendan. Al bajarse del carro hay un perrito con pintas entre negras y blancas que parecía escuchar lo que decía el oficial que lo toma, lo alza y lo acaricia, como hacen los políticos con los bebés, para luego avanzar y dar instrucciones de qué vehículo pasa o qué vehículo avanza.

Oigo muchos comentarios sobre lo que se cobra al llegar el momento épico de surtir el tanque. Depende del criterio del bombero o las órdenes recibidas. La gasolina es combustible para la anarquía. En Montalbán motorizados organizan una protesta luego de tres días de espera infructuosa. En varios puntos de la ciudad la gente bloquea calles. La prensa reporta a una cisterna que se desvió a la Cota 905 para suplir a la banda hamponil del Coqui, el conductor es detenido al hacerse pública la noticia. También oigo un día hablar a un guardia de seguridad de un establecimiento cercano a la bomba PDV GNV Blandín alegando que de noche llegan carros del gobierno a echar gasolina. Rumores incendiarios.

A decir verdad, por lo que uno se entera, me parece que no en todas las bombas del país impera el orden militar de la bomba PDV GNV Blandín. En Carabobo, por ejemplo, un video se vuelve viral en el que cientos de motos se agolpan aleatoriamente en torno a una bomba de gasolina, como un ataque de abejas africanas. El gobernador Lacava, que gusta tanto de los murciélagos de moda pandémica, y que llegó a instalar uno gigante iluminado a semejanza de la Cruz del Ávila pero en el cerro El Trigal en Valencia, como si Batman cuidara los destinos del pueblo carabobeño y él fuese el alter ego de Batman, se hace presente. Cuando una persona se le acerca le grita: “¿Tú eres funcionario o qué coño es lo que eres tú? ¡No te me pegues, mamahuevo!”.

Es de conocimiento público y yo mismo lo he presenciado, que algunos motorizados, luego de llenar el tanque, succionan la gasolina con mangueras cortas al chupar profundo varias veces. En general, la vierten en envases vacíos de cinco litros de agua mineral Minalba. Luego la revenden a precios que oscilan entre $2 y $5 el litro, dependiendo de la cara de rico y de desesperación que tenga el comprador. Hay un video en las redes alertando de estafas con potes de Minalba llenos de orina a los que le echan un toque de Coca-Cola para darle el color exacto. Hasta hace menos de dos meses y durante toda la gestión de Maduro la gasolina no valía nada, era gratis, se le daba un billete sin valor al bombero o algo de comida. Ahora cuesta un promedio entre $50 a $300 por tanque bachaqueado. Si el salario mínimo actual (sueldo más cestaticket) es de $4.5, llenar un tanque con gasolina intermediada equivaldría entre 25 a 100 salarios mínimos. De la gasolina más barata del planeta pasamos a la más cara de la Vía Láctea.

El que no cae en la intermediación y necesita a juro llenar su tanque, no le queda otro remedio que entregarse al sufrimiento. Se corre el rumor de que los civiles podrán echar gasolina según la terminación de la placa en un día determinado. Digo rumor porque no se puede creer lo que se anuncia. La gente actúa por instinto. Una amiga nuestra hizo diez horas de cola y cuando llegó solo le echaron cuatro litros de gasolina y le dijeron que si lo quería lleno tendría que pagar veinte dólares, que ella no tenía en ese momento. Se fue llorando, esmorecida. Otro amigo estuvo desde las cinco de la tarde del día anterior hasta la una de la tarde del día siguiente y, cuando llegó, le dijeron que se había acabado el combustible. Ambos con el supuesto número que correspondía al día asignado. Hay un video publicado por El Nacional donde médicos y enfermeros en cola testifican que es una práctica común que arrebaten arbitrariamente el número ya asignado, sin importar las horas de espera.

Se implanta entonces un supuesto sistema “Pico y Placa”. Entre tantas personas molestas oigo una que dice, enfrente a una desolada panadería Majestic: “Nojoda güevón, están dando solo 15 números cada día. Imagínate tú los fines de semana que son todos los números de placa”.  Cuando oigo la parte del “pico” no puedo evitar pensar en la herramienta de construcción, como la que usaban los presos de otras épocas en el sur de Estados Unidos al cavar huecos cantando una triste canción para, luego de un arduo día de trabajo, cenar una mazorca de maíz.

A medida que avanzan los días no se sabe si la parálisis del país se debe más al confinamiento o la escasez de gasolina. Veo gente, de nuevo, comiendo de la basura, algo que casi había desaparecido del panorama o que ya no era tan común. He visto muchachos sentados en esquinas viendo qué consiguen de la basura, comiendo allí mismo. He visto a familias perseguir los camiones de basura para sacar algo de comida al detenerse. He visto los rostros de súplicas del hambre verdadera de los que piden en la calle, con los ojos ahogados de tristeza, como un mar negro. Algo así como lo que pude ver sintetizado en un grafiti en la Francisco Solano: “EsClapVitud”, el samsara venezolano.

El samsara en la cultura budista es la rueda del ciclo de la vida. Literalmente significa vagabundear en el dolor, vivir una existencia condicionada. La palabra sánscrita describe la rueda del sufrimiento que perpetuamos al realizar la misma cosa una y otra vez. La definición literal de samsara es “perpetuo errar”, como el perpetuo errar del venezolano para echar gasolina o conseguir alimentos. Lo que pensé al principio que era un estallido social o un desfile trasladado de Los Próceres, luego de varios días de observación, terminó convirtiéndose en una pintura representativa del samsara venezolano.

Un día domingo pensé que no iban a abrir la bomba PDV GNV Blandín, pero las colas eran más bien kilométricas, la gente envuelta de una ilusión efímera. De hecho, los tres carriles de la Blandín estaban tomados hasta la altura de Mata de Coco, como un desmadre anunciado. Los domingos descansan los carros oficiales y dejan espacio para los civiles, seres por condición inferiores al estamento militar o policial en los tiempos que imperan. Las personas se movían en cámara lenta. Muchos están echados con los asientos hacia atrás, algunos con sus tupperwares llenos comida como si se dispusieran a viajar en carro a Mérida o al oriente del país. Solo faltaba que escribieran alguna consigna en el vidrio trasero de algún carro: De Macaracuay pa´ la bomba de la Blandín o Nos graduamos-de paciencia-cohorte del 2020 .

Veo bolsas de chucherías y tecleos interminables en los celulares. Algunos oyen música dentro del carro con sus teléfonos, otros duermen, se despiertan, se vuelven a dormir, se vuelven a despertar. Acá nadie tiene buena cara. La seriedad, por no decir la amargura, impera. A la degradación se suma la indefensión aprendida. Se nota la claustrofobia. Los carros inmóviles, a la espera eterna, las personas sostenidas por un hilito de esperanza y la incertidumbre del cara a cara con los bomberos vestidos de rojo revolucionario y los militares de verde ahora con tapabocas también verdes, camuflados o con el logotipo del cuerpo al que pertenecen, todo bien combinadito. Hay muchos carros cerrados sin nadie adentro pero que están en fila. los dueños saben que la espera todavía será de horas y, al llegar a la última fase que comenzó al caer la noche apostados en la autopista Prados del Este con los cantos de los pájaros antes de resguardarse y el miedo nocturno acariciando los rostros, cierran el carro y se van a echar un camarón, caminar o deambular quien sabe por dónde: el errar sufrido del samsara venezolano.

La escasez de gasolina es tan aguda que hasta la vida después de la muerte se ve alterada en estos tiempos. Hay funerarias que dejaron de prestar el servicio. En la Vallés algunos difuntos ahora comparten el traslado al cementerio, es decir, dos muertos ocupan el mismo carro, dos delegaciones de familiares que siguen el traslado, dos séquitos. Una persona fallece en su casa y la funeraria no puede buscarlo porque sus carros fúnebres no tienen gasolina. Los vecinos envuelven al fallecido con sábanas, lo montan en un auto particular y lo llevan a la funeraria, como si fueran a arrojarlo a río Ganges en la India para luego incinerarlo. Se corre el rumor de que hasta se ha dado el caso que en algunas bombas deben mostrar el cadáver para que permitan echar el combustible a los carros fúnebres. Es casi poético, en un sentido macabro, que se hable del suministro del fósil (gasolina) para llevar al muerto. Una de las funerarias advierte que prestan el servicio si los familiares aportan 25 litros de combustible. Duelo con olor a gasolina. Veo un video en el que se instala una suerte de base metálica alta con ruedas en el que colocan un ataúd que es halado por una moto o un burro. El personal que trabaja en los cementerios también empieza a fallar por la dificultad en trasladarse.

A veces uno pasa por la bomba PDV GNV Blandín y, a pesar de la espera interminable, hay un ambiente en el que no se percibe una agresión subida de tono sino más bien de desgracia compartida. En ocasiones he visto algunos militares conversar amenamente con los civiles o dar indicaciones amables, fusil de guerra de por medio. Cuando llega el momento de avanzar las distintas filas es cuando uno se percata de la cantidad de carros que llegaron remolcados y sin gasolina. Y es ese momento, tras una espera eterna, que pareciera aflorar uno de los rasgos de carácter del venezolano: olvidarse de todo rápido, pasar la página. Unos cooperan con otros, civiles y militares ayudan a empujar los carros sin gasolina, todos de manera espontánea. No hay nada que defina más el carácter del venezolano que un carro accidentado que hay que empujar, todo el mundo se suma, todos quieren ser protagonistas, a la vez que generosos al desplegar su fuerza. Cuando empiezan a avanzar las distintas colas, entonces, se arma un ambiente festivo y de camaradería y pareciera borrarse, por unos gloriosos momentos, la distinción entre militares y civiles: se dan con el puño de las manos, con los codos a la moda, les llevan Gatorade bien fríos y bromean, como si nada hubiese pasado, ese increíble don de dejar el pasado aun inmediato atrás y olvidar todo, un rasgo que es un talento que nos distingue y a la vez parte de nuestra desgracia.

Otro día, al contrario, siento un ambiente raro y pesado en la calle. No puedo descifrar bien qué es lo que se percibe, una tensión más alta de lo normal. Los militares se ven agitados y de mal humor. ¿Tendrán alguna orden específica del teniente? Uno de ellos se queda viendo al bolsillo donde llevo el pequeño celular y el gel. Muchos carros de cuerpos oficiales apuntan con ansiedad sus vehículos como toros al torero para embestir la bomba, asechan como los caimanes de río. Desde los tubos de escape se oyen bramidos: ruuum, ruuuum, ruuuuuuum.

Frente a la bomba hay un negocio de venta de licores que no vende licores por la ley seca. La reja está abajo y la cajera guarda una sana distancia epidemiológica de dos metros. Estoy acalorado. Pido un Gatorade y entrego la tarjeta de débito a través de los huecos de la reja. En eso oigo que gritan: “¡¡¡Este es de los que nos mandan para que nos graben!!!”. Hay caras de preocupación en los empleados del local. Volteo y llevan esposado a un hombre de tez blanca y pelo gris blanco. Tiene en sus muñecas unas apretadas esposas metálicas, como tenazas de dos cangrejos tercos. De un brazo lo lleva un militar y por el otro un policía. Meten al hombre en el asiento trasero del carro, luego se queda callado, resignado, sin chistar, parece que no respira, mientras el policía llena un formulario.

Sigue el espectáculo en la bomba. Las caras expectantes de horas y días de espera: ruuum, ruuuum, ruuuuuuum, algunos días llegan cisternas más pequeñas y tal vez ello haga que aumente la ansiedad colectiva. Sigo el procedimiento de desinfectar el pote de Gatorade, me quito la mascarilla y me empino la mitad del contenido rojo. Qué irónico: un Gatorade de ese color. Cuando lo pedí dije: “Dame uno de los rojitos”. Me acordé del “rojo rojito” del antiguo presidente de PDVSA, mientras observo al hombre arrestado por tomar fotos y/o filmar el operativo #SalvemosLaBomba. ¿Cómo se le ocurre?

Sacio la sed, avanzo y otro militar, esta vez caminando entre los carros, se me queda viendo. Tiene los ojos encendidos de rojo, como un diablo del llano, como el Ávila en llamas de Semana Sant. El militar parece que nunca hubiera dormido en su vida, no sé por qué me mira así y voltea su cara hacia todos lados como un rastrero. Volteo la mirada. Sigo hasta que llego a la casa con las cosas que compré en el mercado. Cuando estoy a punto de entrar pasan dos militares en moto y siguen de largo. ¿Qué pasa hoy? Al cruzar la entrada me dicen que no hay luz desde hace una hora y por ende tampoco agua, ya que el edificio se surte con la bomba encendida. Subo por la escalera. Ninguna de las luces de emergencia funciona. Escalo en medio de la oscuridad completa, a tientas, como el método de supervivencia del venezolano. Entro a la casa y me siento a esperar a que llegue la luz, como los que esperan en la las filas para llenar un tanque de gasolina.


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