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¿Alguien conoce a una persona que haya estado muerta siete minutos y que luego regresara a la vida? Estás en tu casa, cuidas de tus hijos pequeños mientras tu esposa está fuera y, de pronto, empiezas a notar progresivamente síntomas de ahogo, una conmoción física que casi te impide hablar y, calmado, a conciencia de que si no haces algo en segundos podría ser el fin, logras marcar el número de emergencia. Sientes que has roto la barrera del sonido. El estruendo de un avión supersónico se equipara al del infarto en desarrollo.
Cuando un avión viaja más rápido que la velocidad del sonido rompe la resistencia o barrera omnipresente en el aire y se produce un boom supersónico que ocasiona un fuerte estremecimiento auditivo y corporal. Al estar relacionada esa vivencia con algo significativo percibido de manera dramática por los sentidos es muy difícil olvidar o tergiversar el pasado. Incluso podemos recordar dónde estábamos en esos segundos de dolorosa incertidumbre -como los que vive esa persona que sufre el infarto- al punto de que sientes que de los distintos viajes que has hecho en tu vida has llegado al sitio definitivo.
Aparecen los paramédicos y se dan cuenta de la gravedad de tu estado. Es una suerte que hayas podido marcar los tres números que podrían salvarte. Qué irónica la fragilidad de todo. En la faena de resucitación te revientan unas costillas y te dejan moretones en distintas partes del cuerpo. Luego de estar clínicamente muerto durante siete minutos regresas al mundo, con secuelas que sufrirás durante buen tiempo; pero vuelves y pasas semanas en la unidad de cuidados intensivos. Tras la recuperación sales a rehacer tu vida; poco a poco, comienzas de nuevo lidiando con la vergüenza –injustificada por tratarse de un evento sobre el que no tenías control– de sentir que le has fallado a tus hijos pequeños porque supones que eso no debía ocurrirte a ti y menos a esa edad.
Esa persona es el escritor Juan Trejo.
Trejo es el mismo que estuvo en Venezuela en la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, en Mérida, en 2009, la que versaba sobre «territorios portátiles», donde también hicieron acto de presencia Enrique Vila-Matas, Manuel Vilas, Jorge Carrión y el ahora recordado y querido Sergio Chejfec. Cinco años más tarde de aquella visita a suelo venezolano, Trejo recibe el Premio Tusquets de Novela por La máquina del porvenir. Luego, en 2015, siendo jurado junto con Juan Marsé, Almudena Grandes y Juan Gabriel Vázquez, acordó la premiación de la novela Patria o muerte, de Alberto Barrera Tyszka, lo cual hizo pasar el trono tusquetsiano de España a Venezuela.
Después del encuentro merideño estuvo unos días en la capital del país, asediado y cercenado por las advertencias de seguridad. No poder caminar por la ciudad ante los posibles peligros le causó una sensación de asfixia y rechazo que compensaba con algunas buenas veladas, como cuando Marc Caellas, en ese entonces promotor cultural de la embajada de España y autor de Caracaos, lo invitó a una reunión para despedir al cónsul español en Caracas, la cual le pareció tan surrealista y extravagante que le recordó La fiesta inolvidable de Peter Sellers.
Su experiencia venezolana constituye uno de los quince capítulos que conforman la última obra de Juan Trejo, La barrera del sonido (Barcelona, Tusquets, 2019). Se trata de un libro con una propuesta singular en la producción escritural española en el sentido de que resulta un artefacto que podría ser visto de tres maneras distintas o, más bien, de tres maneras simultáneas: un cuentario, es decir, un conjunto de quince cuentos que pueden ser leídos individualmente sin requerir de los otros para su apreciación, pero que en su globalidad crean un mundo; un conjunto de quince crónicas de viaje con el mismo atributo mencionado del cuentario o, finalmente, como una novela.
Las tres formas a la vez o las tres por separado, como prefiera el lector. La barrera del sonido pareciera un trabajo concebido por un escritor latinoamericano, territorio donde el cuento goza de relevancia y en el que la crónica cobra también más protagonismo que en suelo ibérico. En el mercado español la novela es la cima literaria; la corona. Tal vez por ello esta obra haya pasado un tanto inadvertida y quizá hasta incomprendida. Ya de por sí su manera confesional la hace peculiar y la conecta con la literatura estadounidense en la que no suele haber pudor para revelar debilidades, tragedias, manías y obsesiones personales.
Trejo nos confiesa sus inseguridades, miedos, ansiedades, fracasos y frustraciones, los cuales remata con la persistente idea del fin del mundo. Esta idea aparece también en La máquina del porvenir y podemos a su vez asociarla con el título de su primer libro –que ahora recobra vigencia por la guerra en Ucrania y que le tomó nueve años de escritura–: El fin de la guerra fría. Se podría afirmar que las historias hilvanadas de La barrera del sonido tienen un tono narrativo cálido y cercano desde el asombro, y se hallan además impregnadas de humor. No le tiembla el pulso a Trejo para decir que una ciudad tan bella como Gerona -tan perfecta que parece de mentira- la considera vacía, sin vida, la asocia con la muerte misma y señala sin escrúpulos todo aquello que no le agradó de Caracas.
El capítulo venezolano no se centra en el congreso literario merideño ni en los días en que estuvo en la ciudad, sino que lo fija en el momento de la despedida. De hecho, publicada originalmente en Altaïr, la prestigiosa revista literaria de viajes, llevaba el nombre «Leaving Caracas» y cuenta con humor y drama la experiencia de los controles aduanales en medio de una vida militarizada. Es allí donde se dispara su imaginación con la mayor potencia al oír la melodía de Expreso de medianoche en su cabeza, cuando le retienen su pasaporte y el oficial de la Guardia Nacional que le decía «Tira pa’ llá». Se acordaba de Apocalypse now, y tiene un encuentro fortuito con quien terminó siendo compañero de viaje de regreso a Europa, sujeto con el que entabla conversación y que resulta un homenaje a Juan Rulfo:
Vine a Caracas porque me dijeron que aquí vivía mi padre. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto muriera.
A decir verdad, no hay muchas ciudades que se salven de la decepción en los relatos novelados de Trejo. Aquí vamos armando e identificando los hilos conductores que crean el entramado porque en casi todos los capítulos ocurre una revelación de algún tipo. Se trata del choque entre las expectativas –a veces forjadas por la cultura pop, sobre todo en referentes del cine o la música– y la realidad que se encuentra una vez que se está en el lugar de visita. La realidad decepciona a la ficción que se tenía como lo verdadero. Esta decepción alcanza su mayor impacto al viajar a Nueva York, una ciudad cinematográfica sembrada de imágenes de Woody Allen que luego la voz narrativa no encontraba. O Berlín, donde sentía una profunda tristeza: «Cuántas veces iba a sufrir estando en el extranjero esa clase de desavenencias entre realidad y deseo, entre el ansia y la vivencia».
Trejo nos cuenta desde el primer capítulo, y aquí identificamos uno de los hilos conductores esenciales de la obra, cómo se desbarata la creencia de que la visión de un escritor se forja a través de los viajes: la falsa idea de que gracias a los viajes se acumulan experiencias que servirán como bagaje para la escritura. Un escritor que nace en Barcelona y que proviene de padres productos de la enriquecedora movilidad española, y que al principio considera que salir de su barrio era emigrar: «De Vallcarca no me fui, me exilié».
Luego nos muestra un gran arco de viajes: desde Cádiz (el viaje al faro del fin del mundo) y Lisboa, donde el puente 25 de abril le evoca el Golden Gate de San Francisco («El gran mundo, pensé entonces, tenía que ser justo eso: el punto exacto en el que la ficción y la realidad se dan la mano y conviven y se mejoran mutuamente»), hasta Nueva York, Estambul, Roma, Caracas, Berlín, Ciudad de México, Inglaterra, Bogotá.
No es casual que la portada del libro sea precisamente el dibujo de un avión, alusivo a uno de los capítulos donde surge la muerte como viaje en el tanatorio de El Prat, en la misma zona del aeropuerto de Barcelona. Es allí donde entierran a su suegro: la vida transitoria como el paso de los aviones que se oyen desde aquel tanatorio, la necesidad de apartarse de la ceremonia a un lugar solitario donde encuentre algo de paz momentánea.
Cada capítulo es una experiencia distinta. México, por ejemplo, tiene que ver más que todo con la Feria del Libro de Guadalajara. Una feria llena de escritores donde, en la sala de desayuno, la camarera llamaba en voz alta a los que estaban a la espera: Arturo Pérez Reverte, Juan Cruz, Luis Goytisolo, Jorge Herralde. Luego le tocaba el turno en esa inesperada incursión a las altas esferas literarias gracias al Premio Tusquets de Novela. Le parece mentira haberse situado en aquella cima. Siguiente para el desayuno: Juan Trejo.
En ese contexto, aparece otro de los hilos conductores que se enhebran en el libro: las citas de autores que han influenciado su oficio, algunas situaciones aludidas en las distintas crónicas o cuentos, e incluso la presencia protagónica de esos escritores en los textos. Son muchos los que menciona, desde Susan Sontag hasta Julio Cortázar; con énfasis en los ingleses. Visitar las ciudades natales de los escritores que lo han marcado no lo salva de la decepción.
Así pues, el lector se habrá dado cuenta de que Trejo no escatima en emplear la ficción a su antojo. Y es que él piensa que la ficción muchas veces retrata mejor la realidad que la no ficción en estado puro. Este tema recurre continuamente, está en los epígrafes de La máquina del provenir («Lo único que sabrás es lo que has inventado», Tobías Wolff) y es una constante en La barrera del sonido.
Y es así como el capítulo más literario y complejo tiene que ver con su viaje a Estambul. Comienza como una crónica que evoca un cuento escrito sobre la ciudad. Como la memoria real del viaje se va desvaneciendo, lo escrito en el relato viene a sustituir el recuerdo real de las calles, gentes y edificios. Es lo que queda en el recuerdo: lo imaginado mas no lo vivido. Se trata de un capítulo complejo de alta factura literaria, un contrapunteo entre crónica y cuento. Como se lo dice Slavoj Žižek: «La verdad tiene la estructura de la ficción. Recuérdalo siempre».
De esta manera los hilos se van armando con los distintos relatos de viaje hasta que llega el momento del viaje mayor al que dedica los últimos capítulos, los más importantes de todos: cuando rompió la barrera del sonido dentro de su propio cuerpo, el estallido del infarto que nos venía anunciando como estrategia constructiva de la novela: en casi todas las partes del libro inserta unas pocas líneas para referirse al momento cuando se encontraba en la unidad de cuidados intensivos, lo que genera expectativa.
El infarto y sus secuelas representan un clímax: la experiencia dramática que vive en su apartamento con sus hijos, la llegada de los paramédicos, las semanas en el hospital y el regreso a casa. Justo cuando llega a casa, luego de los viajes que consideraba necesarios para su formación como escritor, concluye:
Ahora sabía que había salido al mundo a buscar justo aquello de lo que estaba huyendo… En cualquier caso, volvía a encontrarme en la casilla de salida, como si no hubiera dejado mi barrio, como si aun estuviese en la casa de mis padres… Tuve que aceptar que no había nada que buscar, que no había lugar apartado en el mundo en el que encontrar el secreto de la existencia.
Pedro Plaza Salvati
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