Perspectivas

Recuerdos de la Atlántida

Platón presta mayor atención a la descripción de la ciudad principal, la llamada Ciudad de los Atlantes.

23/10/2021

En el diálogo Timeo Platón esboza lo que será sin duda el más influyente de sus mitos, la más acabada de sus utopías, la que más ha perdurado, cuya influencia y vigencia se ha mantenido hasta nuestros días. Al comienzo de este diálogo, Critias (personaje relacionado con el sofista y político ateniense que participó en la dictadura de los Treinta, y por tanto tío de Platón) recuerda una vieja historia que el sabio Solón escuchó en Egipto, acerca de una invasión por parte de los atlantes que rechazó Atenas hace nueve mil años (20 d-26 c). La narración se interrumpe ahí, casi apenas comenzar, pero continuará en un diálogo que Platón escribirá inmediatamente después de terminar éste.

En el Critias nuestro personaje retoma la narración que había interrumpido en el Timeo. Se trata de un breve texto que sin duda es continuación de éste. Cuenta cómo eran Atenas y la Atlántida, las dos potencias involucradas en esta guerra, hace nueve mil años. Cuenta el origen mítico de Atenas, cómo en aquellos tiempos el Ática fue consagrada a Atenea y Hefesto (la Sabiduría y el Trabajo), y cómo estos dioses la organizaron políticamente con equidad y justicia (109 b-110 c). Cómo la regía una casta de guerreros que vivían separados del resto de la población, practicando el comunismo sin ocuparse de las labores del campo ni de la industria. Cómo en aquellos tiempos felices el Ática era un territorio fértil con abundancia de aguas (110 c-111d).

La descripción central de este diálogo se ocupa de la Atlántida, que en aquellos tiempos míticos había sido consagrada a Poseidón, el dios del mar (113 b-115c). Se trataba de una isla inmensa situada más allá de las Columnas de Hércules, en medio del océano, “mayor que Libia y Asia juntas”. Una tierra fertilísima, extraordinariamente rica tanto en maderas como en agricultura y animales (117 e-118 e). En medio de una llanura central se alzaba una colina donde se había originado la población de la isla (113 b-115 c). Su organización, a diferencia de Atenas, no estaba basada en un casta militar, sino en múltiples fuerzas terrestres y navales que respondían a diez reyes (118 e-119 b) de diez regiones diferentes. Estos reyes deliberaban en consejo y aportaban por igual sus fuerzas en caso de ser necesario (119 c-120 d).

Pero a lo que Platón presta mayor atención es a la descripción de la ciudad principal, la llamada Ciudad de los Atlantes. Es interesante ver cuánta plasticidad, cuánto detalle gasta el filósofo para darnos una imagen lo más real posible (115 c-117 e). La ciudad de los Atlantes tiene forma circular porque el círculo es la forma perfecta: no tiene arriba ni abajo, no tiene lados, no comienza ni termina en un punto definido, es infinita en el tiempo y el espacio. También porque circular es el universo y el trayecto de los astros alrededor de la tierra, como antes se creía. Algunos estudiosos han reparado en la influencia de las religiones astrales en esta concepción platónica. La ciudad está compuesta, pues, por círculos concéntricos que forman las islas separadas por anchos canales. Platón explica que el ancho de estos canales era “lo necesario para que los atravesara un trirreme” y que las islas, “con una altura que superaba suficientemente el mar”, tenían “tres estadios de ancho” (unos seiscientos metros). Allí estaban construidas las casas de piedra y de madera. Las islas, guardadas por torres y murallas de piedra blancas, negras y rojas, estaban comunicadas por puentes. Atravesando los círculos de islas y canales un canal de trescientos pies de ancho y cien de profundidad llevaba directamente de la isla central al mar.

La isla central tenía un diámetro de cinco estadios. Estaba rodeada de una muralla hecha de una mezcla de casiterita y oricalco, “que poseía unos resplandores de fuego”. Allí estaban construidos el palacio real y un templo “de un estadio de longitud y trescientos pies de ancho”, rodeado de una valla de oro y dedicado a Clito y a Poseidón. El templo estaba revestido de plata excepto por las cúpulas, que estaban revestidas de oro. Asimismo el interior del techo, las paredes, las columnas y el piso eran de oro, plata, marfil y oricalco, “lo que le daba una apariencia multicolor”. En el centro estaba la estatua del dios, también de oro. Poseidón estaba representado de pie, sobre un carro llevado por seis caballos alados y rodeado por cien nereidas, también de oro, montadas sobre delfines. Tanto en el interior como en el exterior del templo habían otra estatuas de oro: adentro exvotos, afuera de miembros de la familia real. También afuera estaba el bosque sagrado dedicado al dios, lleno de fuentes y árboles “de belleza y altura sobrenatural”.

El palacio “igualmente se adecuaba a la grandeza del imperio”, y estaba rodeado de árboles y cisternas de agua caliente y fría para los baños en invierno y en verano. De allí salían canales de agua destinados a las islas, que pasaban por los puentes. En la isla más cercana al palacio estaba la guardia, y en las otras estaban las casas, pero también numerosos templos, jardines y gimnasios destinados unos a hombres y otros a caballos (sí, leímos bien). En medio de la isla más grande había un hipódromo, y al exterior, junto al canal que conducía al mar, había un puerto “lleno de barcos y comerciantes llegados de todas partes que, por su multitud, ocasionaban vocerío, ruido y bullicio variado de día y de noche”.

Hoy nadie cuestiona la autenticidad del Timeo y del Critias como parte de los diálogos genuinamente platónicos. Pierre Vidal-Naquet (L’Atlantide. Petite histoire d’un mythe platonicien, Paris, 2006) sitúa la redacción de ambos hacia el 355 a.C. No olvidemos que fue el Timeo, y no la República, el diálogo platónico más influyente durante la Edad Media y el Renacimiento. El Timeo expone la visión del mundo del filósofo. El Critias, la continuación, su concepción de la historia. No por nada es el Timeo el libro que lleva Platón bajo el brazo en La Escuela de Atenas, el fresco de Rafael que adorna las estancias vaticanas. Ambos diálogos constituyen, en palabras de René Treuil (Le mythe de l’Atlantide, Paris, 2012), “el acta de nacimiento de la Atlántida”.

Los filólogos coinciden en que tanto el Timeo como el Critias fueron escritos después que la República. A su vez, desde que K. F. Hermann (Geschichte und System der platonische Philosophie, Heidelberg, 1839) aseguró que Platón abandonó la escritura del Critias para dedicarse a la de las Leyes, casi todos creen esta teoría. Comoquiera que ambos diálogos forman, junto con el Político, parte de los llamados “escritos de la vejez”, es evidente que la idea de una sociedad perfecta y del estado ideal fue una de las preocupaciones que acompañaron a Platón los últimos años de su vida, cuando ya había digerido la lamentable experiencia de Siracusa. En todo caso, representa lo más genuino de la herencia socrática: la convicción de que la razón es suficiente para asegurar la convivencia entre los hombres, y por tanto la felicidad.

La imagen de la Atlántida, aquella ciudad perfecta destruida por un cataclismo, con sus puertos y sus islas concéntricas, con su riqueza y su magnificencia, con su felicidad y su poderío, ha acompañado por siglos a utopistas y filósofos, a poetas y científicos por igual. Su huella es fácilmente reconocible en la mítica isla de Moro y, de una u otra forma, en la mayoría de los relatos utópicos del Renacimiento; pero también en la planta semicircular y los canales concéntricos de la ciudad de Ámsterdam, en la isla de Thera en medio del Egeo, destruida ella por la explosión de un volcán, y en la descripción de México-Tenochtitlan que nos hace Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Y sobre todo en el imaginario de quienes hasta hoy buscan en la ciudad la causa y el origen de la justicia y la convivencia ciudadana.


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